Una
madre no se atreve a decirle a su hija que, después de treinta y
siete años, considera cumplida su tarea educadora, y que cuidar de
su nieto de tres no es lo que más le llena en este momento de su
vida. Que ahora le toca apechugar con su hijo, igual que ella
apechugó con la mujer que, todos las tardes, vuelve a dejar en su
puerta ese fardo enredador y glotón hacia el que tiene que exagerar
sus muestras de cariño. Se calla también que la criatura ha sacado
toda la cara de roedor de su padre.
Una
buena chica de quince años, aplicada, cariñosa, obediente, se
muerde la lengua cada vez que ve salir a su padre camino del
gimnasio, con su ropa deportiva de marca y la carne de los brazos
fláccida, con su jovialidad falsa y su aroma a crisis de la edad
madura apenas disimulada por el desodorante. La palabra ridículo
se disipará de su mente mucho tiempo después de que el coche
familiar haya abandonado el garaje.
El
trabajador de la compañía de seguros no le dirá nunca a la
compañera que teclea en la mesa de al lado que se obliga a
visualizar sus piernas sin medias y el tono naranja de sus labios,
cada vez que se acuesta con la mujer con la que está casado.
La
novia no le aclara a su novio que, en serio, agradece mucho el tiempo
y el esfuerzo que le dedica a los preliminares, pero que a los cuatro
minutos de tener su cabeza entre las piernas empieza a sentirse como
un plato de paté para perros.
El
novio no le confiesa a su novia que el intercambio de parejas no le
parece un plan tan descabellado. Y que las croquetas que su madre le
pone por delante cada domingo tienen el sabor y la textura de la cola
de carpintero.
Ninguno
de los dos recién casados osa decirle al otro la poca ilusión que
le hace la perspectiva de tener hijos. La esposa prefiere no
comentarle al atentísimo esposo si es que no se había dado cuenta
de que ella jamás ha llevado pendientes cortos. Por la cara que pone
el esposo, cualquiera diría que las recetas barrocas que le regala
la esposa a mediodía y por la noche tienen como ingrediente básico
el aguarrás.
Un
amigo nunca revelará a su compañero de pádel la aparatosa razón
por la que procura no desnudarse a la vez que él en los vestuarios.
Una y otra vez tendrá que callarse que esa polla suya es lo más
bonito que ha visto en todos los días de su vida.
Una
amiga nunca le recuerda a otra que debe de ser la millonésima vez
que cuenta esa dichosa anécdota sobre un par de italianos, tres
botellas de cava y una bañera. Nunca se atreverá a corregir en voz
alta el guión de la escena: no apuntará quisquillosamente que Paolo
o Gianni, o como se llamara, sólo quería pasarse una esponja húmeda
por la mancha de pintalabios barato que ella le había dejado en su
cara camisa, y luego escapar de aquel antro con olor a humedad y a
universitaria desesperada. Nunca confesará por qué se pone rígida
como un gato en brazos, cada vez que es presentada como mi mejor
amiga.
Seguiremos
así confabulando una y otra vez contra nuestra hambre de cercanía;
desbaratando en secreto, como Penélope, el tejido de la intimidad.
Y así vamos construyendo nuestro mundo de cartón-piedra. Buenísimo, Silvia.
ResponderEliminar(Tampoco es que considere necesario decir lo que no se dice, pero son defensora a ultranza de evitar seguir la corriente).
Es necesario no decir absolutamente todo lo que no se dice, si queremos sobrevivir en sociedad. Lo que desgarra es la manera en que las relaciones más íntimas dependen de los silencios, y que tantas veces la única persona con la que no nos podemos desahogar es la que tenemos más cerca.
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ResponderEliminar¿Como sería la vida si dijéramos muchas de las cosas que por prudencia callamos?.
Fuí fiel seguidora del doctor House, aunque era un bestia diciendo verdades, o quizás por eso.
Tal vez seríamos menos hipócritas y facilitaríamos cosas que a veces tontamente complicamos.
Por prudencia y por amor. Sobre todo por amor.
EliminarQué arte, sí. Hiperrealismo.
ResponderEliminarLista abierta, interminable.
Una duda: en el "séptimo sello" (de silencio) no me queda claro si el que tiene la polla más hermosa (lo siento madrede, la palabra está ahí) es el que calla o el otro.
Aclaración 1: calla el que observa de refilón y siente crecer volúmenes ahí abajo.
EliminarAclaración 2: se llama así. El resto de nombres son o cursis o ridículos o propios de un libro de zoología. No es culpa mía que los sustantivos que designan a los genitales sean tan feos. Y vivir en Granada consigue que desmitifiques la palabra que acaba en -olla.
Me encanta.
ResponderEliminarJo... Super original y bonito... Crack de prima!!
ResponderEliminarYo tampoco había entendido lo del padel, ya mucho más claro!