Pit
Bull vuelve y dice: la Gente Grande hace nidos en paredes de
piedra, como nosotros, pero nunca entra ni sale por los nidos, sino
por una abertura que hay en la base del cortado. Biber y mi
Hermano, que también han empezado a merodear por ahí fuera, sin
atreverse todavía a alejarse, arrugan los ojos con tolerancia. Pero yo, que
no me muevo de mi cuadradito de tejas, sé de lo que habla. Pit Bull
llega otra vez sin aliento, excitadísimo: por todas partes, hay
paredes de Gigantes por todas partes, hasta más allá de donde
alcanza la vista. He intentando ir hasta el lugar donde acaban sus
acantilados, pero me quedé sin fuerzas antes de encontrarlo. Me
hace gracia esa manera que tiene de hablar, como un héroe de cuento.
Pero quién lo iba a decir. Tan diferentes como somos Pit Bull y yo,
y los dos hemos llegado a la misma conclusión. Él pesca al vuelo y
yo con caña, quieto en la orilla. Yo intuyo y él comprueba. Los dos
empezamos a conocer a la Gente Grande, cada uno a su manera. Yo los
veo pulular desde aquí: los veo meterse a veces por la parte de
abajo del puñado de pináculos y cortados que nos rodean. Y sé
también que hay muchos. Muchísimos. No dejan de pasar. Al principio
pensé que eran siempre los mismos, que salían por la recta y, de
alguna manera, volvían a entrar por donde habían asomado la primera
vez. Pero no. Me paso las horas muertas en el tejado. Tiempo de sobra
para comprobar que los Gigantes que veo casi nunca se repiten. Son
tantos como las hormigas que desfilan en procesión hasta los restos
de nuestra comida. Tantos como los mosquitos que buscan la humedad de
nuestros ojos. Por eso sé, como Pit Bull, que el lugar donde viven
los Gigantes tiene que ser más grande, incalculablemente más
grande, que este trozo de mundo raro que se ve desde mi atalaya.
Sé
unas cuantas cosas más sobre estas criaturas que a veces me
inquietan y a veces me desconciertan. Lo dispares que son, por
ejemplo. La variedad de pelajes que muestran. Prácticamente no hay
uno igual a otro. Bueno, a veces veo dos o tres juntos, por la noche,
con una especie de franja ancha y amarilla en sus patas que me
deslumbra. Pero de día es dificilísimo encontrar dos que se
parezcan. A ver, todos tienen las patas largas, y esas extremidades
superiores desnudas como lombrices, un tanto repulsivas, y esa
cabezota que siempre parece a punto de salir rodando del cuello
frágil. Pero cada uno tiene su color específico. Los estudio; luego
miro unos instantes a Biber, a mi Hermano, a mí mismo, y de la
comparación nosotros salimos homogéneos y descoloridos. Los
Gigantes, en cambio, tienden a tener pelajes chillones. Son como los
prados de flores multicolores que Madre pintaba para mí con sus
arrullos, cuando no podía dormirme. Por cierto, qué grandota se la
veía, las raras veces que ella y Padre se posaban uno al lado del
otro. Ese es otro de los aspectos que me chocan de la Gente Grande:
las que he aprendido a distinguir como hembras, por la manera en que
se encargan de las torpes crías, son más pequeñas y vistosas que
los machos. Son, con su voz aguda y su pelaje de colores encendidos,
como una exclamación ambulante. Y andan bamboleándose, como si no
terminaran de decidirse nunca si ir a la izquierda o a la derecha.
Por
cierto que la manera de moverse de la Gente Grande me tiene
extasiado. Ya sabéis: no paran. Siempre dándole de esa manera
prodigiosa a las patas. Tengo que confesar que, cuando los otros
salen de excursión o sestean, cuando nadie me observa, intento
imitar el paso de los Gigantes. Me bajo del tejado, tomo aire y
adelanto mi propia pata. Desequilibrio. Zozobra. A la cuarentava vez
soy capaz de traer adelante la pata que se había quedado atrás. El
júbilo me hace caer de espaldas. Ahora estoy en la fase de dar el
segundo paso. Si los otros descubrieran que empleo más tiempo
entrenándome para moverme como los Gigantes que como ellos, me
empujarían tejado abajo. Con la de energía que gastan azuzándome,
vamos, Lento, mueve los hombros, Lento. Y yo intentando
hacerme con el control de mis patas. Pero siempre me sale un saltito
en lugar de ese maldito, imposible, segundo paso. Es diabólico. De
verdad que no entiendo cómo lo hacen. Con esa fluidez. Y de esa
manera ávida. Sin parar. Sin parar. Otra cosa que pensé al principio es que, como
los vencejos, no eran capaces de retomar el movimiento. Que si
dejaban de moverse un instante, luego ya no sabrían continuar. Pero
sí que saben. Al menos algunos saben. Hay un grupito ahí abajo que
no se mueve tanto, lo justo apenas para capturar unos huidizos rayos
de sol. Me divierto con ellos. Son como salamanquesas. Se quedan
quietos, juntos, y miran pasar a los demás. Son como yo. Hasta que se estiran y empiezan a moverse, cada uno por su lado, igual que los otros. O sea,
que debe de haber otra explicación por la que la Gente Grande va de arriba a abajo,
de abajo a arriba, sin cansancio. No los veo cazar. No los veo
alimentarse. No los he visto todavía cortejarse. Sólo ese grupito
de mis colegas de lentitud parece reposar.
Así que hay
una urgencia incomprensible en la Gente Grande. No paran, no miran al
cielo. Quiero decir: no se percatan de nuestra presencia. Y eso me me
provoca sensaciones complejas. Me tranquiliza haber comprobado que no
nos consideran ni enemigos ni presas. Y al mismo tiempo, aunque libre
de miedo, me siento también diminuto e invisible. Yo no existo para
ellos, cuando ellos son un misterio irresistible para mí. Pit Bull
va y viene y me trae unas cuantas migajas de sus secretos. No me
bastan. Porque me temo que los Gigantes me han contagiado parte de su
urgencia. Más temprano que tarde, tendré que abandonar este tejado.
Por más que me llamen Lento.
Me pasa lo que a Lento: no me basta con las migajas que nos cuentas de él, semanalmente.Quiero saberlo todo.
ResponderEliminarEres tan gentil, haciendo pasar las quincenas por semanas.
EliminarMader máin!, esto se pone más bonito cada vez...
ResponderEliminarLo malo de las series es que una corre el riego de defraudar al capítulo siguiente. Lo cual no deja de ser un buen reto.
EliminarUn beso.