De él
sólo asoma una pierna en vaqueros y un brazo lleno de convexidades,
tan lustroso que parece metálico. Medido en centímetros no es mucho
más alto que la media, y sin embargo, la ausencia más que evidente
de grasa superflua en su cuerpo hace sospechar que la suya quizás
sea una raza humana más evolucionada. Ella está sentada en su
regazo, con los pies colgando a buena distancia del suelo. Los rizos
le ocultan el perfil, y permanece tan quieta como una de esas muñecas
de porcelana. Llevan un rato fuera. En tardes como la de hoy el
Levante vuelve viscosa la piel desnuda. El frío que deben de estar
pasando les da una excusa para abrazarse. Como si la necesitaran. Se
separarán dentro de una hora, y la luz está siendo lo bastante
delicada con ellos como para estancarse. Hoy parece que el atardecer
dura un día. Los árboles ya oscuros, como una guirnalda recortada
en cartulina; el cielo, desde hace una eternidad, naranja. No se
escucha ni un grillo. Unos pocos minutos de gracia.
Ella
tiene miedo. Su corazón no es un órgano fiable. Unas cuantas veces
ya ha sido testigo de cómo se le descargaba en pleno funcionamiento.
Como un aparato electrónico programado para una muerte rápida. Se
empezaba a divertir con alguien, y justo cuando entre ellos parecía
estar formándose algo, sonaba la alarma. Le inquietaba comprobar
cómo también su juego se convertía en víctima de la ley de la
gravedad. Y es que escuchaba latir el corazón del otro y se
asustaba. El sentimiento ajeno era una vara con la que no quería
medirse.
Él
tiene miedo también. Una ley mucho más obtusa y prosaica pende
sobre su cabeza. De acuerdo, no tiene papeles, y qué. ¿Podemos los
ciudadanos marcados por el hierro de un Estado darnos cuenta de lo
mezquino que resulta pronunciar esas tres simples palabras? No tiene
papeles. Y qué. Tiene nombre, tiene risa, tiene una mano que aprieta
confiada la mano que otro le tiende. Tiene una historia, un
aprendizaje y unas habilidades que nadie está dispuesto a sondear.
La narración de su aventura demuestra que es resuelto y valiente.
Tiene brazos, corazón y lágrimas. Pero si algún uniformado le
reclama la dichosa, la abstracta, la humillante documentación, no
habrá ni un sólo minuto de gracia. En una hora se despedirá en la
estación de autobús de la chica que tiene en sus brazos, pero
quizás le valga la pena ir despidiéndose por adelantado de todo lo
demás. Adiós, risa. Adiós, oportunidad. Adiós, bondad intrínseca
de las mañanas en la playa. Adiós, atardeceres largos. Adiós, ir a
comprar al supermercado. Adiós, paseos, tapas, familias que cenan
con el volumen de la tele muy alto. Adiós, espacio. Adiós, coches
que circulan con un simulacro de orden. Adiós, comodidad tóxica del
primer mundo. Adiós, libertad.
Les
queda poco tiempo juntos, y quizás también tienen miedo de
separarse. Quién sabe, con un corazón tímido, con el rigor de los
funcionarios, si se volverán a encontrar. Pero para mí la noche
todavía no ha caído, y el minuto de gracia no se ha terminado. El
cielo sigue infinitamente naranja, y ellos, en medio de su abrazo,
permanecen a salvo.
Odio las fronteras. Odio la ley de extranjería. Odio que las personas no puedan moverse por el mundo libremente y con el único pasaporte de la bonhomía.
ResponderEliminar¡Me revelo!.
Disculpa Silvia.¡Me rebelo!.
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