jueves, 2 de mayo de 2013

Primera comunión

 
Nos gusta tanto hacerlo lento. Encendemos una luz hospitalaria, si todavía no ha amanecido, o guiñamos los ojos, si es que la casa ha sido tomada por el sol. Cada uno hace lo que sabe. Cada uno se dirige a su puesto. Y logramos no mirar el reloj. Así es como casi olvidamos que el tiempo apremia. Es verdad que la radio está siempre encendida, y que noticias y señales horarias se repiten como un mal estribillo. Y aunque nos hagamos los despistados, en realidad la estamos escuchando. Abrimos esa mirilla al mundo raro. A veces nos indignamos, a veces intercambiamos una mirada de perplejidad; a veces se nos eriza el vello de los brazos; otras hacemos el gesto de vomitar. Y, sin embargo, son interacciones tan suaves. Como si en vez de la actualidad, estuviéramos contemplando un documental muy vívido de sucesos que pasaron hace mil años.

Porque nuestro desayuno es un puro presente. No sabemos hacerlo de otra manera. Sea miércoles o sábado; las nueve o las cinco de la madrugada. Hace unos años nos tocó hacer unas tempraneras horas extra. No me acuerdo si era primavera o verano, pero teníamos que estar en el campo antes de que amaneciera. Seguimos el mismo protocolo de todas las mañanas, la misma cafetera chirriante, el mismo olor a tostadas que logra convertir la realidad en una cosa amable y blanda. Pero faltaban los sonidos cotidianos de unas calles que despiertan. Y esa combinación de nuestra lentitud y el silencio de la calle resultó casi sobrenatural. Como si estuviéramos conspirando contra el ritmo natural de los seres humanos.

Algo de eso hay todas las mañanas. Nos sentamos a la mesa con los ojos todavía coloreados de sueños. Con unos pelos de cacatúa que sólo la intimidad vuelve invisibles. Las ojeras, las señales de la almohada en las mejillas, tiernas como los moldes en escayola de los muertos de Pompeya. Esos pijamas tupidos y nefastos a que nos obliga la traicionera noche granadina. Y el caso es que ni siquiera sobre la alfombra roja nos veríamos más guapos. Milagros inadvertidos de la convivencia. Tenemos delante el muestrario de mermeladas, casi tan bien surtido como el de una vendedora de Avon. También mis erráticos experimentos con el café. Con canela molida, con canela en rama. Con leche de coco y arroz. Con clavos. A veces llevo la innovación todavía más lejos, y me aprieto unos piensos que a mi madre le harían fruncir el entrecejo. Pero la del desayuno es una ceremonia fundamentalmente conservadora. Son siempre los mismos alimentos; las mismas rutinas fosilizadas ya en manías, primero la parte de abajo de la barra, luego la arrugadita; las mismas frases de saludo y los mismos suspiros y los mismos estirones de espalda. Así que no sé yo muy bien dónde está el misterio. Siempre es todo lo mismo, y cada mañana es nuevo.

Cada mañana el mismo apetito, y la misma sensación de estar en una mesa de reyes. A lo mejor es porque acabamos de salir otra vez indemnes del sueño, que es prácticamente lo mismo que decir de la nada. Es nuestra pequeña resurrección cotidiana. El día arranca lento, porque así lo queremos, y nuestras historias personales, como los uniformes, como la ropa de calle, esperan todavía aparcadas sobre una silla. Dentro de unos instantes todo se pondrá de nuevo en marcha. El reloj caerá sobre nosotros como la maza de un juez. Nos turnaremos en el baño; nos pondremos los disfraces; nos diluiremos en el tráfico. Pero ahora, tostada en mano, no somos todavía nadie. Estamos completamente abiertos. Estamos juntos. Hemos sido rescatados de la posibilidad de no volver a despertarnos. Joder, estamos, un día más, vivos. Y eso a mí me da mucha hambre.

Y podría seguir perorando hasta el infinito sobre el desayuno. Recordar, por ejemplo, la gloria de que alguien todavía no tan íntimo a nivel espiritual, que no físico, te siente en una silla, y se sumerja en tu nevera en busca de frutas desparejadas con las que prepararte una macedonia. O anotar la melancolía de los desayunos en los polígonos industriales. El café apresurado con que rematamos una noche que dura más de la cuenta, sobre una barra que huele a lejía sucia, y junto a un tío que ya no mola tanto. El único resquicio que encuentra la nostalgia por el propio hogar para colarse en un viaje. El desconsuelo de no poder meterte en el cuerpo, en Venecia, en Split, en Lisboa, otra cosa que una tonelada de margarina en forma de bollería.

Podría, peeero...Me habían pedido ideas para alegrar un poco el menú desayunesco, y con la emoción mira dónde estamos. Lo que yo quería, en realidad, era poner fotos estilizadas a cascoporro, y dar envidia al mundo con mi glamuroso way of life. Pero como gastrobloguera tengo tanto futuro como la carrera musical de Jesús Vázquez. Así que, primo, mejor te llamo. O si la aclamación popular funciona, mañana perpetro un post que ríete tú del buffet de un hotel.

10 comentarios:

  1. Anónimo entre comillas02 mayo, 2013 22:44

    Pues ya estás tardando. Hace un rato cotilleé por tu Face y las fotos "comidistas" brillan por su ausencia, con lo que me gustan. Y si de desayunar hablamos...

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    1. Me he abandonado, sí. Pero ahora mismo te pongo lo de hoy. Un avance: cuscús de mentirijillas de coliflor y lomos de merluza con salsa de mangos.

      Pienso casarme con un gran terrateniente de frutas tropicales.

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  2. lectoraadicta03 mayo, 2013 19:37

    Así empieza también mi dia, con esa comunión primera e inaplazable.

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    1. Y cómo es que los cuerpos humanos son tan variables. Cómo algunas personas no pueden ver una miga a primera hora de la mañana, y otros derribaríamos mamuts.

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  3. Hija mia que bonico lo dices, ¿Será pasion de madre?.

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  4. Clamor popular please! Gastroblogismo ya!

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    1. Hay un problema, primo: o escritura o gastrobloguismo. O las dos cosas, de manera cutre y apresurada. Y yo no soy asín.

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  5. Ay amor, me has dado ganas de darle otro argumento a mis desayunos que son tan sosos cada mañana...
    Has despertado el recuerdo del olor de las tostadas recién hechas y las naranhas exprimidas...

    Creo, intuyo, que debes de ser una gran cocinera.

    Un besito!

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    1. Pero cómo, F., tan soso y deshumanizado es tu desayuno que no hay tostadas recién hechas. Vas a cobrar.

      Mmmm, creo, intuyo, que lo soy. Eso, o me hacen muchos aspavientos interesados.

      Otro para ti, guapis.

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