viernes, 17 de mayo de 2013

Mis botas en primavera

Siempre es esa misma combinación de excitación y recelo que provoca, por ejemplo, la inminencia del primer beso de alguien que te gusta mucho o, después de muchos meses, el reencuentro con un amigo. La excusa es encontrar un lugar discreto donde mear. Salgo del coche, y me voy acercando tan lenta y distraída como un zángano. Voy a demorarme un rato lo bastante largo como para que mi compañero piense que tengo pudores de damisela victoriana.

Aparto una verja oxidada que responde con un chirrido, como si no quisiera decepcionarme. Me gusta que el patio esté así: asalvajado de hierbas, conquistado, poseído finalmente por una vegetación que parece vengarse de años y años de haber sido sometida por una mano represora que la podaba, la guiaba, que abortaba su expansión natural. No es raro encontrar una higuera hipertrofiada, ahí en medio, echando ya unos frutos que en verano sólo se comerán los pájaros. O un rosal que ha crecido de modo frenético, reptando como la mata de guisantes del cuento por el dintel de la puerta de entrada. Imposible que floreciera más en el tiempo en que recibía cuidados humanos. Hay tal ostentación de pequeñas rosas que, más que idílico, parce la sonrisa del Jocker.

Voy con cuidado por entre hierbas y flores que ocultan un suelo sembrado de tejas rotas. Curioseo por las ventanas melladas, esperando toparme con un precioso suelo de baldosas hidráulicas, o con un cadáver acartonado. Lo normal es que no vea más que otro lote de tejas y una gruesa capa de mierda de paloma. Huele a polvo enmohecido y a madriguera. A veces me atrevo a atravesar algún umbral, imaginando que a lo mejor esa tarde hasta protagonizo uno de los reportajes de Andalucía Directo: “trágico derrumbe...en el desempeño de su jornada laboral...no pudo hacerse nada por su vida...” Apenas si veo una pista de humanidad. Un frasco de jarabe. Un tenedor abollado. Estratos multicolores de pintura en las pocas paredes que quedan. La hoja amarilla de un libro de matemáticas, toda indiferencia y símbolos. Un silencio sofocante roto por aleteos que, por más que disimule, me encogen el espinazo. Vuelvo a salir. Me fijo en el esqueleto del tejado, las maderas podridas. Es patético. Una pena que estas islas rurales vayan derrumbándose. Es bonito.

De vuelta en el patio me entretengo con el viejo hábito de ir identificando. Aquí el gallinero. Aquí a lo mejor un horno. Esto de aquí, con sus pesebres, debía de ser el establo. Sólo me hablan claramente los materiales y la caducidad. Quizás es que me falte imaginación, porque formarme un cuadro mental de rutina y de movimiento, charlas de noches de verano, sabañones y ropa de los domingos, pequeños achaques y esperanzas, me cuesta tanto como si estuviera en un zigurat. 

 
 

No importa. Saliendo ya, me miro las botas mojadas de rocío y tengo una humilde revelación. De repente me parece que esta imagen es un colofón ideal para la vida consciente. Despedirme de mi paso ridículamente corto y aleatorio por la existencia con la visión nada más que de unas botas pisando flores efímeras y hierbas que, en apenas un mes, serán un Amazonas para las garrapatas. Sólo eso, a modo de síntesis. Quizás fuera más razonable acordarse, en un momento tal de justificación, del calor de otro cuerpo humano, de una palabra cualquiera, de mí misma de niña jugando con una muñeca. De los libros que nos vinculan con tantos desconocidos, vivos y muertos. De la risas. Del escondite. De mis padres empujando el carrito donde voy sentada. De una canción pop que me alegra tanto el corazón mientras cocino, que a punto estoy de rebanarme los nudillos. Entrar ceremoniosamente en el mar. Bucear en el amor de unos ojos. Todo eso sería más digno quizás de ocupar mi mente en el ultimísimo instante. Pero por qué no caminar en medio de señales flagrantes de la primavera. La vida es así de corta y de voluble y de exuberante. Y saber que yo he sido esos pies andando me parece una representación decente, y una buena despedida, del hecho de haber nacido en forma humana. Esos pies podrían ser los de cualquiera, prescindiendo del detalle superficial de mis botas. Podría ser un soldado napoleónico. Una mujer de las cavernas, si el cuero que recubre mis pies no se viera tan manipulado. Un pastor cretense. Un peregrino a Santiago. Un príncipe ruso. La dueña de este cortijo en ruinas.

Sólo mis pies, hierbas y flores. Ningún otro signo de identidad. Ni mi cara ni mi nombre ni nada que explique mi historia. Me despediría así anónima. Desapegada y alegre.

6 comentarios:

  1. lectoraadicta17 mayo, 2013 19:07

    Puro sentimiento, así eres tú, así me lo pareces.
    Besos.

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    1. Qué gonito tu comentario. Así me lo parece. Besos. Besos

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  2. A veces me gustaría "estar en tus botas",sobre todo cuando pateas lugares como el de la foto -y el colmo de los colmos-cobrando.

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    1. Sí, tres de los siete días de la semana amo profundamente a los andaluces por pagarme.

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  3. Anónimo entre comillas19 mayo, 2013 23:37

    Nunca había visto amapolas en el tejado.
    Podría ser un buen sitio, para quedarse y para despedirse.

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    1. Y eso que no has visto la pared de rosas y un cerezo que ya trincaré, morena.

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