La
niebla es hermosa y mediática. Avanza del mar a la tierra con un
sigilo de gato asustado, cuando lo cierto es que sus recursos se
parecen más a los de una vedette bajando una escalera que no arranca
de ninguna parte. Llega dos días después de un primer anticipo de
ese calor extravagante que volverá a sorprendernos unos cuantos días
sueltos del próximo verano, cuando al poniente le dé por
convertirse en fiebre, y todos aquellos a los que nos pille por medio
pensemos que estamos delirando. Hoy, esta mañana en que parece que
los colores han desertado, bochornos así sólo resultan creíbles en
una historieta de Tintín ambientada en Egipto. Llega la niebla, se
cuela por las páginas del libro que estoy leyendo, por entre los
dedos de los pies, por los recuerdos. Empapa las teclas del
ordenador, y como Gloria Swanson en El crepúsculo de los dioses,
te ofrece el mejor perfil para que la fotografíes. Imposible ignorar
a la niebla, dejar de adularla.
Y,
claro, no puedo evitar pensar en fantasmas. Un día con niebla súbita
parece precisamente eso: una romería atestada de figuras
espectrales. Termino de desayunar y me asomo al porche para leer las
páginas de rigor que a veces creo que me ayudan a hacer la
digestión. Error. La niebla me entra por las fosas nasales y baña
mi cerebro. Y de repente ya están todos ahí: toda la gente que
desapareció de mi vida. No los muertos, que tampoco son tantos,
todavía. De hecho, sólo guardo un icono dentro de mí, una sola
persona a la que jamás podré arrimar la menor esperanza de volver a
tener delante. Todos los demás siguen vivos, hasta que no se me
demuestre lo contrario. Con ellos soy como una madre de la Plaza de
Mayo, o como el padre de cuya hija desaparecida nunca se halló una
sola pista, el bolso con un ticket de metro usado y un par de
pictolines, la rebeca que llevaba atada a la cintura el último día
en que fue vista, unas raquíticas gotas de sangre. Muchas veces
tengo que imponerme la disciplina de creer que el reloj continúa
dictando sus leyes sobre toda la gente que se esfumó.
Una de
las amigas del alma que tuve en el instituto tendrá ya al menos dos
niños rubios que nunca se pondrán alguno de los pantaloncitos
diminutos que, de haber sido las cosas de otra manera, yo podría
haberles regalado. No corretearán en torno a nosotras, no se
agarrarán a la falda de su madre llorando por un trozo de pan,
mientras yo pregunto si todavía conserva aquella caja de cartón en
la que atesoraba las cartas de amor a un muchacho que le ayudé a
escribir.
Aquel
que se calzaba las zapatillas deportivas y trotaba como un corzo por
las calles empinadas del pueblo donde yo vivía, quizás pidió una
excedencia y se largó a uno de esos países de África cuya capital
nunca recuerdas. El que se olvidó en apenas doce horas de quererme a
lo mejor se ha vuelto vegetariano, y ha terminado convenciéndose a
sí mismo de que la vida ha sido con él, más que perra,
indiferente. Como con cualquiera. El primero que me dijo que todo el
mundo guarda dentro de sí algún tipo de conocimiento, por ínfimo
que parezca, por el que otra persona puede estar dispuesta a ofrecer
dinero, no sabe que alguien le ha chivado su nombre a la unidad de
policía que dirige una operación contra una red de cultivo de
marihuana. Cierta cintura para cuya circunferencia perfecta debió de
haberse ideado una fórmula matemática se habrá ya desdibujado. El
que parloteaba noches enteras sobre novelistas rusos habrá aprendido
hasta la tercera de las sevillanas. Otro quizás se estremezca cuando
vea salir a su hija del cuarto de baño con el bulto de una compresa
disimulada en la mano. La adorable piel tostada de aquel se habrá
agrisado en una cola del paro. La chica con la que me imaginé
viajando hasta La India tal vez se encuentre en lista de espera para
una operación de reconstrucción mamaria.
Y todo
eso habrá pasado en cien realidades paralelas que yo no he
supervisado. Todos han seguido despertándose y acostándose,
relegando el tiempo que compartimos a unas fotos o a uno de esos
recuerdos tenues de sobremesa. Todos continuaron sus vidas ajenas,
intactas de mi presencia, igual que yo he continuado la mía. Comen,
cagan, se besan, ven la tele, sin darse cuenta de que para mí son
fantasmas.
Y yo
escribo, pelo dos nísperos, me acaricio la rozadura del primer
zapato del año que me ha hecho prescindir de calcetines. Me levanto
del cojín, hago unas sentadillas, abomino otra vez de la niebla. Y
me veo en la obligación de reconocer que hay gente para la que no
estoy ni viva ni muerta.
C'est la vie.
ResponderEliminarPues yo a veces imagino una vie en la que todos los que de alguna forma u otra te tocaron sigan en tu estela.
EliminarDesconsolador, no?.Tantas personas que en su momento fueron tan importantes para nosotros, pasado el tiempo se convierten en simples espectros-de los vivos hablo-
ResponderEliminarSi son los muertos, es desolador.
Los muertos casi siempre están más presentes que aquellos no-vivos del todo.
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