Primero es una sola ola curiosa, que
parece separarse de la manada mansa del mar para venir a olfatearme.
Yo me suelto, floto, juego un momento con ella. El agua está tan
templada. Me zambullo, y cedo a la tentación de abrir los ojos
dentro del agua. Me gusta ese verde sucio que, no sé por qué, me
recuerda al sopor de la siesta. Cuando vuelvo a sacar la cabeza, el
mar ha cambiado. Le han salido músculos por todas partes. Como si
los pocos bañistas que nos apiñamos en el banco de arena hubiéramos
pisado un avispero. La olita retozona del principio ya no está sola.
Es como si el mar hirviera ahora de grandes delfines blancos. Las
gaviotas pican también en el espejismo: se juntan, marrulleras como
son, alzan el vuelo y se lanzan violentamente contra el agua.
Cuando vuelvo a mi toalla, el mundo que
dejé al levantarme ya no existe. Desde la otra punta de la playa,
empiezan a cerrarse como flores las sombrillas. Alguna sale rodando,
algún sombrero también, algún libro de bolsillo descuidado empieza
a barajarse. Es un espectáculo simpático de ver, cuando has sido lo
suficientemente previsor como para no ser tú el protagonista: padres
haciendo placajes a sombrillas fugitivas; una chica que se sujeta las
tetas con un brazo y corre en pos de una pamela que a lo mejor venía
de regalo en la última revista pija que compró. Al fondo empieza a
verse ya la nube temible de arena que levanta el Poniente: la némesis
de todos los habitantes de este pedazo anfibio de mundo. La gente
sigue leyendo en sus hamacas, poco dispuesta a admitir que un día
perfecto de playa está a punto de acabarse. Es conmovedor: la
pelotita que se intercambian dos que juegan a las palas sigue una
trayectoria loca, ahora, pero ellos siguen dale que dale, cada vez
más serios y más esforzados. Las palmeras se ven ya desquiciadas.
Todos los coches de la autovía suenan a sirenas de emergencia.
Cinco horas después, las sirenas son
reales. Mi padre sabotea la siesta en su casa: nos llama a gritos
desde el piso de abajo, para que nos asomemos a ver el telón de humo
negro y amarillo que oculta parte de nuestro paisaje. Uno de esos
cerros que, con la bruma del atardecer, parecen un sugestivo destino
asiático. Parecía inevitable, con este viento tan fiero y tan seco.
Empieza ahora ese otro espectáculo de los helicópteros danzando.
Vienen y van en círculos, borrándose tras el humo, emergiendo de
nuevo, atacando con su modesta carga de agua. Igual de emotivos que
los jugadores de palas empeñados en seguir golpeando una pelota
endemoniada.
Intentando convertir en cortafuegos una mirada |
Yo contemplo el incendio, sentada sobre
un cojín en el suelo del porche, con una taza de té que se ha ido
enfriando. Momentos como este me sirven para comprender que, a veces,
estar presente consiste sólo en ser notario de la precariedad de la
vida. Cambia el viento, el idilio playero se acaba de golpe, los
lugares que queremos se convierten en ceniza. Entonces es cuando me
doy permiso para confesar algo que podría parecer ñoño y
frívolo al mismo tiempo.
Ayer, de camino a Estepona, paramos el
coche en un área de servicio. Eran las doce menos un minuto del
mediodía. Nos miramos un poco abochornados, con la sensación de
estar impostando un bonito gesto para alguna galería invisible. Pero
nos pusimos de pie, bajo el calor abrumador de Loja, y nos quedamos
un minuto callados. Imaginando que los padres que a esa misma hora se
quebraban en Compostela eran nuestros propios padres, o que mi
hermana o yo misma no habíamos conseguido salir enteras de ese tren,
tan parecido a otros a los que subimos en algún momento de nuestra
vida. Al final nos abrazamos, profundamente aliviados porque los
cuerpos que amamos seguían intactos, y conscientes de que cualquier
azar tremendo podría arrollarnos a nosotros la próxima vez.
A veces, estar presente es permitir que
la nube tóxica del dolor ajeno te quiebre a ti también.
hola, sin querer di con tu blog, me ha gustado mucho tu entrada, muy actual, muy profunda, muy humana, muy buen final. Saludos!
ResponderEliminarMuchas gracias, Flora (qué nombre tan bonito). Espero que el azar te traiga más veces por aquí.
EliminarSaludos también para ti.
Ñoño y frívolo, dices. No me lo parece, sí conmovedor.
ResponderEliminarBesos.
No quería escribir nada sobre ello, porque todo lo que se pueda decir desde la periferia me parece una falta de respeto. Besos, queridísima.
EliminarGracias, wappa!
ResponderEliminarBonitoo
EliminarPero qué agradecido que es el señor Torres!. Cierto: no se puede competir con ese comentario, jajaja.
ResponderEliminarY ya que estoy, voy a meterme en su página, que tengo por ahí un par de coches para desguazar...Bye!
Lo he mandado a paseo porque veo que empieza a robarme protagonismo. Como yo sepa donde tiene el desguace, me voy para allá con una machota, y no le hago puré todas las bujías.
Eliminar