Así
que lo de la compensación sensorial ocurre hasta en individuos que
no llegamos a ocupar plazas de aparcamiento para discapacitados.
Confirmado oficialmente por la sección de Prevención de Riesgos
Laborales de la Santa Casa que me paga: soy un topo, por herencia
paterna y por drama vírico sobrevenido. Mis ojos de a medio metro
cuadrado la pieza terminarán pareciendo chinchetas detrás de unas
gafas con cristales obesos. Y me pasa una cosa curiosa en los oídos:
resulta que escucho tan bien, y en un rango de frecuencias tan
amplio, que mi cerebro se dispersa, y mis súpereficientes yunque y
caracolillo se abigarran con un tumulto de ondas que ensucian el
mensaje fundamental que se supone que debo escuchar. Soy una especie
de superdotada auditiva con transtorno de déficit de atención. Levemente sorda por saturación. Algo así me pareció entender en el
reconocimiento médico de hace tres años, despistada como estaba con
el rumorcillo de tripas del doctor que me hablaba, el tintineo de
pulseras de su ayudante, los coches fuera del edificio, los
compañeros que cuchicheaban tras la puerta de la consulta. Algo me dice que
es un diagnóstico que me cuadra.
Para
compensar, creo que los demás sentidos se me han hipertrofiado. Para
empezar, huelo demasiado bien. Ayer, en la misa de Primera Comunión a la que me arrastraron por unos rizos que más me valdría haber
esquilado ya a la que tuve el gusto de asistir, se me sentó a la
vera una beata una señora aliñada con tal dosis de perfume,
tal delirio de-lirios macerados en miel de tomillo, que me pasé
salmos y lecturas encontrando cada vez más sexy a la talla de San
Bartolomé. Los desodorantes ajenos me marean y me narcotizan, y
plantan en mi mente de manera obsesiva la duda de si se habrá
patentado ya algún producto que desodorice los desodorantes. Tengo
un paladar exquisito al que no le estoy sacando ningún tipo de
beneficio económico. Sé en lo más íntimo de mis papilas que la
carne de corzo sabe a boletus; que la lima es un cruce de limón,
canela y pimienta; y que la chirimoya es el fruto de los amores
desprejuiciados entre melones, kiwis y plátanos.
Y
mi piel es un órgano enfermo pero extraordinariamente profesional.
Tanto, que a veces ni siquiera soporto las caricias. Alguien me pasa
la yema de los dedos por una cadera, y la sensación dura como si me
hubieran plantado en la piel una autopista de hormigas. Y, sin
embargo, me paso la vida tocando. Uso las manos como antenas, como
tentáculos. Supongo que mi madre me regañaba de pequeña, y me
frotaba las manos en el lavabo hasta que se me ponían de un blanco
islandés. No lo sé. Parece que no me dejó mucha huella en la
conducta. Ahora, cuando voy por la calle acariciando setos, portones
y escaparates, Jose me mira como si fuera una degenerada. Qué le voy
a hacer, si me gusta la intimidad del restregón con el mundo. No
debería confesarlo, pero también me gusta dejar la pila llena de
churretes cuando me lavo las manos. Son una especie de narración
personal, un diario de viajes cotidianos.
Me
gusta tocar orejas. Esa parte cachorra de la anatomía humana. Adoro
también el triangulito membranoso con que culminan las orejas de los
gatos. Casi siempre está frío, y eso me mata de ternura. De los
gatos, también, la panza delgadita.
Me
gusta rozarme con un solo dedo la cara interna e inocente del
antebrazo. Dejar una pulsera invisible en muñecas ajenas. Acariciar
el espacio interdigital de mis manos favoritas. Pasarme la lengua por
detrás de los dientes.
Me
gusta cardar a contrapelo una barba de dos días. Cuando el pelo me
ha crecido lo suficiente como para delatar la fiel presencia de mis
rizos, me paso las horas muertas cepillándome con los dedos. Sacarme
arena del cuero cabelludo con las uñas, después de una tarde
negligente en la playa, es una adicción que debería estar
catalogada en el manual del Proyecto Hombre. Recién salida de la
peluquería, me acaricio la nuca con un amor propio beligerante.
Me
gusta la corteza de los árboles. La punta áspera del césped.
Aplastar pétalos hasta que saco mermelada. Desbaratar el vello de
algunos tipos de hojas. Quebrar hojas secas. Limpiar un poco del
polvillo blanquecino de las uvas, hacer rodar una por la mesa, el
plato, el suelo. Reventarla. El filo como un peine de las agallas
frescas del pescado. Pasarme por la cara un melocotón recién
enjuagado. Mantener una gotita redonda de agua sobre la palma de la
mano. Las piedras recalentadas. Tocar barrotes como si
fueran las cuerdas de un arpa. Dejar el surco de una uña en las
superficies encaladas. Lamer cubitos de hielo. La chapa tostada al
sol de un coche. Todos los libros del mundo.
Me
gusta acariciar las ronchas vivas de la dermatitis, o mejor aún, las
cicatrices que nunca terminan de cerrarse. No es morbo, ni fijación,
creo, sino una manera de consolarme, de aceptarlo y de amansar las
ganas de rascarme.
Me
quedo dormida sobando la barriga de mi compañero de siestas. Adoro
el tacto satinado, como un flan, de la barriga que fue mi primera
vivienda alquilada.
El surco de las uñas en las superficies encaladas.Mira que eres rara hija mia.
ResponderEliminarY tú seca. Yo hablando de la pancita suave de mi mamá, y la susodicha atenta a rarezas.
EliminarCuando he leido: "huelo demasiado bien", he pensado, que chica más "modesta", al seguir leyendo he comprobado que querías decir que tienes muy buen olfato.Vale.
ResponderEliminarBesos guapa.
Ya ves que hay que leer antes de juzgar, queridísimis.
EliminarDisculpa mi despiste hija mia, creí que hablabas de la barriga de "tu compañero de siesta."
ResponderEliminar¡Ganas de toquetear me han entrado!. Mola mil, el post.
ResponderEliminarGracias, guapis. Siempre me imagino con inquietud una especie de miopía del tacto. Hay gente que no oye, que no ve, que tiene olfato o papilas de yeso, pero ¿cuánta que siente en la piel poco o nada y, pese a ello, sigue una vida más o menos normal?
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