sábado, 22 de junio de 2013

Detener el tiempo

 
De él sólo asoma una pierna en vaqueros y un brazo lleno de convexidades, tan lustroso que parece metálico. Medido en centímetros no es mucho más alto que la media, y sin embargo, la ausencia más que evidente de grasa superflua en su cuerpo hace sospechar que la suya quizás sea una raza humana más evolucionada. Ella está sentada en su regazo, con los pies colgando a buena distancia del suelo. Los rizos le ocultan el perfil, y permanece tan quieta como una de esas muñecas de porcelana. Llevan un rato fuera. En tardes como la de hoy el Levante vuelve viscosa la piel desnuda. El frío que deben de estar pasando les da una excusa para abrazarse. Como si la necesitaran. Se separarán dentro de una hora, y la luz está siendo lo bastante delicada con ellos como para estancarse. Hoy parece que el atardecer dura un día. Los árboles ya oscuros, como una guirnalda recortada en cartulina; el cielo, desde hace una eternidad, naranja. No se escucha ni un grillo. Unos pocos minutos de gracia.

Ella tiene miedo. Su corazón no es un órgano fiable. Unas cuantas veces ya ha sido testigo de cómo se le descargaba en pleno funcionamiento. Como un aparato electrónico programado para una muerte rápida. Se empezaba a divertir con alguien, y justo cuando entre ellos parecía estar formándose algo, sonaba la alarma. Le inquietaba comprobar cómo también su juego se convertía en víctima de la ley de la gravedad. Y es que escuchaba latir el corazón del otro y se asustaba. El sentimiento ajeno era una vara con la que no quería medirse.

Él tiene miedo también. Una ley mucho más obtusa y prosaica pende sobre su cabeza. De acuerdo, no tiene papeles, y qué. ¿Podemos los ciudadanos marcados por el hierro de un Estado darnos cuenta de lo mezquino que resulta pronunciar esas tres simples palabras? No tiene papeles. Y qué. Tiene nombre, tiene risa, tiene una mano que aprieta confiada la mano que otro le tiende. Tiene una historia, un aprendizaje y unas habilidades que nadie está dispuesto a sondear. La narración de su aventura demuestra que es resuelto y valiente. Tiene brazos, corazón y lágrimas. Pero si algún uniformado le reclama la dichosa, la abstracta, la humillante documentación, no habrá ni un sólo minuto de gracia. En una hora se despedirá en la estación de autobús de la chica que tiene en sus brazos, pero quizás le valga la pena ir despidiéndose por adelantado de todo lo demás. Adiós, risa. Adiós, oportunidad. Adiós, bondad intrínseca de las mañanas en la playa. Adiós, atardeceres largos. Adiós, ir a comprar al supermercado. Adiós, paseos, tapas, familias que cenan con el volumen de la tele muy alto. Adiós, espacio. Adiós, coches que circulan con un simulacro de orden. Adiós, comodidad tóxica del primer mundo. Adiós, libertad.

Les queda poco tiempo juntos, y quizás también tienen miedo de separarse. Quién sabe, con un corazón tímido, con el rigor de los funcionarios, si se volverán a encontrar. Pero para mí la noche todavía no ha caído, y el minuto de gracia no se ha terminado. El cielo sigue infinitamente naranja, y ellos, en medio de su abrazo, permanecen a salvo.

2 comentarios:

  1. Odio las fronteras. Odio la ley de extranjería. Odio que las personas no puedan moverse por el mundo libremente y con el único pasaporte de la bonhomía.
    ¡Me revelo!.

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  2. Disculpa Silvia.¡Me rebelo!.

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