Trece.
Catorce. Quince. Cuarenta y dos, cuarenta y tres. El goteo inicial de
coches se convierte en reguero, en torrente, en cascada. Felisa
siempre se atasca a la altura de la setentena: le da la impresión de
que esos nueve números ya los ha contado. Por eso hace trampas y
se los salta. Ochenta y cuatro. Ochenta y siete. Noventa. Ya no hay
manera de volver a ordenar las cuentas. Cada vez hay más coches, y
su hija se empeña en distraerla. Mamá, ¿quieres hacer el favor de
parpadear de vez en cuando? Ella no aparta la mirada de la ventana,
pero aunque disimule, no consigue ignorarla. Es que le cuesta un poco
entender su manera de hablar. Demasiadas erres; demasiadas letras en
cada palabra. Y esa forma de llamarla. Mamá. Suena a burla. Huele a
capa gruesa de maquillaje. Ella siempre fue mama, sin el
retintín final. Cuando restregaba sus calcetines en la tabla de
fregar, sudando todavía a esas horas más cercanas ya a la cena que
al pan con miel de la merienda, y la veía llegar corriendo a
trompicones del monte, con un ramo de romero casi más grande que
ella. Mamaa, así la llamaba entonces. Y cuando se casó, y se fue, y
lloraba al otro lado del teléfono, porque no terminaba de
acostumbrarse al jaleo de la ciudad, y echo mucho de menos aquello,
mama. Ahora su hija parece extranjera. Y a los extranjeros perdidos
hay que atenderlos.
Mamá,
por favor, estás asustando a los niños. ¿A qué animal la habrán
comparado ahora? Hace un rato quiso decirles que no, que los
murciélagos no tienen grandes ojos abiertos, sino todo lo contrario,
que a lo mejor las lechuzas; pero que, fuera lo que fuese, estaban
muy equivocados al asustarse, porque tanto los murciélagos como las
lechuzas son vecinos bien recibidos en un cortijo. Mamá, se te van a
secar los ojos. Y no tengo tiempo para llevarte otra vez al
oculista. Felisa hace entonces una concesión. Dos parpadeos
evidentes y rápidos. Ahora ha sido ella la que ha sentido un poco de
miedo. ¿Y si terminara quedándose ciega?
¿Cómo podría detener entonces el caudal de imágenes que la
arrastra cada vez que cierra los ojos? Por eso se planta junto a la
ventana y observa la calle. Un coche, dos coches, tres
coches. Cuando se pierde la cuenta, lo mejor es empezar de nuevo. Los
mira, los va sumando. No se acostumbra del todo a ellos. Pero
mantienen a raya el recuerdo.
Aunque
empieza a costarle más de la cuenta. Simplemente, son demasiados. Al
principio pasan de uno en uno, como las primeras gotas de resina
cuando se empieza a rajar el pino. Era lo que más le gustaba ver a
Felisa, cuando subía al monte a llevarle la comida al marido. Las
primeras gotas tímidas de un pino recién herido.
Toda esa vida escondida del árbol que luego ya no sabe dejar de
brotar. El olor que picaba en la nariz, como las guindillas que traía
para acompañar el potaje. Las manos del marido nunca perdieron ese
olor caliente y bravío. Estaba debajo de sus uñas, incrustado en
las huellas de los dedos. Cuando la tocaba, era como si la dejase
perfumada. Él se iba temprano al pinar, y dejaba su sombra en las
sábanas. Luego volvía, y por mucho que se lavara las manos
pegajosas en la fuente, el monte no se le despegaba del cuerpo. Qué
vergüenza le dio a su hija, cuando en el velatorio descubrió que el
padre nunca había dejado de tener aquellas uñas amarillas.
Ya no
es preciso que tenga los ojos cerrados para que vuelva el olor de su
vida. Los coches pasan y pasan, como el árbol que se desangra. La
memoria no para. Se acuerda de las moscas y de la matanza; de las
escobas de retama y los sabañones y los rayos como hachazos. Se
acuerda de su hija con fiebre altísima y el médico que no terminaba
de llegar con la penicilina. De cuando el marido volvía con un par
de conejos al cinturón y una de sus raras sonrisas. Los jarrillos de
lata y las estrellas como hogueras que apenas si sorprendían. La
sombra rápida de las nubes sobre la era. Los mochuelos, el gran
incendio. La capa de hielo en la alberca. Se acuerda del silencio
cuando salían al fresco en las noches de julio, y de las cuadrillas
que bullía monte arriba. De toda la gente muerta. Felisa ya sólo es
un pasado que se derrama.
Que ternura produce Felisa. Que añoranza de madres como ella o parecidas.
ResponderEliminarTotalme de acuerdo lectoraadipta...
ResponderEliminarPrimica
Totalmente de acuerdo lectoraatita.
ResponderEliminarPrimica, que gusto da leege, de donde sacas toas esas ideas??
Se habla mucho de coches eléctricos. Que no los tienes pero que lo vas a pagar igualmente con tus impuestos y un sin fin de cosas.
ResponderEliminarA ver si cambian ya las cosas y podamos tener nuestro coche eléctrico al mejor precio. Porque ahora mismo son demasiado elevados de precio. La cosa es que, para el ambiente son buenos y sobretodo si te trasladas por trabajo.
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