miércoles, 12 de junio de 2013

Peregrinos (II): Observando a los Gigantes

 
Pit Bull vuelve y dice: la Gente Grande hace nidos en paredes de piedra, como nosotros, pero nunca entra ni sale por los nidos, sino por una abertura que hay en la base del cortado. Biber y mi Hermano, que también han empezado a merodear por ahí fuera, sin atreverse todavía a alejarse, arrugan los ojos con tolerancia. Pero yo, que no me muevo de mi cuadradito de tejas, sé de lo que habla. Pit Bull llega otra vez sin aliento, excitadísimo: por todas partes, hay paredes de Gigantes por todas partes, hasta más allá de donde alcanza la vista. He intentando ir hasta el lugar donde acaban sus acantilados, pero me quedé sin fuerzas antes de encontrarlo. Me hace gracia esa manera que tiene de hablar, como un héroe de cuento. Pero quién lo iba a decir. Tan diferentes como somos Pit Bull y yo, y los dos hemos llegado a la misma conclusión. Él pesca al vuelo y yo con caña, quieto en la orilla. Yo intuyo y él comprueba. Los dos empezamos a conocer a la Gente Grande, cada uno a su manera. Yo los veo pulular desde aquí: los veo meterse a veces por la parte de abajo del puñado de pináculos y cortados que nos rodean. Y sé también que hay muchos. Muchísimos. No dejan de pasar. Al principio pensé que eran siempre los mismos, que salían por la recta y, de alguna manera, volvían a entrar por donde habían asomado la primera vez. Pero no. Me paso las horas muertas en el tejado. Tiempo de sobra para comprobar que los Gigantes que veo casi nunca se repiten. Son tantos como las hormigas que desfilan en procesión hasta los restos de nuestra comida. Tantos como los mosquitos que buscan la humedad de nuestros ojos. Por eso sé, como Pit Bull, que el lugar donde viven los Gigantes tiene que ser más grande, incalculablemente más grande, que este trozo de mundo raro que se ve desde mi atalaya.

Sé unas cuantas cosas más sobre estas criaturas que a veces me inquietan y a veces me desconciertan. Lo dispares que son, por ejemplo. La variedad de pelajes que muestran. Prácticamente no hay uno igual a otro. Bueno, a veces veo dos o tres juntos, por la noche, con una especie de franja ancha y amarilla en sus patas que me deslumbra. Pero de día es dificilísimo encontrar dos que se parezcan. A ver, todos tienen las patas largas, y esas extremidades superiores desnudas como lombrices, un tanto repulsivas, y esa cabezota que siempre parece a punto de salir rodando del cuello frágil. Pero cada uno tiene su color específico. Los estudio; luego miro unos instantes a Biber, a mi Hermano, a mí mismo, y de la comparación nosotros salimos homogéneos y descoloridos. Los Gigantes, en cambio, tienden a tener pelajes chillones. Son como los prados de flores multicolores que Madre pintaba para mí con sus arrullos, cuando no podía dormirme. Por cierto, qué grandota se la veía, las raras veces que ella y Padre se posaban uno al lado del otro. Ese es otro de los aspectos que me chocan de la Gente Grande: las que he aprendido a distinguir como hembras, por la manera en que se encargan de las torpes crías, son más pequeñas y vistosas que los machos. Son, con su voz aguda y su pelaje de colores encendidos, como una exclamación ambulante. Y andan bamboleándose, como si no terminaran de decidirse nunca si ir a la izquierda o a la derecha.

Por cierto que la manera de moverse de la Gente Grande me tiene extasiado. Ya sabéis: no paran. Siempre dándole de esa manera prodigiosa a las patas. Tengo que confesar que, cuando los otros salen de excursión o sestean, cuando nadie me observa, intento imitar el paso de los Gigantes. Me bajo del tejado, tomo aire y adelanto mi propia pata. Desequilibrio. Zozobra. A la cuarentava vez soy capaz de traer adelante la pata que se había quedado atrás. El júbilo me hace caer de espaldas. Ahora estoy en la fase de dar el segundo paso. Si los otros descubrieran que empleo más tiempo entrenándome para moverme como los Gigantes que como ellos, me empujarían tejado abajo. Con la de energía que gastan azuzándome, vamos, Lento, mueve los hombros, Lento. Y yo intentando hacerme con el control de mis patas. Pero siempre me sale un saltito en lugar de ese maldito, imposible, segundo paso. Es diabólico. De verdad que no entiendo cómo lo hacen. Con esa fluidez. Y de esa manera ávida. Sin parar. Sin parar. Otra cosa que pensé al principio es que, como los vencejos, no eran capaces de retomar el movimiento. Que si dejaban de moverse un instante, luego ya no sabrían continuar. Pero sí que saben. Al menos algunos saben. Hay un grupito ahí abajo que no se mueve tanto, lo justo apenas para capturar unos huidizos rayos de sol. Me divierto con ellos. Son como salamanquesas. Se quedan quietos, juntos, y miran pasar a los demás. Son como yo. Hasta que se estiran y empiezan a moverse, cada uno por su lado, igual que los otros. O sea, que debe de haber otra explicación por la que la Gente Grande va de arriba a abajo, de abajo a arriba, sin cansancio. No los veo cazar. No los veo alimentarse. No los he visto todavía cortejarse. Sólo ese grupito de mis colegas de lentitud parece reposar.

Así que hay una urgencia incomprensible en la Gente Grande. No paran, no miran al cielo. Quiero decir: no se percatan de nuestra presencia. Y eso me me provoca sensaciones complejas. Me tranquiliza haber comprobado que no nos consideran ni enemigos ni presas. Y al mismo tiempo, aunque libre de miedo, me siento también diminuto e invisible. Yo no existo para ellos, cuando ellos son un misterio irresistible para mí. Pit Bull va y viene y me trae unas cuantas migajas de sus secretos. No me bastan. Porque me temo que los Gigantes me han contagiado parte de su urgencia. Más temprano que tarde, tendré que abandonar este tejado. Por más que me llamen Lento.

4 comentarios:

  1. Me pasa lo que a Lento: no me basta con las migajas que nos cuentas de él, semanalmente.Quiero saberlo todo.

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    1. Eres tan gentil, haciendo pasar las quincenas por semanas.

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  2. Mader máin!, esto se pone más bonito cada vez...

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    1. Lo malo de las series es que una corre el riego de defraudar al capítulo siguiente. Lo cual no deja de ser un buen reto.

      Un beso.

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