viernes, 12 de abril de 2013

Una


Lleva en pie desde antes de las seis de la mañana, cumpliendo sin rechistar un sinnúnero de acciones que sólo la inercia se atreve a calificar de sencillas. Espabilándose, haciendo un cuenco con las manos para el agua del grifo; acatando elegantemente la coreografía necesaria para preparar un desayuno. Deglutiendo, excretando, ejecutando la proeza evolutiva de abrochar botones. Pasmando a las criaturas no humanas con la multitarea alucinante de la conducción. Dando un paso tras otro en posición erguida. Manteniendo conversaciones más o menos inteligibles. Calentándose con un primer sol descarado que todavía no quema, pero que es capaz ya de transformar el olor de la carne. Arañándose, agachándose, saltando taludes, haciendo equilibrios sobre las fauces abiertas de una cantera. Anotando, cargando pesos, aguantando sin un sorbo de agua siquiera, hasta cerca de las cuatro de la tarde.

Ahora descansa por fin, sobre la cama. Le han otorgado unos escasos veinte minutos, y va a aprovecharlos. Piensa en sí mismo, se escucha, repasa sus piezas. La presión mantenida aún sobre el borde interno del pie; un rumor sordo como de fondo marino, una vibración que sólo puede ser, sí, eso debe ser, una especie benévola de cansancio. Las mejillas convertidas en placas solares. Está limpio por fin. No, limpio no, ungido. La literatura está llena de ejemplos en los que la higiene transciende al plano de lo moral. Ha recibido sobre sí el agua caliente, la espuma, las buenas cremas que sofocan el ardor de su piel rebelde. Por fin ha empezado a sentirse atendido. Honrado. Como una novia hindú, como la víctima propiciatoria de un sacrificio pagano. La mañana demasiado larga ha sido raspada. El olor de los perros en descomposición que ha ayudado a levantar, perdonado. Ese olor que es como un recordario del pecado original.

Los ojos empiezan ya a claudicar, la cara duele como después de un buen par de horas de carcajadas. Va a rendirse, sí, pero antes necesita ser escuchado. Aquel rumor sordo va aumentando de volumen, hasta convertirse en ronroneo. Está claro: quiere que le hagan caso. Mi cuerpo me exige suavemente que le haga caso. Mi cuerpo vuelve a recordarme todo lo que sabe hacer sin participación de la conciencia. Así que vuelvo a engastarme en él otra vez. Me paso una mano por el pelo, por las clavículas; poso la otra en la barriga. Estoy celebrando una boda. Somos uno, química mental y carne, y eso me impide hablar de mi cuerpo en tercera persona.

Antes de dormirme, repaso ceremonias de comunión parecidas. Momentos estelares protagonizados por mi cuerpo. En los Baños Gellert de Budapest. Había una fastuosa zona común, y también secciones separadas por sexos, y aquí de repente el bañador se vuelve superfluo, y caminar es como un susurro, y entonces yo, todavía tan púdica, me muestro desnuda por primera vez, y es algo balsámico.

Id a Budapest con esta guía que, ejem, me han prestado

En el extremo de ese mismo trampolín, el jolgorio un poco idiota de las duchas compartidas.

La sensación de estar suspendida. La cabeza y los hombros a la sombra, las piernas soleadas hasta las rodillas, y la hamaca colgante de hilo que mi tía compró en Guatemala meciéndose sola, como si ella, y yo encima, fuésemos nada más que los pulmones de una criatura invisible. Dejar caer un brazo fuera de esta nave espacial, rozar apenas el suelo de barro con una sola yema, sentir un tacto parecido al lametón de un gato. Encontrar inconcebible volver a depositarme sobre algo tan sólido y grosero como una silla o una cama.

La piel de M., tan inmaculada que daban ganas de llorar. Besar hasta la abrasión y la llaga.

Y luego todos los soberbios abusos. Las cuestas que vistas desde abajo apabullaban. Kilómetro tras kilómetro tras kilómetro en la senda del Cares. Trotar campo a través como las cabras. Atravesar un jaral más alto que yo misma, y acabar pringosa y perfumada.

En esta escena de aquí acabo de pasar la noche con alguien en una cueva del Sacromonte. Pregunto por el cuarto de baño, y con una punta de vergüenza me señalan la puerta. Y en el preciso instante de mear al aire libre, expuesta, impávida frente al Albaycín y la Alhambra, una sola con el aire rosa de la primerísima mañana, me convierto en una persona que nada tiene que ver conmigo misma. No tengo apellido, no tengo historia, no tengo heridas. Soy un animal intacto.

Y ya sí, ya estoy casi durmiendo esta siesta aplazada, y, a pesar de que acabo de acordarme del bullir ansioso de los gusanos sobre los perros, esta mañana, yo sigo celebrando mi boda, reconociéndome todavía en aquel animal intacto.

6 comentarios:

  1. Yo... hoy... no sé qué decir.
    Con tu habilidad para transmitir sensaciones me has llevado contigo, me has enseñado cosas bonitas y feas, he trotado contigo por el campo y he envidiado tu boda con tu cuerpo.

    Un besito preciosa.

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    1. Y así se resume el sentido de la lectura y la escritura: acompañarnos unos a otros. Eres una amiga, F querida.

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  2. Que envidia saber describir/escribir todas las emociones, o sensaciones, como tú lo haces.
    Besos.

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    1. Pero si puede hacerlo cualquiera, de verdad: sólo hace falta un poco de atención, conectar con lo que vas sintiendo o has sentido, y coger un papel y un boli. El resto es práctica.

      Besos de amor.

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  3. Anónimo entre comillas13 abril, 2013 19:49

    Apabullante tú, como las cuestas del Cares vistas desde abajo.

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