Dame
una H. Perfecto que empieces con la letra muda, porque a este
respecto más te convendría
conducirte con sigilo. Que nadie se entere de unos cortocircuitos que
hasta ti te dan vergüenza. No por el menoscabo en tu propia imagen,
sino por no cargar a los que te quieren con un peso de preocupación
viscosa e inmerecida.
Dame
una I. Una I de idiota. Idiota es el que hace idioteces, ¿verdad,
Forrest Gump? Como la de ventilarte todo el exuberante cuerpo de
conocimientos de la Medicina con un par de golpes de internet. Como
la de confundir la parte de un síntoma con el todo de una
enfermedad. Como la de relegar las explicaciones prosaicas. Como la
de andar diciéndole a la gente, con un soniquete de broma y un fondo
de horror, que de aquí a dos meses, con mucha suerte, calva.
Dame
una P. Pasa esto: que a tu mente parece olvidársele la
diferencia entre posibilidad y probabilidad. Todo lo que tenga un
mínimo porcentaje de acaecer podrá multiplicar su apuesta. Todo lo
imaginable tendrá la oportunidad de cruzar el umbral de lo real.
Puede decirse que, aunque parezca justo lo contrario, lo tuyo es una
especie de optimismo innato.
Dame
una O. Obvio. Meridiano. Transparente. Impepinable: pasarán
muchos más años, y seguirás siendo incapaz de tolerar la idea, qué
digo, el hecho de la decadencia y la mortalidad.
Dame
una C. Te aterra la insignificante cuota de control sobre tu
propia existencia física que la genética, o el ambiente, o los
alimentos asesinos, o el azar, te permiten gestionar. Te indigna
pensar que los giros más dramáticos y más radicales de tu guión
nunca los escribirás tú. Que nunca serás libre frente a sus
dictados.
Dame
una O. De osadía. Al menos puedes reconocer que tu particular
neurosis nunca ha sido de esas que te dejan postrada. Cuando el miedo
se ha adueñado de ti, has sido capaz de afrontarlo. No has pospuesto
el momento de examinar la realidad de tus síntomas. No te has
recluído en casa mientras la metástasis crecía en tu imaginación
como un árbol. Has tenido el coraje suficiente como para someterte
al escrutinio de los médicos, a su ojo irónico, a su oído
acostumbrado a exageraciones un tanto engreídas, a sus medievales
instrumentos de tortura.
Dame
una N. Lo más conmovedor de todo quizás sean los momentos de
negociación. Si me perdonas esta, le dices al diosecillo de las
proteínas mutadas y las células malignas, si me pasas de largo una
vez más, viviré más atenta, más alegre, más ligera. Cubriré de
pan de oro cada instante. Seré más buena y más desprendida.
Convertiré mi vida en una obra de arte.
Dame
una D. Cómo te entristece esta debilidad, la variedad y el
tamaño de la sombra que sobre ti arroja. Mientras te palpas de
nuevo el bulto, o aíslas el dolorcillo, o tratas sin éxito de
tragar; mientras cuentas las horas que faltan para que el médico te
ponga por fin en tu sitio, te preguntas si el día fatídico en que
elucubración y diagnóstico tengan el mismo signo, tú serás capaz
de abordarlo.
Dame
una R. Y lo peor es que para ti todo esto es real. Eres capaz de
admitir que es posible, no, es muy, muy probable, que otra vez estés
magnificando. Que no te estás siendo muy racional. Que
cualquiera con un dedo de luces comprende que un ganglio puede
inflamarse por mil pedestres causas. Y, sin embargo, la aprensión
continúa, y el dolor duele, sea cual sea su causa. No es una treta
para captar la atención. Es más, te afecta profundamente causar
daño. Pero es que tienes una fe firme en la enfermedad.
Dame
una I. Sin embargo, hay otra variedad de fe que te permite
albergar esperanzas. Confías en que, más tarde que temprano,
llegues a despegarte de la ilusión de inmutabilidad. Que deje de
parecerte terrible e injusto aquello de estaba tan bien, y de
repente, estoy tan mal, y no entiendo por qué.
Dame
una A. En el fondo, esto es una historia enfermiza y obsesiva de
amor: adoras el hecho de estar viva, y la idea de que ese amor deje
de ser correspondido te mata.
(Prometo escribir mañana algo asquerorosamente solar)
Pues mira tita S que yo nunca fui aprensiva y de repente llegó un día una carta con palabras muy muy feas, y claro, corriendo a internet que me fui (que una sabe dónde buscar) y las palabras se volvieron aún más más feas y aún más más más feas en boca del médico, pero mira tú por dónde sigo viva. Jajajajaja!
ResponderEliminarY resulta que ahora cuando todo mi alrededor parece vivir pendiente de "eso" yo me descubro felizmente olvidadiza al respecto...
Un abrazo muy muy fuerte, para que se detengan un poco esos años y sus feos achaques. Me has hecho reír.
Eso es precisamente lo que atemoriza de la hipocondría: darte cuenta del poco aplomo y la poca madurez con que uno cuenta para afrontar las situaciones realmente comprometidas. Ojalá, si llega el momento, pueda ser tan sólida y alegre como tú demuestras. Eres una monstrua, pequeña.
EliminarMogollón de besos.
Si el médico no te pone en tu sitio, seré yo la que lo haga. So, so...¡hipocondríaca!.
ResponderEliminar¡Qué malas pulgas!
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