lunes, 1 de julio de 2013

Autofagia

 
Antes de acabarme el desayuno ya he activado el modo rastreo. A veces no necesito siquiera pulsar el botón de encendido: he amanecido ya alerta, porque anoche, al meterme en la cama, se me olvidó desconectarme. Mi antena gira incansablemente sobre su propio pie, lo escruta todo; todo lo registra. Permanece abierta y sigilosa como una monstruosa planta carnívora. A lo largo del día, soy poco más que esa antena. Mientras el agua cae por mi cabeza en la ducha; mientras cocino. Por los pasillos del edificio donde trabajo, o hasta el mismo instante de quedarme frita en la siesta. Cuando intercambio con alguien cordiales diálogos que no expresan nada; cuando veo un documental de viajes; cuando salgo a la calle con un antojo de helado.


Gracias, Mr. Wiki

Escucho en mi mente el zumbido continuo de la antena. Ensuciando el tejido inmaculado del silencio. Amortiguando el ruido exuberante de lo que pasa. Vaya adonde vaya, y haga lo que haga, llevo conmigo el radar. Yo misma soy el radar. Y hay momentos, la verdad, en los que eso me crispa. Me rebelo contra mi propia especialización. En serio, ¿es preciso que la persecución ávida de algo que se deje escribir acapare toda mi energía? Quiero ponerme a salvo de esta atención enfermiza y, sobre todo, liberar del escrutinio a lo que me incumbe. Cuando bajo al Opencor a por unos calabacines de emergencia. Cuando escucho historias de emigración en la radio. Mientras me depilo las piernas. Cuando leo, incluso.

La experiencia directa de las cosas palidece, porque yo sólo estoy pendiente de que salte la presa. Todo queda subordinado a la caza. Todo puede llegar a convertirse en tema. Y eso, que se suponía que era la disposición ideal para la escritura, me da la impresión de que al final la desbarata. Porque es un estado que carece de inocencia. No hay auténtica apertura. No se abren de par en par los ojos, los oídos, el corazón, para que el mundo se cuele por ellos e inunde la conciencia. Se abren como si fueran trampas: lo que sucede cae ahí y se queda pegado, como una polilla en la tela de una araña. Aletea, se debate, se termina marchitando. Yo me levanto con el encargo de escribir algo, y eso le añade dioptrías a mi mirada. No estoy al cien por cien en lo que hago, porque la expectativa me mantiene ligeramente distante. Lo que escribo está aún por hacer; el mandato no se relaja. Cuando me levanto del sofá a hacer unas sentadillas porque ya me duele el culo. Cuando los paisajes se van deslizando por la luna del coche como en la cinta transportadora de una fábrica. ¡Cuando leo, incluso! Una voz imperiosa me ordena que deje de hacer todo eso y que escriba.

Y a mí a veces ese mandato me parece una especie de autofagia. Queriendo acercarme íntimamente a la experiencia, me alejo de ella. Como si no supiera que las cosas tienen que recibirse intactas para poder ser luego escritas.

6 comentarios:

  1. Es que creo que ya no hay vuelta atrás: eres escritora.
    Pero esa conciencia que tienes de la "trampa" que describes, solo puede beneficiarte.
    Muas gordo.

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    1. Eso creo yo. Lo de escritura (ups) y lo del beneficio. El intríngulis es cómo conseguir estar complentamente atento a las cosas que pasan sin pensar interminablemente en devorarlas mediante las fauces de la escritura.

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  2. Lo que te pasa, es lo normal. Lo mismo que el fotógrafo lo ve todo como a través de una lente.
    Palabra de fotógrafa aficionada.

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    1. Sí, el problema es cuando no concibes ver el mundo más que a través de esa lente. Como los turistas japoneses.

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  3. Mi escritor favorito dicen que los escritores tienen un filtro especial que retiene en su conciencia determinadas cosas que luego escriben... quizá tu filtro solo se está formando y por eso zumba.

    Besos!

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    1. Lo que pasa, creo, es que mi filtro es un Monstruo y un Tirano y un Caníbal y se Alimenta de carne humana.

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