sábado, 8 de junio de 2013

Otro de bichos


Conducimos con cautela nuestra modesta modesta arca de Noé. Escribimos minuciosamente las curvas; bajamos las cuestas como si lleváramos una tonelada de uranio. Y pese a ello, nuestros pasajeros llegan al destino conmocionados. Cada uno despliega su particular estrategia de defensa cuando le toca salir de su caja. Hacen su numerito, casi suspirando con indulgencia. Luego, como debe ser, se olvidan de nosotros. Hay una primera sensación de abandono, seguida de una dulzura. El pájaro vuela de nuevo, los bichos se escabullen por recovecos que nuestra capacidad bruta de intromisión sólo podría alcanzar mediante el uso de máquinas. Somos parte menuda de un proceso de restauración natural, y sentimos ese orgullo justiciero, esa mansedumbre de comprobar que, por una vez, es medianamente posible ordenar las cosas.

La gaviota sale medio borracha de su celda de cartón. Da dos pasos vacilantes, abre las alas como un matón de patio de colegio. Son bravas y barriobajeras, candidatas a hacerse con el dominio de los aires en caso de distopía nuclear. Me acuerdo de una noche en el Algarve. No pararon de gritar ni de carcajearse, desde la hora feliz hasta la del café, como si urdieran un hitchcockiano plan de invasión. Las gaviotas también son escandalosas y omnívoras, como los humanos, y sólo esperan una ínfima modificación genómica para desligarse del litoral y adueñarse por fin de todas nuestras ciudades. A esta de hoy el paseo en coche la ha humillado. Con gusto se desayunaría un globo ocular cualquiera de los que la rodeamos, si no estuviera tan mareada. Pero pronto recupera la arrogancia. Echa una mirada azufrada a nuestros pies, y entonces lo huele. El mar vecino. Ya sólo piensa en despegar. Aletea con fuerza, con una simetría de alas sorprendente, teniendo en cuenta la doble fractura de la que acaba de recuperarse. Pero no logra engancharse a las crines del aire. Quizás flipe, pero casi veo cómo el amarillo de sus ojos se intensifica. Parece estar convenciéndose mentalmente de que no es una gallina. Otro saltito. Segundo intento fallido. Temo que se termine mosqueando, y no sé, estas botas que estoy usando están lo bastante desgastadas como para que sea capaz de atravesar el cuero del empeine. Y prueba otra vez, prueba, prueba. Aborrezco a las gaviotas, y sin embargo... Entonces, por fin, su memoria muscular encadena la secuencia completa del vuelo, y ya está ahí, solapada contra el azul, trazando cortes de mangas en el cielo. Se pierde entre los edificios que secuestran la visión de la costa, llevándose un trozo de mi respeto.

De los erizos, en cambio, me choteo y me compadezco. Son dos bolas espinosas cuando los sacamos de la caja, dos grandes estuches de castañas recién caídos del árbol. Uno se estremece ante el miedo remoto que baña la evolución de los animales. Qué no les pasaría a estos bichos, cuántas mandíbulas no visitarían, para tener primero que guarecerse de púas, y luego aprender a enrollarse. Te dan ganas de acercarte hasta ellos y empezar a arrullarlos como un entrenador comprensivo a su frágil delantero centro. Venga, hombre, que estamos aquí contigo, y nadie va a comerte. No hace falta tanto: después de un minuto de inaguantable suspense, en una de las bolas se empieza a notar un temblor. Lo vegetal se vuelve zoológico. La castaña se desenrosca y se convierte en una de esas esponjas que te dejan desollada la espalda. Asoma una trompita carnosa. Unos ojillos que se atreven a mirarnos con mirada desaforada. Tiquitiquitiqui. Da unos pasitos de geisha y se pierde entre las cañas. La otra bola sigue cerrada en banda. Imagino al bicho por dentro, acurrucado en posición fetal, apretándose los escrupulosos oídos con las manos. No tenemos todo el día para seres tan pusilánimes. Cuando volvemos a pasar por el mismo sitio donde la abandonamos, la segunda bola ha desaparecido. Suspiramos. Ojalá que el miedo nunca nos ronde tanto como para que nos vuelva tan espinosos y ensimismados como a los erizos.

Y entonces le llega el turno a la estrella del arca. Su cajita parece la de un Big Mac, y no pesa nada. La llevo acurrucada en el pecho, haciendo un poco de teatro, pero es verdad que no quiero entregarla. Porque su ocupante viviría tan ricamente en uno de los perales de mi padre. En vacaciones yo bajaría al huerto todos los días, justo después del desayuno, para saludarlo. Él jugaría un poco conmigo. Practicaría sus truquitos con la idea de despistarme. Se escondería una mañana entre el granado, al siguiente en la selva frondosa del aguacate, un rato, y cuando yo estuviera a punto de largarme, se descolgaría con la cola de una ramita, justo a la altura de mis ojos. Mala idea por mi parte. Rápidamente quedaría hipnotizada. Ni playa, ni paseo, ni libro, ni escritura. No querría ya más que contemplar a mi camaleón privado. Su coreografía minimalista, tan morosa que parece una especie de danza espiritual. Sus ojos un poco paranoicos. Su color que tampoco cambia tan espectacularmente, pero que nunca es el mismo. Tan coquetos, con tal fondo de armario. Las manitas en pinza, como si fueran frioleros y necesitaran llevar siempre manoplas. Y esa cola. Los camaleones, ese cruce delirante entre lagarto y monito que dios se sacó de la manga.

Yo, dentro de cuarenta mil años

Ya no sé cómo seguir remoloneando. Hay que abrir la caja y dejar a esta criatura en libertad. El que pudo ser mi camaleón está tan tranquilito. Le han puesto un palo dentro, y se aferra a él como un niño a su chupete. Así resulta más fácil de manejar. Tanto ojo independiente y tanto truco para no darse cuenta al final del engaño. Basta con sacar el palito de la caja y arrimarlo a un taraje. El bicho cambia de montura como si realmente nada importara. Hay algo en él que recuerda de manera agraviante al nirvana. Se agarra con las pinzas prodigiosas, despliega la cola para equilibrarse, y deja que la brisa zarandee a su antojo la mata. Él está tan a gusto, en su columpio. Adaptable, lento, versátil. Atento siempre a todo. 

Para una próxima vida elijo la estrategia del camaleón.

8 comentarios:

  1. Mi gusta!!!!
    Cuentame más de esta labor de hoy!! Dónde estaban esos animaletes?? Recuperándose de heridas de guerra? Quién los cuida? Aonde los vais soltando-poniendo en libertat?? Te gustó la labor?
    To eso.. Ah, y qué pasó con la carpintería?

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    1. La labor me pareció una de esas cosas que te hacen llegar a casa sabiendo que de vez en cuando tu tiempo se emplea con sentido. Y de ella sólo te puedo contar en público que, sí, eran animales recuperados de la dureza de la vida. Hasta aquí puedo leer.

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  2. Ojalá, hija mia, ojalá.
    Te quiero.

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  3. Tal parece que era yo la que estaba metida en la escena... joooooter!!!!

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    1. Y te vuelvo a repetir que comentarios como los tuyos son los que explican el sentido de esto de la escritura.

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  4. La estratégia del bicho es de lo más sensata y voy a intentar imitarlo, ¡pero mira que es feo!.

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    1. ¿Feo? ¿feoo? Gente como tú habría lapidado a Van Gogh, a Gauguin, a Picasso, a...

      ¿Feooo?

      Los camaleones son amor zoológico en bruto.

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