Probablemente
no tardaría ni medio minuto en encontrar su nombre, si me propusiera
buscarlo en Google. Me acuerdo de su bigote, y de su manera delirante
de combinar chalecos de angora de color pollito con unos pantalones
de falso cuero que, inexplicablemente, llevaban pinzas. De su nombre
en cambio no me acuerdo, lo cual dice mucho más y peor de mí, de
cómo de distraída era yo por entonces, que de él. No creo que
importe, en realidad, porque cuando entraba en el aula, me arreaba.
Conseguía el raro portento de que la pérdida de energía que era
encerrarse en una habitación, a transcribir sobre un papel lo que
salía de la boca de alguien, cobrara un mínimo de sentido.
No
tenía un carisma opresivo, ni aligeraba la clase a golpe de chistes.
Tampoco parecía querer arrogarse ese papel de maestro sabio por el
que algunos profesores parecen suspirar desde el mismo momento en que
se licencian. No impartía provechosas lecciones sobre la edad
adulta; no divulgaba ningún tipo de programa vital; no nos instaba a
ser más curiosos, más despiertos, más críticos. Era sólo un
profesor al que todavía le interesaba impartir su materia. Empezaba
a hablar, a dibujar delicados órganos florales en la pizarra, y uno
notaba inmediatamente que la pasión lo estaba utilizando para
propagarse. Le gustaban las plantas, y era capaz de lograr que a ti
también te gustaran. O a lo mejor es que yo era una tierra
especialmente fértil para aquellas semillas sugestivas.
Al
menos durante la hora que duraba la clase. Luego salía a la calle, y
el pastizal exuberante de interés que había empezado a brotar en mí
se marchitaba. Las plantas me siguieron gustando, pero de un modo un
tanto especulativo. Conocía algunos nombres, algunas claves
dicotómicas, alguno de los adjetivos y sustantivos del lenguaje en
clave que los botánicos, esos conspiradores, usan para entenderse
entre ellos. Pero en mí no había tanta savia todavía como para
convertirme en una especialista.
Eso es
algo que he añorado mucho, la verdad. No haber conseguido enamorarme
de una sola cosa con la intensidad suficiente como para casarme con
ella y serle fiel. Helechos paleotropicales. Murciélagos.
Escarabajillos que se alimentan de madera. Bichos ciegos y blancuzcos
que viven en cuevas. Yo qué sé. Cada vez que en el trabajo tenía
que acompañar a un experto sentía una punzada de insuficiencia. Envidiaba ese don de estar focalizado. La estructura interna que
suministra tener una vocación clara, y lo aparentemente fácil que
resulta con ella el trazado de mapas del tesoro personales. Me he
bebido las palabras de gente con la bastante determinación amorosa
como para empeñar años de su vida en saberlo todo sobre
algo, por muy insignificante o concentrado que sea ese algo. O
precisamente por ello. Y muchas veces todavía, en el campo, mi
fervor se ve empañado por una pequeña pena parecida a la que da
recordar a una persona a la que se quiso mucho y se perdió, sin que
diera tiempo a terminar de conocerla bien. Voy andando bajo los
árboles, y quiero saberlo todo. Los movimientos celulares y el
espíritu general del lugar. Las relaciones minuciosas, el bullicio
de la sociedad natural. Cómo se llama esa planta y esa y esa, y por
qué están donde están. Cuál es el pájaro que ahora mismo canta.
Qué Edad Media sobrevendría para cuántos organismos si este
arbolito torcido e irrisorio fuera eliminado.
Y, sin
embargo, la yesca que mi profesor de Botánica puso en mí a veces
aún se inflama. He estado trabajando estos días en el
seguimiento de una planta que está catalogada como en peligro de
extinción. Y mientras caminaba con la vista pegada al suelo,
rastreando aquellas apocadas matitas, con las mangas de la camisa
subidas ya muy por encima del codo, una sensación de abundancia me
abrumaba. Tantas formas, tal despilfarro gratuito de diseños, tantos
seres que no precisan siquiera ser bautizados por un humano para
justificar su presencia en la naturaleza. Tallos que se abren camino
sobre el asfalto de un polígono industrial. Malas hierbas que
sobreviven en los linderos de los cultivos, y que, a fuerza de
herbicidas, a lo mejor terminan pronto saltando al pozo de la nada,
sin llevarse un nombre siquiera. Tanta pequeñez. Tanta opulencia que
no me necesita. Tanta dignidad.
No era esta la que buscaba. Conste. |
Como esas fotos que no tomé yo, pero quisiera robar, admiro esas frases tuyas que destacan, se detienen y te asaltan: "No haber conseguido enamorarme de una sola cosa con la intensidad suficiente como para casarme con ella y serle fiel.". Muy certera, ésta de hoy. Y si sustituimos y/o combinamos la "cosa" por alguna otra palabra, aún duele más. D.J.
ResponderEliminarQuizás duele tanto, respecto a las cosas y otras palabras, porque a veces no es sólo una cuestión de amor, sino también de voluntad. Y todos sabemos que eso a veces flaquea.
Eliminar¿Y por qué enamorarse de una sola cosa? .¡ Con la diversidad que tenemos a nuestro alcance!.
ResponderEliminarPorque al final uno no hace más que mariposear
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