Creo
que el estado de mi amor propio puede calificarse de razonablemente
sano. No me siento mejor, pero tampoco peor que nadie. Procuro huir
tanto de la falsa modestia como de la soberbia. Mi capacidad de
admirar es aguda, y no recuerdo la última vez que me dejé ganar por
la envidia. A veces dejo el piloto automático prendido, y entonces
me veo circulando a trompicones, como en un atasco, por el trillado
camino psicológico de la insuficiencia. No tardo mucho en encontrar
mis atajos: me basta con recordar que tengo un cuerpo que funciona y
personas a las que cuidar y que me cuidan, para comprender que el
saldo de mi vida es favorable.
Y sin
embargo, hay momentos en los que me canso de mi mismidad. Me he
acostado ya, por ejemplo, y el premio de irme quedando dormida con un
libro entre las manos se devalúa, porque los conflictos y las
decisiones de un día que no quiere terminar se empeñan en
entreverarse con la historia que estoy leyendo. O me despierto de
madrugada, y encuentro, por todos las rincones del sueño, trozos de
discursos diurnos perfectamente legibles. Voy en coche, y el
parabrisas me sirve de pantalla para proyectar mi propia película.
Miro la hora en el móvil. Chequeo la lista de todo lo que debería
cumplir para que este no sea un día fallido. Mi personaje pronuncia
un guión verborreico, aparece en todos los planos. Y a veces me dan
ganas de cargarme a la estrella. Llego a aburrirme un poco, no
de mi identidad, sino del hecho mismo de tener una sola y bien definida.
El impulso vital revienta las costuras del yo. De repente me siento
encansillada.
Momentos
así me han servido para ir construyendo un aprendizaje de la
disolución. Es un tipo de circuito que funciona más bien en
corriente alterna. Me olvido de mí misma, y luego me recupero. Me
escondo de mi ego, y al rato permito que me encuentre. Me pierdo en
lo que miro, y después vuelvo a pensar en lo que voy a escribir hoy,
o en la manera en que resolveré este o aquel problema. Quizás
llegue un día en que pase más tiempo fuera del hogar de mi propio
yo que dentro. Mientras tanto, me entreno para rebajar unos kilos de
la importancia que me doy a mí misma. Esto que sigue es mi rutina de
ejercicios:
1.
Iconoclastia personal. Quema
tus ídolos. Derriba las imágenes que has erigido de ti mismo en las
plazas centrales de tu consciencia. Consigue que te suenen raras en
la boca expresiones como yo
soy así
o no me sale de
otra manera.
No eres un acrónimo: no te resuelvas con cuatro palabras.
Risueña/inquieta/torpe/holgazana. ¿Eso es todo lo que hay?
Relativiza tus opiniones sólidamente forjadas, juega incluso a
defender las contrarias.
2.
Desnúdate de roles. Nos
han amaestrado para ser algo. Tenemos un carnet de identidad y una
profesión que nos permite rellenar eficazmente los huecos de un
montón de formularios. Una vocación que hay que cumplir, y un mapa
de relaciones que estudiamos concienzudamente para no equivocar el
camino. Tú eres médico, las veinticuatro horas del día. Te
presentas como médico, respondes como un médico, te identificas con
el colectivo de los médicos. Yo me identifico con un rol de
escritora. Observo, enlazo, busco imágenes, escribo. Y cuando no lo
hago, siento una punzada de inconsistencia. Estoy fallándole a la
idea de lo que creo que soy, y eso me intranquiliza, cuando lo cierto
es que nacemos y morimos sin etiquetas.
3.
No tomes decisiones basadas en lo que se espera de ti.
Si resolvemos nuestra propia identidad con cuatro adjetivos, imagina
el ejercicio de simplificación que practicamos con los demás. Este
es un flojo. Aquel, un inconstante. La de ahí, una madre amantísima.
A veces tenemos que enfrentarnos a la imagen que la gente se ha
forjado de nosotros, y nos asusta lo poco que nos parecemos a ella, o
lo pequeña que nos queda. Yo soy una buena chica que nunca ha armado
jaleo en clase. Enrojezco si debo alzar la voz, procuro llevar mis
deberes al día, casi siempre prefiero callarme y no protestar. Si me
ignoran, me enfado. Si en el patio de recreo no me eligen para formar
parte del equipo, me entristezco. El yo es una esquemática obra
colectiva. Así que, si pretendes disolverte, obvia las firmas que
figuran al pie de ti mismo.
Buen entrenamiento. Espero seguir practicando el primer ejercicio hasta que sea pura mecánica, de tan trillado. Fuera los "yo soy así" o los "a estas alturas de la vida".
ResponderEliminarNo teniendo una vocación clara, me ahorro la necesidad de responder por ella o la intranquilidad por no hacerlo.
Lo que esperan los demás de nosotros...hay tantos están de más en nuestras vidas...que sigan esperando.
Viva tú por ese segundo párrafo.
EliminarVoy a copiar tus ejercícios y me pondré a la tarea, aunque creo que el suspenso lo tengo asegurado.
ResponderEliminarO quizás, si me aplico mucho, consiga un aprobado aunque sea raspadillo.
Mmm, anda que vamos lejos con ese espíritu, mujer. Enga, a hincar los codos, y como vea una chuleta...
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