viernes, 26 de julio de 2013

El dolor de estar presente

 
Primero es una sola ola curiosa, que parece separarse de la manada mansa del mar para venir a olfatearme. Yo me suelto, floto, juego un momento con ella. El agua está tan templada. Me zambullo, y cedo a la tentación de abrir los ojos dentro del agua. Me gusta ese verde sucio que, no sé por qué, me recuerda al sopor de la siesta. Cuando vuelvo a sacar la cabeza, el mar ha cambiado. Le han salido músculos por todas partes. Como si los pocos bañistas que nos apiñamos en el banco de arena hubiéramos pisado un avispero. La olita retozona del principio ya no está sola. Es como si el mar hirviera ahora de grandes delfines blancos. Las gaviotas pican también en el espejismo: se juntan, marrulleras como son, alzan el vuelo y se lanzan violentamente contra el agua.

Cuando vuelvo a mi toalla, el mundo que dejé al levantarme ya no existe. Desde la otra punta de la playa, empiezan a cerrarse como flores las sombrillas. Alguna sale rodando, algún sombrero también, algún libro de bolsillo descuidado empieza a barajarse. Es un espectáculo simpático de ver, cuando has sido lo suficientemente previsor como para no ser tú el protagonista: padres haciendo placajes a sombrillas fugitivas; una chica que se sujeta las tetas con un brazo y corre en pos de una pamela que a lo mejor venía de regalo en la última revista pija que compró. Al fondo empieza a verse ya la nube temible de arena que levanta el Poniente: la némesis de todos los habitantes de este pedazo anfibio de mundo. La gente sigue leyendo en sus hamacas, poco dispuesta a admitir que un día perfecto de playa está a punto de acabarse. Es conmovedor: la pelotita que se intercambian dos que juegan a las palas sigue una trayectoria loca, ahora, pero ellos siguen dale que dale, cada vez más serios y más esforzados. Las palmeras se ven ya desquiciadas. Todos los coches de la autovía suenan a sirenas de emergencia.

Cinco horas después, las sirenas son reales. Mi padre sabotea la siesta en su casa: nos llama a gritos desde el piso de abajo, para que nos asomemos a ver el telón de humo negro y amarillo que oculta parte de nuestro paisaje. Uno de esos cerros que, con la bruma del atardecer, parecen un sugestivo destino asiático. Parecía inevitable, con este viento tan fiero y tan seco. Empieza ahora ese otro espectáculo de los helicópteros danzando. Vienen y van en círculos, borrándose tras el humo, emergiendo de nuevo, atacando con su modesta carga de agua. Igual de emotivos que los jugadores de palas empeñados en seguir golpeando una pelota endemoniada.

Intentando convertir en cortafuegos una mirada


Yo contemplo el incendio, sentada sobre un cojín en el suelo del porche, con una taza de té que se ha ido enfriando. Momentos como este me sirven para comprender que, a veces, estar presente consiste sólo en ser notario de la precariedad de la vida. Cambia el viento, el idilio playero se acaba de golpe, los lugares que queremos se convierten en ceniza. Entonces es cuando me doy permiso para confesar algo que podría parecer ñoño y frívolo al mismo tiempo.

Ayer, de camino a Estepona, paramos el coche en un área de servicio. Eran las doce menos un minuto del mediodía. Nos miramos un poco abochornados, con la sensación de estar impostando un bonito gesto para alguna galería invisible. Pero nos pusimos de pie, bajo el calor abrumador de Loja, y nos quedamos un minuto callados. Imaginando que los padres que a esa misma hora se quebraban en Compostela eran nuestros propios padres, o que mi hermana o yo misma no habíamos conseguido salir enteras de ese tren, tan parecido a otros a los que subimos en algún momento de nuestra vida. Al final nos abrazamos, profundamente aliviados porque los cuerpos que amamos seguían intactos, y conscientes de que cualquier azar tremendo podría arrollarnos a nosotros la próxima vez.

A veces, estar presente es permitir que la nube tóxica del dolor ajeno te quiebre a ti también.


8 comentarios:

  1. hola, sin querer di con tu blog, me ha gustado mucho tu entrada, muy actual, muy profunda, muy humana, muy buen final. Saludos!

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Muchas gracias, Flora (qué nombre tan bonito). Espero que el azar te traiga más veces por aquí.
      Saludos también para ti.

      Eliminar
  2. Ñoño y frívolo, dices. No me lo parece, sí conmovedor.
    Besos.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. No quería escribir nada sobre ello, porque todo lo que se pueda decir desde la periferia me parece una falta de respeto. Besos, queridísima.

      Eliminar
  3. Pero qué agradecido que es el señor Torres!. Cierto: no se puede competir con ese comentario, jajaja.
    Y ya que estoy, voy a meterme en su página, que tengo por ahí un par de coches para desguazar...Bye!

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Lo he mandado a paseo porque veo que empieza a robarme protagonismo. Como yo sepa donde tiene el desguace, me voy para allá con una machota, y no le hago puré todas las bujías.

      Eliminar