Siempre
es esa misma combinación de excitación y recelo que provoca, por
ejemplo, la inminencia del primer beso de alguien que te gusta mucho
o, después de muchos meses, el reencuentro con un amigo. La excusa
es encontrar un lugar discreto donde mear. Salgo del coche, y me voy
acercando tan lenta y distraída como un zángano. Voy a demorarme un
rato lo bastante largo como para que mi compañero piense que tengo
pudores de damisela victoriana.
Aparto
una verja oxidada que responde con un chirrido, como si no quisiera
decepcionarme. Me gusta que el patio esté así: asalvajado de
hierbas, conquistado, poseído finalmente por una vegetación que
parece vengarse de años y años de haber sido sometida por una mano
represora que la podaba, la guiaba, que abortaba su expansión
natural. No es raro encontrar una higuera hipertrofiada, ahí en
medio, echando ya unos frutos que en verano sólo se comerán los
pájaros. O un rosal que ha crecido de modo frenético, reptando como
la mata de guisantes del cuento por el dintel de la puerta de
entrada. Imposible que floreciera más en el tiempo en que recibía
cuidados humanos. Hay tal ostentación de pequeñas rosas que, más
que idílico, parce la sonrisa del Jocker.
Voy
con cuidado por entre hierbas y flores que ocultan un suelo sembrado
de tejas rotas. Curioseo por las ventanas melladas, esperando toparme
con un precioso suelo de baldosas hidráulicas, o con un cadáver
acartonado. Lo normal es que no vea más que otro lote de tejas y una
gruesa capa de mierda de paloma. Huele a polvo enmohecido y a
madriguera. A veces me atrevo a atravesar algún umbral, imaginando
que a lo mejor esa tarde hasta protagonizo uno de los reportajes de
Andalucía Directo: “trágico derrumbe...en el desempeño de su
jornada laboral...no pudo hacerse nada por su vida...” Apenas
si veo una pista de humanidad. Un frasco de jarabe. Un tenedor
abollado. Estratos multicolores de pintura en las pocas paredes que
quedan. La hoja amarilla de un libro de matemáticas, toda
indiferencia y símbolos. Un silencio sofocante roto por aleteos que,
por más que disimule, me encogen el espinazo. Vuelvo
a salir. Me fijo en el esqueleto del tejado, las maderas podridas. Es
patético. Una pena que estas islas rurales vayan derrumbándose. Es
bonito.
De
vuelta en el patio me entretengo con el viejo hábito de ir
identificando. Aquí el gallinero. Aquí a lo mejor un horno. Esto de
aquí, con sus pesebres, debía de ser el establo. Sólo me hablan
claramente los materiales y la caducidad. Quizás es que me falte
imaginación, porque formarme un cuadro mental de rutina y de
movimiento, charlas de noches de verano, sabañones y ropa de los
domingos, pequeños achaques y esperanzas, me cuesta tanto como si
estuviera en un zigurat.
No
importa. Saliendo ya, me miro las botas mojadas de rocío y tengo una
humilde revelación. De repente me parece que esta imagen es un
colofón ideal para la vida consciente. Despedirme de mi paso
ridículamente corto y aleatorio por la existencia con la visión
nada más que de unas botas pisando flores efímeras y hierbas que,
en apenas un mes, serán un Amazonas para las garrapatas. Sólo eso,
a modo de síntesis. Quizás fuera más razonable acordarse, en un
momento tal de justificación, del calor de otro cuerpo humano, de una
palabra cualquiera, de mí misma de niña jugando con una muñeca. De
los libros que nos vinculan con tantos desconocidos, vivos y muertos.
De la risas. Del escondite. De mis padres empujando el carrito donde
voy sentada. De una canción pop que me alegra tanto el corazón
mientras cocino, que a punto estoy de rebanarme los nudillos. Entrar
ceremoniosamente en el mar. Bucear en el amor de unos ojos. Todo eso
sería más digno quizás de ocupar mi mente en el ultimísimo
instante. Pero por qué no caminar en medio de señales flagrantes de
la primavera. La vida es así de corta y de voluble y de exuberante.
Y saber que yo he sido esos pies andando me parece una representación
decente, y una buena despedida, del hecho de haber nacido en forma
humana. Esos pies podrían ser los de cualquiera, prescindiendo del
detalle superficial de mis botas. Podría ser un soldado napoleónico.
Una mujer de las cavernas, si el cuero que recubre mis pies no se
viera tan manipulado. Un pastor cretense. Un peregrino a Santiago. Un
príncipe ruso. La dueña de este cortijo en ruinas.
Sólo
mis pies, hierbas y flores. Ningún otro signo de identidad.
Ni mi cara ni mi nombre ni nada que explique mi historia. Me
despediría así anónima. Desapegada y alegre.
Puro sentimiento, así eres tú, así me lo pareces.
ResponderEliminarBesos.
Qué gonito tu comentario. Así me lo parece. Besos. Besos
EliminarA veces me gustaría "estar en tus botas",sobre todo cuando pateas lugares como el de la foto -y el colmo de los colmos-cobrando.
ResponderEliminarSí, tres de los siete días de la semana amo profundamente a los andaluces por pagarme.
EliminarNunca había visto amapolas en el tejado.
ResponderEliminarPodría ser un buen sitio, para quedarse y para despedirse.
Y eso que no has visto la pared de rosas y un cerezo que ya trincaré, morena.
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