martes, 21 de mayo de 2013

Frágiles

 
Pobrecitos. Estarán locos por que la hierba se vuelva amarilla

Este año son más pequeñitos. Hay cuatro, y se amontonan unos contra otros, para darse calor. Ninguno de ellos lleva más de cinco días fuera del huevo, así que es posible que la única idea que tengan de lo que puede ser el sol andaluz sea una lejana reminiscencia de cuando no eran más que un punto minúsculo pegado a una yema. El mayor de ellos alza un poco la cabeza cuando nos asomamos, como si quisiera defender a sus hermanos. El más chico intenta reptar bajo el montón que forman los demás. Si yo no veo, a mí no me ven, debe de ser su infantil filosofía. La madre ha salido volando del nido donde los calentaba. Primer trauma. Es cierto que ha aguantado el tipo un buen rato, desde la primera trémula vibración generada por nuestros andares de brontosaurio, a quién sabe qué distancia, hasta los escasos dos metros de cercanía que ha debido de considerar ya como francamente intolerables. Se ha dado el piro delante de nuestras narices, marcándonos así la posición exacta del nido.

Y es curioso: tú llegas ahí con tu cerebro insultantemente adulto y humano, haciéndole la ola a mamá aguilucha por lo bien que está colaborando con tu trabajo. Y luego deshaces el camino a grandes zancadas por el cereal, para no dejar un delator rastro, y sientes que, en el minuto que ha pasado mientras observabas a los pollitos, los fotografiabas y anotabas la coordenada, has retrocedido era tras era en el proceso de evolución zoológica, y año tras año de tu vida personal. Te alejas del nido, toda compasión y perplejidad, preguntándote cómo es posible que ese ser grande que tanto calor daba te haya abandonado. Pero la empatía es fugaz, y la mente invasiva. Rápidamente vuelves a discurrir y a explicar. Claro, ante un peligro inminente, quien tiene que salvarse es el adulto, que es el que tiene ahora mismo la sartén de la continuidad de la especie por el mango. Unos pollos tan chiquitos no son nada todavía. Menú de domingo para zorros y culebras, si acaso. ¿Que me los comen? Pues planto otros cuantos huevos ahí, en la parcela de al lado. La vida es un deporte de extremo riesgo para un bicho que no sabe volar.

Vuelvo a acordarme de ellos durante la siesta. Ahora somos dos en un mismo nido, vulnerables a los peligros de nuestra edad, apiñándonos, defendiéndonos del horario y de un invierno terco sin otra arma que nuestro calor. Justo antes de dormirme, los veo jugando en el cielo, escribiendo palabras de júbilo con sus largas alas gráciles, como mensajes de humo amoroso trazados por una avioneta. Ha pasado un año, y el abandono sólo fue un amago. Sobrevivieron, vieron pasar de lejos las mandíbulas pavorosas de la cosechadora. Con poco más de un mes de vida dieron un saltito y, pop, ya estaban volando. Tal vez han pasado el invierno en Senegal. Se han convertido en seres ligeros y bravos. Ahora, después de semejante aventura, han vuelto adonde nacieron. Y yo tengo la suerte de estar ahí para que mi corazón híbrido se reencuentre con ellos.

8 comentarios:

  1. Jo nena, más tierno imposible... eres un auténtico amor.

    Besos...

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  2. lectoraadicta22 mayo, 2013 12:59

    Emotivo hasta la lágrima.

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    1. Soy un cóctel de rizos y hormonas, estos días, sí.

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  3. Ay...suscribo ambos comentarios.

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  4. Anónimo entre comillas22 mayo, 2013 22:10

    Ojalá que el próximo año tu sueño sea algo más que eso y quizás sobrevuelen mi cielo en una de esas plácidas tardes de verano, en las que no hay nada mejor que tumbarse a contemplar cómo desaparece de lo alto de los cipreses la última luz del sol.

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    1. Eeeh, resulta que yo estoy exactamente en ello, queridita, en la esquina del mundo de los mejores ratos. Es de locos lo que dura el día aquí, parece esto Lofoten, o como sea.

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