lunes, 3 de junio de 2013

Autoengaño

 
En absoluto pensé en ti mientras me acercaba a la ciudad donde vivías. La certidumbre de que tenías que seguir ahí, respirando un trozo del mismo aire que entraba por la ventanilla, no me mantuvo imantada ni un solo metro de los últimos kilómetros que mi coche se fue tragando.

Llegué a un barrio que puede que fuera el tuyo, o puede que el de cualquiera, y en ningún momento me acordé de que tu casa era la tercera desde la esquina, en la acera derecha. No me di cuenta de que los visillos de la que debía ser tu cocina ondeaban como banderas de un país que se rinde, ni de que tu coche no era ninguno de los pocos que estaban aparcados en aquella calle que puede que fuera la tuya, o puede que la de cualquiera. La atravesé lentamente, no por nada, sino porque trataba de resintonizar la radio, y no se me ocurrió afinar el oído para ver si sonaba algún acorde de las canciones que entonces machacabas en la guitarra.

Si al aparcar miré por el retrovisor como una maníaca, fue porque lo hice entre un vespino y el contenedor amarillo de los envases, no porque quizás esperara verte llegar con el periódico y una barra integral, después de haber dejado el coche en el taller a que le cambiaran las pastillas de unos frenos de los que siempre abusaste.

Cuando empecé a pasear por la playa, no me asaltó la estrafalaria idea de que uno sólo de entre los cientos de juegos de huellas que estampaban la arena podía corresponder a tus pisadas. No achiné los ojos para distinguir si eras alguno de los que se acercaban corriendo por la orilla. Por qué iba a acordarme, al ver a los que se agachaban para recoger una mierda, de cuando me dijiste que nunca te gustaron demasiado los perros. No se me aceleró especialmente el pulso cuando vi salir del agua a alguien que se peinaba los mechones mojados con toda la palma de la mano.

Y tampoco me acordé luego, unas calles más adentro, de aquel portón metálico pintado de burdeos que tenía una mancha de óxido parecida a un plátano, junto al que no nos atrevimos a besarnos. No derroché melancolía al pensar que el tiempo transcurrido desde esa noche ha convertido al plátano en una calavera.

No volví a cerciorarme de la ausencia de tu coche en tu hipotética calle, ni eché una última ojeada entrecortada por el retrovisor. No le hice ningún roce al vespino, mientras intentaba controlar a las tres personas que doblaron tu esquina mientras me marchaba. No tarareé ninguna de aquellas canciones machaconas tuyas mientras deshacía el callejero en busca de la autovía. No conduje cerca de cien kilómetros intentando recordar el paisaje curtido de tu cara. No se me pasó por la cabeza que nunca te volvería a ver.

2 comentarios:

  1. Lo intentamos pero no lo conseguimos, lo de engañarnos digo.

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  2. Qué razón llevan tus words primaca, hay veces que somos cansinos de la mente y la obsesión.

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