En
absoluto pensé en ti mientras me acercaba a la ciudad donde vivías.
La certidumbre de que tenías que seguir ahí, respirando un trozo
del mismo aire que entraba por la ventanilla, no me mantuvo imantada
ni un solo metro de los últimos kilómetros que mi coche se fue
tragando.
Llegué
a un barrio que puede que fuera el tuyo, o puede que el de
cualquiera, y en ningún momento me acordé de que tu casa era la
tercera desde la esquina, en la acera derecha. No me di cuenta de
que los visillos de la que debía ser tu cocina ondeaban como
banderas de un país que se rinde, ni de que tu coche no era ninguno
de los pocos que estaban aparcados en aquella calle que puede que
fuera la tuya, o puede que la de cualquiera. La atravesé lentamente,
no por nada, sino porque trataba de resintonizar la radio, y no se me
ocurrió afinar el oído para ver si sonaba algún acorde de las
canciones que entonces machacabas en la guitarra.
Si al
aparcar miré por el retrovisor como una maníaca, fue porque lo hice
entre un vespino y el contenedor amarillo de los envases, no porque
quizás esperara verte llegar con el periódico y una barra integral,
después de haber dejado el coche en el taller a que le cambiaran las
pastillas de unos frenos de los que siempre abusaste.
Cuando
empecé a pasear por la playa, no me asaltó la estrafalaria idea de
que uno sólo de entre los cientos de juegos de huellas que
estampaban la arena podía corresponder a tus pisadas. No achiné
los ojos para distinguir si eras alguno de los que se acercaban
corriendo por la orilla. Por qué iba a acordarme, al ver a los que
se agachaban para recoger una mierda, de cuando me dijiste que nunca
te gustaron demasiado los perros. No se me aceleró especialmente el
pulso cuando vi salir del agua a alguien que se peinaba los mechones
mojados con toda la palma de la mano.
Y
tampoco me acordé luego, unas calles más adentro, de aquel portón
metálico pintado de burdeos que tenía una mancha de óxido parecida a un plátano, junto al que no nos atrevimos a
besarnos. No derroché melancolía al pensar que el tiempo
transcurrido desde esa noche ha convertido al plátano en una calavera.
No
volví a cerciorarme de la ausencia de tu coche en tu hipotética
calle, ni eché una última ojeada entrecortada por el retrovisor. No
le hice ningún roce al vespino, mientras intentaba controlar a las
tres personas que doblaron tu esquina mientras me marchaba. No
tarareé ninguna de aquellas canciones machaconas tuyas mientras
deshacía el callejero en busca de la autovía. No conduje cerca de
cien kilómetros intentando recordar el paisaje curtido de tu cara.
No se me pasó por la cabeza que nunca te volvería a ver.
Lo intentamos pero no lo conseguimos, lo de engañarnos digo.
ResponderEliminarQué razón llevan tus words primaca, hay veces que somos cansinos de la mente y la obsesión.
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