domingo, 11 de agosto de 2013

Peregrinos (IV): Un dilema


Eso no creo que pueda llegar a hacerlo. 

 En serio. 

 Y no es coquetería, como la ceja levantada de Bíber parece insinuar cuando hablamos de ello. Ya sé que lo he dicho muchas otras veces, antes: no creo que pueda hacer esto, no creo que pueda hacer aquello. A lo mejor ni siquiera he usado palabras para expresarlo: simplemente me he ido a mi rincón, y allí me he hecho un ovillo. No puedo salir fuera de la caja donde nos han metido a la fuerza. No puedo subirme al tejado. No puedo mirar ahí abajo, donde pululan los Gigantes. No puedo, de verdad que no puedo, es imposible que yo salte del tejado y consiga volar. Y luego siempre terminaba pudiendo. Ahora temo que esa serie de mis dudas y mi resistencia y luego de mis tanteos se ha repetido tanto que cualquiera puede entenderla como una especie de función teatral que escenifico para obtener protección y aliento. Funciona así: Lento dice soy incapaz. Pit Bull replica no digas tonterías. Lento contesta: de verdad, no, no puedo. Mi Hermano gorjea: cómo que no, Lentito, míranos a nosotros, si todos podemos. Lento se atreve a añadir, con la voz arrastrada de tristeza: a lo mejor es que yo no soy como vosotros. Bíber arquea su elegantísima ceja, y puede que hasta se digne a musitar algo que todos tenemos que hacer esfuerzos activos por entender, algo que a mí me suena como no eres tan especial, Lento.

Y lo peor es que tal vez no haya otra alternativa. Me estoy muriendo de hambre. Y si me escuchara, ni siquiera Bíber se atrevería a levantar la ceja. Porque esto no lo confieso. No quiero depender de las sobras de Pit Bull por completo. A veces llega de sus batidas con algo entre las manos, y lo deposita en mi rincón, sin mencionar nada, con una delicadeza que nunca habría supuesto que tuviera. No quiere avergonzarme. Mi Hermano también me ofrece parte de la comida que él se ha conseguido. Fresca, brillante de sangre templada, palpitante todavía. Aterriza a un paso de donde estoy posado, lee al vuelo mi mirada famélica y me echa a los pies lo que trae. A que te apetece un poquito, me dice. Yo contemplo lo que ha traído, y el deseo feroz por poco no le gana al corte y a la repugnancia, pero no, le digo, gracias, ya he comido. Y así es cómo me voy quedando en los huesos. Ellos lo notan, por supuesto.

Y yo... En realidad podría soportar el hambre, y el cansancio, y a veces hasta el delirio. De hecho hasta me agradan esos episodios próximos al amanecer, cuando me siento tan consumido que intuyo que dejarme caer del tejado sería la solución más sencilla y más dulce, y cuando las imágenes de los Padres empiezan a adueñarse de mi mente, y la Gente Grande me mira con ojos redondos y habla, y de su cháchara incomprensible, a mí me parece entender algo. Me dicen que no me preocupe, que ellos no van a permitir que me muera de hambre. Y entonces es cuando salgo de mi trance con el estómago lleno nada más que de esperanza. El cielo se ve ya amarillento y rosa y hasta verde, y los vencejos vuelan alegres, como dibujando para mí sonrisas de agradecimiento. Bajo del tejado, me dirijo al rincón donde antes nunca dejaba de aparecer la comida. No levanto apenas la mirada del suelo, porque me puede la idea supersticiosa de que la comida desaparecerá si la miro. Y se ve que miro siempre, un instante antes de tiempo. Porque sigue sin haber nada. Como la noche anterior, como a lo largo de todo el día previo. Como viene sucediendo desde hace cuatro, o cinco o cincuenta mil días. Nada. Ni siquiera las hormigas.

Las primeras veces podía soportarlo con algo de aplomo. Supongo que los Lentos del mundo, por mera cuestión de supervivencia, no somos tampoco de mucho comer. Y además tenía a mi disposición una droga poderosa, una anestesia que tenía más sabor y me daba más energía que la comida más nutritiva del mundo. Es cierto que tenía también confianza en que las cosas volvieran a ser como antes, en que tarde o temprano el pequeño desperfecto ocurrido en nuestro bien engrasado mundo se solucionaría. Pero sobre todo tenía mis alas. No demasiado robustas. Sin una gota de la potencia de Pit Bull, o la agilidad de Mi Hermano, o el garbo de Bíber. Pero aptas para el vuelo como las de cualquiera. Yo contemplaba el sitio de la comida vacío, miraba a los otros, si es que estaban, y ellos me respondían con un encogimiento de hombros. Y a pesar de la desagradable sorpresa, y del temor y de la rabia, también yo terminaba encogiéndolos. Porque podía subirme al tejado, y dejarme caer, dulce, muy dulcemente, y entonces, cuando el juego se ponía serio, podía dar un par de precisos aleteos, y así empezaba a subir. A subir. A subir. Y cuando llegaba tan arriba que el aire se volvía duro y picante, adoptaba esa postura que al bueno de Pit Bull le costó sudores de sangre enseñarme: me volteaba a duras penas, pegaba las alas al cuerpo y me dejaba caer en picado, boca abajo. Y todo se derretía: las formas familiares que casi no podía distinguir desde aquella altura, y mis recuerdos, y la separación de los Padres, y el miedo a todas las cosas grandes e inciertas de este mundo, y mi propia sensación de ser un Lento y un inepto, y yo mismo, y el hambre. El cielo rugía en torno a mí, las bandadas de vencejos se deshacían a mi paso y las palomas perdían el culo por quitarse del medio, y eso me hacía tanta gracia que casi se me desbarataba la postura de la risa. Entonces dejaba de caer, y revoloteaba como quien silba, y si ningún pájaro impertinente estaba mirando, intentaba practicar alguna pirueta. Luego me iba en pos de alguna de esas palomas fugitivas que, ahora sí, venían tímidamente a mi encuentro, y todos fingíamos que las perseguía. Todos sabíamos que aquello era un juego. No voy a decir que fuerámos amigos, ellas, yo y los vencejos, porque eso sonaría un poco ridículo. Pero, aunque no hubiera comido, el cielo era todavía un recreo.

Ahora me siento tan débil que no puedo abrir siquiera las alas. Nada me evitaría perder la partida, si me dejara resbalar tejado abajo. Es cierto que dejaría de tener hambre. Pero también dejaría de experimentar el gozo sobrenatural de volar. Así que es cierto, puede que no haya otra alternativa. Puede que tenga que echar mano otra vez de un valor que no tengo. El suficiente para elegir entre morirme o ser capaz de matar a una de esas palomas con las que hasta hace poco, en otra vida, tanto me gustaba jugar.

3 comentarios:

  1. Hola guapa. Por fín volvió el tierno Lento, lo echaba de menos, me gustan los "lentos" del mundo.
    Besos.

    ResponderEliminar
  2. Estos capítulos es de lo que menos me cuesta escribir. Será porque mi grado de empatía con el querido Lento me pone a mí también alas.

    Un beso, Blancaflor.

    ResponderEliminar
  3. Anónimo entre comillas16 agosto, 2013 22:34

    Ay, no nos hagas sufrir con esta criatura tierna...

    ResponderEliminar