martes, 13 de agosto de 2013

No me llames bloguera, llámame Lola

 
A veces pasa que la compañía de ciertas palabras empieza a empalagarte. Las escuchas de boca de otras personas, y en secreto te abochorna que las asocien contigo. Los demás las pronuncian como si te guiñasen, en un pequeño acto de complicidad ante el que no cabe más remedio que responder con una sonrisa de labios apretados, acogotada. Te repelen un poco, y eso te avergüenza, poque son palabras demasiado familiares, y si las consideras objetivamente, te das cuenta de que sólo tienes cosas que agradecerles. Te comportas con ellas como un crío que ya no soporta que sus compañeros de clase vean cómo su madre lo espera a la salida de la escuela. O como la esposa que ha empezado a considerar un poco cargantes las atenciones y gracietas de su siempre intachable esposo. Te provocan rechazo, y casi al mismo tiempo, ganas de pedirles perdón y de confesarte.

Supongo que ya he creado suficiente tensión narrativa como para seguir posponiendo la confesión, ¿no? Pues bien, a mí últimamente ese rechazo me lo provoca la palabra blog. Crujir de dientes. Sonrisa de labios apretados. ¿Hay entre el público algún cura que me dé la absolución?

Quiero creer que no es el contenido de la palabra lo que me crispa, ni tampoco su pronunciación indudablemente ridícula y foránea. Es cierto que podría haberse escogido otra más intuitiva, más amable, yo qué sé, cuaderno, diario, álbum, bestiario. Y es cierto que mi rechazo no tiene nada que ver con un distanciamiento real del formato que uso para publicar lo que escribo. A mí hasta la fecha me vale, y espero que a los cuatro gatos que me leen también les valga. Dentro de unos dos meses esta criatura cumplirá tres años, y aunque sigo echando de menos una dosis mayor de reciprocidad, todavía no me he cansado de jugar con las variaciones de textos de tamaño módico y sesgo personal que esta herramienta permite. Creo que su heterogeneidad un poco veleidosa, y la ligereza con la que se presta al salto de mata, al apunte no demasiado ambicioso, y a la consolidación del huidizo instante, la hacen especialmente adecuada para talentos un tanto erráticos. Pienso en todo lo que he ganado desde que echó a correr este coche, este medio de transporte de mi propia expresión: perseverancia, atención, solidez. Implicación, instantes de conexión mágica, farra. Cohesión de mis partes disolutas, refugio. Alegría. Repaso los hitos de este viaje, y el mapa de carreteras de los lugares donde aún no he llegado, y el sentimiento que aflora, por encima de la satisfacción o de la sorpresa, es el de la ternura.

Y sin embargo... Hace unos días, Jose leyó uno de mis post, minutos antes de que lo publicase. Levantó la vista de la pantalla, me miró con ojos chispeantes y me dijo pequeña, tienes que empezar a escribir. No sé lo que esperaba, pero desde luego que mis ojos chispearon tanto como los de una pescadilla del Mercadona. ¿Escribir?, repliqué, con una perplejidad de lo más distinguida, ¿y qué se supone que es lo que hago? Bueno, ya me entiendes..., dijo él, con su más lograda cara de tierra trágame. Y sí, lo entendía. Perfectamente. No me costó demasiado traducir su comentario como ¿cuándo vas a dejar de vaguear con el blog, y te vas a dedicar a cosas de más enjundia?

Y ahí estaba en su boca, la palabra blog, encendiéndome otra vez las orejas. Enturbiando ella misma su propio significado. Convirtiéndose en la médula de la creación. Y no se deber olvidar que un blog no es más que un instrumento. Es como si al que usa cuadernos Moleskine se le llamara moleskinero. O como si al cirujano se le llamara bisturicero. Pero claro, no es difícil hacer la asociación: usas la plataforma blog, ergo eres bloguero. No escritor. No tienes mucha seriedad. No tienes profesión.

Y, bueno, yo no voy a reclamarle al Estado que en mi DNI aparezca el oficio literario. Pero, no sé, a mí me parece que a las acciones hay que nombrarlas con su nombre más sencillo, y yo, francamente, escribo. No blogueo. Escribo. Escaneo el mundo en pos de un motivo. Trato de que la realidad me atraviese y de llegar honestamente al fondo de su naturaleza. Busco la palabra que encaja. Persigo la musicalidad. Releo, corrijo, desmocho y reciclo. Escribo. Cuando me voy al dormitorio con el portátil no digo ea, que me voy a poner a bloguear, no estoy pa nadie. Cuando mi madre me llama y pregunta hija, qué haces, yo no respondo pues aquí, blogueando un rato. Cuando hago alguna tímida prospección imaginativa al futuro, no veo colgando de mí la etiqueta bloguera.

Es una cuestión así de melindrosa y de sencilla: la palabra blog me incomoda porque camufla el hecho desnudo de la escritura.

4 comentarios:

  1. ¡Vaya si escribes! Decir bloguera es como como cuando alguien dice gay: grimita dentera y repelus

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  2. Si, bloguero me pega más para esas tantas personas que dicen que hablan de moda porque sus amigos les preguntan mucho sobre estilismo y...(pfff, qué pereza).
    A tus cuatro gatillos se nos debiera considerar lectores gourmet.
    Muas
    PD.: Me sumo al grimor de las definiciones y etiquetas varias. Limitan. Simplifican.

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  3. Querida Lola,
    deja de darle vueltas, que eres un pedazo de escritora.Besos.

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  4. Cuando te llamo, tampoco me dices "estoy aquí, escribiendo".Por tanto, no te compliques. Sigue haciendo lo que haces, que sabemos lo que es.
    Te quiero.

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