Conducimos
con cautela nuestra modesta modesta arca de Noé. Escribimos
minuciosamente las curvas; bajamos las cuestas como si lleváramos
una tonelada de uranio. Y pese a ello, nuestros pasajeros llegan al
destino conmocionados. Cada uno despliega su particular estrategia de
defensa cuando le toca salir de su caja. Hacen su numerito, casi
suspirando con indulgencia. Luego, como debe ser, se olvidan de
nosotros. Hay una primera sensación de abandono, seguida de una
dulzura. El pájaro vuela de nuevo, los bichos se escabullen por
recovecos que nuestra capacidad bruta de intromisión sólo podría
alcanzar mediante el uso de máquinas. Somos parte menuda de un
proceso de restauración natural, y sentimos ese orgullo justiciero,
esa mansedumbre de comprobar que, por una vez, es medianamente
posible ordenar las cosas.
La
gaviota sale medio borracha de su celda de cartón. Da dos pasos
vacilantes, abre las alas como un matón de patio de colegio. Son
bravas y barriobajeras, candidatas a hacerse con el dominio de los
aires en caso de distopía nuclear. Me acuerdo de una noche en el
Algarve. No pararon de gritar ni de carcajearse, desde la hora feliz
hasta la del café, como si urdieran un hitchcockiano plan de
invasión. Las gaviotas también son escandalosas y omnívoras, como
los humanos, y sólo esperan una ínfima modificación genómica para
desligarse del litoral y adueñarse por fin de todas nuestras
ciudades. A esta de hoy el paseo en coche la ha humillado. Con gusto
se desayunaría un globo ocular cualquiera de los que la rodeamos, si
no estuviera tan mareada. Pero pronto recupera la arrogancia. Echa
una mirada azufrada a nuestros pies, y entonces lo huele. El mar
vecino. Ya sólo piensa en despegar. Aletea con fuerza, con una
simetría de alas sorprendente, teniendo en cuenta la doble fractura
de la que acaba de recuperarse. Pero no logra engancharse a las
crines del aire. Quizás flipe, pero casi veo cómo el amarillo de
sus ojos se intensifica. Parece estar convenciéndose mentalmente de
que no es una gallina. Otro saltito. Segundo intento fallido. Temo
que se termine mosqueando, y no sé, estas botas que estoy usando
están lo bastante desgastadas como para que sea capaz de atravesar
el cuero del empeine. Y prueba otra vez, prueba, prueba. Aborrezco a
las gaviotas, y sin embargo... Entonces, por fin, su memoria muscular
encadena la secuencia completa del vuelo, y ya está ahí, solapada
contra el azul, trazando cortes de mangas en el cielo. Se pierde
entre los edificios que secuestran la visión de la costa, llevándose
un trozo de mi respeto.
De los
erizos, en cambio, me choteo y me compadezco. Son dos bolas espinosas
cuando los sacamos de la caja, dos grandes estuches de castañas
recién caídos del árbol. Uno se estremece ante el miedo remoto que
baña la evolución de los animales. Qué no les pasaría a estos
bichos, cuántas mandíbulas no visitarían, para tener primero que
guarecerse de púas, y luego aprender a enrollarse. Te dan ganas de
acercarte hasta ellos y empezar a arrullarlos como un entrenador
comprensivo a su frágil delantero centro. Venga, hombre, que estamos
aquí contigo, y nadie va a comerte. No hace falta tanto: después de
un minuto de inaguantable suspense, en una de las bolas se empieza a
notar un temblor. Lo vegetal se vuelve zoológico. La castaña se
desenrosca y se convierte en una de esas esponjas que te dejan
desollada la espalda. Asoma una trompita carnosa. Unos ojillos que se
atreven a mirarnos con mirada desaforada. Tiquitiquitiqui. Da unos
pasitos de geisha y se pierde entre las cañas. La otra bola sigue
cerrada en banda. Imagino al bicho por dentro, acurrucado en posición
fetal, apretándose los escrupulosos oídos con las manos. No tenemos
todo el día para seres tan pusilánimes. Cuando volvemos a pasar por
el mismo sitio donde la abandonamos, la segunda bola ha desaparecido.
