A veces pasa que la compañía de ciertas
palabras empieza a empalagarte. Las escuchas de boca de otras
personas, y en secreto te abochorna que las asocien contigo. Los
demás las pronuncian como si te guiñasen, en un pequeño acto de
complicidad ante el que no cabe más remedio que responder con una
sonrisa de labios apretados, acogotada. Te repelen un poco, y eso te
avergüenza, poque son palabras demasiado familiares, y si las
consideras objetivamente, te das cuenta de que sólo tienes cosas que
agradecerles. Te comportas con ellas como un crío que ya no soporta
que sus compañeros de clase vean cómo su madre lo espera a la
salida de la escuela. O como la esposa que
ha empezado a considerar un poco cargantes las atenciones y gracietas
de su siempre intachable esposo. Te provocan rechazo, y casi al mismo
tiempo, ganas de pedirles perdón y de confesarte.
Supongo que ya he creado suficiente
tensión narrativa como para seguir posponiendo la confesión, ¿no?
Pues bien, a mí últimamente ese rechazo me lo provoca la palabra
blog. Crujir de dientes. Sonrisa de labios apretados. ¿Hay
entre el público algún cura que me dé la absolución?
Quiero creer que no es el contenido de la
palabra lo que me crispa, ni tampoco su pronunciación indudablemente
ridícula y foránea. Es cierto que podría haberse escogido otra más
intuitiva, más amable, yo qué sé, cuaderno, diario,
álbum, bestiario. Y
es cierto que mi rechazo no tiene nada que ver con un distanciamiento
real del formato que uso para publicar lo que escribo. A mí hasta la
fecha me vale, y espero que a los cuatro gatos que me leen también les valga. Dentro de
unos dos meses esta criatura cumplirá tres años, y aunque sigo
echando de menos una dosis mayor de reciprocidad, todavía no me he
cansado de jugar con las variaciones de textos de tamaño módico y
sesgo personal que esta herramienta permite. Creo que su
heterogeneidad un poco veleidosa, y la ligereza con la que se presta
al salto de mata, al apunte no demasiado ambicioso, y a la
consolidación del huidizo instante, la hacen especialmente adecuada
para talentos un tanto erráticos. Pienso en todo lo que he ganado
desde que echó a correr este coche, este medio de transporte de mi
propia expresión: perseverancia, atención, solidez. Implicación,
instantes de conexión mágica, farra. Cohesión de mis partes
disolutas, refugio. Alegría. Repaso los hitos de este viaje, y el
mapa de carreteras de los lugares donde aún no he llegado, y el
sentimiento que aflora, por encima de la satisfacción o de la
sorpresa, es el de la ternura.
Y sin
embargo... Hace unos días, Jose leyó uno de mis post, minutos antes
de que lo publicase. Levantó la vista de la pantalla, me miró con
ojos chispeantes y me dijo pequeña, tienes que empezar a
escribir. No sé lo que
esperaba, pero desde luego que mis ojos chispearon tanto como los de
una pescadilla del Mercadona. ¿Escribir?,
repliqué, con una perplejidad de lo más distinguida, ¿y
qué se supone que es lo que hago? Bueno, ya me entiendes..., dijo
él, con su más lograda cara de tierra trágame. Y sí, lo entendía.
Perfectamente. No me costó demasiado traducir su comentario como
¿cuándo vas a dejar de vaguear con el blog, y te vas a dedicar
a cosas de más enjundia?
Y ahí estaba en su boca, la palabra
blog, encendiéndome otra vez las orejas. Enturbiando ella
misma su propio significado. Convirtiéndose en la médula de la
creación. Y no se deber olvidar que un blog no es más que un
instrumento. Es como si al que usa cuadernos Moleskine se le
llamara moleskinero. O como si al cirujano se le llamara
bisturicero. Pero claro, no es difícil hacer la asociación:
usas la plataforma blog, ergo eres bloguero. No escritor. No
tienes mucha seriedad. No tienes profesión.
Y, bueno, yo no voy a reclamarle al
Estado que en mi DNI aparezca el oficio literario. Pero, no sé, a mí
me parece que a las acciones hay que nombrarlas con su nombre más
sencillo, y yo, francamente, escribo. No blogueo. Escribo.
Escaneo el mundo en pos de un motivo. Trato de que la realidad me
atraviese y de llegar honestamente al fondo de su naturaleza. Busco
la palabra que encaja. Persigo la musicalidad. Releo, corrijo,
desmocho y reciclo. Escribo. Cuando me voy al dormitorio con el
portátil no digo ea, que me voy a poner a bloguear, no estoy pa
nadie. Cuando mi madre me llama y pregunta hija, qué haces,
yo no respondo pues aquí, blogueando un rato. Cuando hago
alguna tímida prospección imaginativa al futuro, no veo colgando de
mí la etiqueta bloguera.
Es una cuestión así de melindrosa y de
sencilla: la palabra blog me incomoda porque camufla el hecho
desnudo de la escritura.
¡Vaya si escribes! Decir bloguera es como como cuando alguien dice gay: grimita dentera y repelus
ResponderEliminarSi, bloguero me pega más para esas tantas personas que dicen que hablan de moda porque sus amigos les preguntan mucho sobre estilismo y...(pfff, qué pereza).
ResponderEliminarA tus cuatro gatillos se nos debiera considerar lectores gourmet.
Muas
PD.: Me sumo al grimor de las definiciones y etiquetas varias. Limitan. Simplifican.
Querida Lola,
ResponderEliminardeja de darle vueltas, que eres un pedazo de escritora.Besos.
Cuando te llamo, tampoco me dices "estoy aquí, escribiendo".Por tanto, no te compliques. Sigue haciendo lo que haces, que sabemos lo que es.
ResponderEliminarTe quiero.