Creí
hace tiempo que jamás conseguiría aprender a conducir. Que había
algo lo bastante fallido en mi configuración neuronal como para
hacerme destacar por encima de la media en materia de torpezas.
Creí
también que era una inconstante, una informe y una haragana.
Creí
que encontraría mi propio manual de instrucciones, y también algo
así como un plan de mejora, en un ecosistema que no era el mismo
donde me encontraba, y en un tiempo para el que todavía no se habían
diseñado calendarios.
Creí
que debía de haber en algún sitio una silla reservada a mi nombre,
alrededor de una gran mesa que reuniera en comunión a mis afines.
Dicen por ahí que la evolución psicológica de mi especie me
capacitó especialmente para creer que no sería feliz hasta que
lograra encajar como con vaselina en un grupo.
Hubo
una época en la que creí absolutamente que un tumor localizado en
los tejidos que rodean a mi ombligo me impediría cumplir los
veintiún años.
Sufrí
esa certeza maquinal tan propia de la juventud de que mi voluntad
controlaba férreamente a mi cuerpo, y que este sería incapaz de
dejarme en la estacada.
Puse
todo de mi parte para creer que lo de mi tía y el suicidio no eran
más que informales coqueteos verbales.
Creí
también que mi paso por el mundo era tan tenue que no podía ser de
ninguna manera odiada.
Hubo
momentos delirantes en los que creí que tendría que llegar a pagar
para que alguien me desnudara.
Creí
que nunca nadie me querría.
Y a
pesar de toda esta fe virulenta, llegó el día en el que terminé
conduciendo siete horas seguidas para llegar a la capital de un país
vecino. Y el día en el que me tiré de cabeza a la piscina, o al
pozo, de la escritura, y resulta que todavía sigo cayendo, como
Alicia.
Fueron
llegando también intuiciones de que los aparatos se terminan
dominando a fuerza de uso y averías, sin que haya necesidad real de
sacar del cajón los manuales. Convicciones de que ningún cambio de
coordenada conseguiría convertirme mágicamente en el tipo de
persona al que aspiraba. Y paciencia ante el hecho de que la conexión
alegre y robusta entre corazones es un raro milagro.
Superé
con ligereza los veintiuno, y diez años después mi piel empezó a
manifestarse en arameo. Todavía ando en busca del diccionario que me
ayude a descifrar lo que quiere decirme.
Al
final fue un amor eterno, lo de mi tía y el suicidio.
Desnudé
y me desnudaron, sin necesidad de romper el cerdito. Hay gente que no
me traga. Y el corazón se me rompe y se me regenera como los brazos
de una estrella cada vez que me dices te quiero.
Así
que ya no me invento más credos.
Lo que uno descubre es que, sin sonar a manual de autoayuda, siempre se puede cambiar; aprender nuevos trucos, enseñarle cosas distintas al cuerpo, inventarse disciplinas. Yo todavía recuerdo cuando decías que querías escribir, pero que eras incapaz de hacerlo con constancia, y ahora este blog lleva más de un año.Te amiro mucho por esto. un beso.
ResponderEliminarUn año y ocho meses, queridito. Ni yo me lo creo. Estoy esperando tu debut fervientemente.
EliminarCien besos.
Madre mia... Querida prima... Que texto más precioso... Superbonito... Me ha encantado... Sin palabras. ENHORABUENA again and mil veces te lo diría.
ResponderEliminarMi prima adorable y exagerada.
Eliminar!Mujer de poca fe!.
ResponderEliminarLuego el tiempo-más que ningún otro maestro-se encarga de enseñarnos.
Bonita, me gusta como escribes una jartá.
Besazo.
Qué va: soy una mujer que tiene mucha fe. En lo físico. En lo natural. En lo que no quiero creer demasiado es en las películas mentales.
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