Suspiramos. Ojalá que el miedo nunca nos ronde tanto como para que
nos vuelva tan espinosos y ensimismados como a los erizos.
Y
entonces le llega el turno a la estrella del arca. Su cajita parece
la de un Big Mac, y no pesa nada. La llevo acurrucada en el pecho,
haciendo un poco de teatro, pero es verdad que no quiero entregarla.
Porque su ocupante viviría tan ricamente en uno de los perales de mi
padre. En vacaciones yo bajaría al huerto todos los días, justo
después del desayuno, para saludarlo. Él jugaría un poco conmigo.
Practicaría sus truquitos con la idea de despistarme. Se escondería
una mañana entre el granado, al siguiente en la selva frondosa del
aguacate, un rato, y cuando yo estuviera a punto de largarme, se
descolgaría con la cola de una ramita, justo a la altura de mis
ojos. Mala idea por mi parte. Rápidamente quedaría hipnotizada. Ni
playa, ni paseo, ni libro, ni escritura. No querría ya más que
contemplar a mi camaleón privado. Su coreografía minimalista, tan
morosa que parece una especie de danza espiritual. Sus ojos un poco
paranoicos. Su color que tampoco cambia tan espectacularmente, pero
que nunca es el mismo. Tan coquetos, con tal fondo de armario. Las
manitas en pinza, como si fueran frioleros y necesitaran llevar
siempre manoplas. Y esa cola. Los camaleones, ese cruce delirante
entre lagarto y monito que dios se sacó de la manga.
Yo, dentro de cuarenta mil años |
Ya no
sé cómo seguir remoloneando. Hay que abrir la caja y dejar a esta
criatura en libertad. El que pudo ser mi camaleón está tan
tranquilito. Le han puesto un palo dentro, y se aferra a él como un
niño a su chupete. Así resulta más fácil de manejar. Tanto ojo
independiente y tanto truco para no darse cuenta al final del engaño.
Basta con sacar el palito de la caja y arrimarlo a un taraje. El
bicho cambia de montura como si realmente nada importara. Hay algo en
él que recuerda de manera agraviante al nirvana. Se agarra con las
pinzas prodigiosas, despliega la cola para equilibrarse, y deja que
la brisa zarandee a su antojo la mata. Él está tan a gusto, en su
columpio. Adaptable, lento, versátil. Atento siempre a todo.
Para
una próxima vida elijo la estrategia del camaleón.
Mi gusta!!!!
ResponderEliminarCuentame más de esta labor de hoy!! Dónde estaban esos animaletes?? Recuperándose de heridas de guerra? Quién los cuida? Aonde los vais soltando-poniendo en libertat?? Te gustó la labor?
To eso.. Ah, y qué pasó con la carpintería?
La labor me pareció una de esas cosas que te hacen llegar a casa sabiendo que de vez en cuando tu tiempo se emplea con sentido. Y de ella sólo te puedo contar en público que, sí, eran animales recuperados de la dureza de la vida. Hasta aquí puedo leer.
EliminarOjalá, hija mia, ojalá.
ResponderEliminarTe quiero.
Y tú, qué eliges para la próxima vida?
EliminarTal parece que era yo la que estaba metida en la escena... joooooter!!!!
ResponderEliminarY te vuelvo a repetir que comentarios como los tuyos son los que explican el sentido de esto de la escritura.
EliminarLa estratégia del bicho es de lo más sensata y voy a intentar imitarlo, ¡pero mira que es feo!.
ResponderEliminar¿Feo? ¿feoo? Gente como tú habría lapidado a Van Gogh, a Gauguin, a Picasso, a...
Eliminar¿Feooo?
Los camaleones son amor zoológico en bruto.