Lleva
en pie desde antes de las seis de la mañana, cumpliendo sin
rechistar un sinnúnero de acciones que sólo la inercia se atreve a
calificar de sencillas. Espabilándose, haciendo un cuenco con las
manos para el agua del grifo; acatando elegantemente la coreografía
necesaria para preparar un desayuno. Deglutiendo, excretando,
ejecutando la proeza evolutiva de abrochar botones. Pasmando a las
criaturas no humanas con la multitarea alucinante de la conducción.
Dando un paso tras otro en posición erguida. Manteniendo
conversaciones más o menos inteligibles. Calentándose con un primer
sol descarado que todavía no quema, pero que es capaz ya de
transformar el olor de la carne. Arañándose, agachándose, saltando
taludes, haciendo equilibrios sobre las fauces abiertas de una
cantera. Anotando, cargando pesos, aguantando sin un sorbo de agua
siquiera, hasta cerca de las cuatro de la tarde.
Ahora
descansa por fin, sobre la cama. Le han otorgado unos escasos veinte
minutos, y va a aprovecharlos. Piensa en sí mismo, se escucha,
repasa sus piezas. La presión mantenida aún sobre el borde interno
del pie; un rumor sordo como de fondo marino, una vibración que sólo
puede ser, sí, eso debe ser, una especie benévola de cansancio. Las
mejillas convertidas en placas solares. Está limpio por fin. No,
limpio no, ungido. La literatura está llena de ejemplos en los que
la higiene transciende al plano de lo moral. Ha recibido sobre sí el
agua caliente, la espuma, las buenas cremas que sofocan el ardor de
su piel rebelde. Por fin ha empezado a sentirse atendido. Honrado.
Como una novia hindú, como la víctima propiciatoria de un
sacrificio pagano. La mañana demasiado larga ha sido raspada. El
olor de los perros en descomposición que ha ayudado a levantar,
perdonado. Ese olor que es como un recordario del pecado original.
Los
ojos empiezan ya a claudicar, la cara duele como después de un buen
par de horas de carcajadas. Va a rendirse, sí, pero antes necesita
ser escuchado. Aquel rumor sordo va aumentando de volumen, hasta convertirse en ronroneo. Está claro: quiere que le hagan caso. Mi
cuerpo me exige suavemente que le haga caso. Mi cuerpo vuelve a
recordarme todo lo que sabe hacer sin participación de la
conciencia. Así que vuelvo a engastarme en él otra vez. Me paso una
mano por el pelo, por las clavículas; poso la otra en la barriga.
Estoy celebrando una boda. Somos uno, química mental y
carne, y eso me impide hablar de mi cuerpo en tercera persona.
Antes
de dormirme, repaso ceremonias de comunión parecidas. Momentos
estelares protagonizados por mi cuerpo. En los Baños Gellert de
Budapest. Había una fastuosa zona común, y también secciones
separadas por sexos, y aquí de repente el bañador se vuelve
superfluo, y caminar es como un susurro, y entonces yo, todavía tan
púdica, me muestro desnuda por primera vez, y es algo balsámico.
Id a Budapest con esta guía que, ejem, me han prestado |
En el
extremo de ese mismo trampolín, el jolgorio un poco idiota de las
duchas compartidas.
La
sensación de estar suspendida. La cabeza y los hombros a la sombra,
las piernas soleadas hasta las rodillas, y la hamaca colgante de hilo
que mi tía compró en Guatemala meciéndose sola, como si ella, y yo
encima, fuésemos nada más que los pulmones de una criatura
invisible. Dejar caer un brazo fuera de esta nave espacial, rozar
apenas el suelo de barro con una sola yema, sentir un tacto parecido
al lametón de un gato. Encontrar inconcebible volver a depositarme
sobre algo tan sólido y grosero como una silla o una cama.
La
piel de M., tan inmaculada que daban ganas de llorar. Besar hasta la
abrasión y la llaga.
Y
luego todos los soberbios abusos. Las cuestas que vistas desde abajo
apabullaban. Kilómetro tras kilómetro tras kilómetro en la senda
del Cares. Trotar campo a través como las cabras. Atravesar un jaral
más alto que yo misma, y acabar pringosa y perfumada.
En esta escena de aquí acabo de pasar la noche con alguien en una cueva del Sacromonte.
Pregunto por el cuarto de baño, y con una punta de vergüenza me
señalan la puerta. Y en el preciso instante de mear al aire libre,
expuesta, impávida frente al Albaycín y la Alhambra, una sola con
el aire rosa de la primerísima mañana, me convierto en una persona
que nada tiene que ver conmigo misma. No tengo apellido, no tengo
historia, no tengo heridas. Soy un animal intacto.
Y ya
sí, ya estoy casi durmiendo esta siesta aplazada, y, a pesar de que
acabo de acordarme del bullir ansioso de los gusanos sobre los
perros, esta mañana, yo sigo celebrando mi boda, reconociéndome
todavía en aquel animal intacto.
Yo... hoy... no sé qué decir.
ResponderEliminarCon tu habilidad para transmitir sensaciones me has llevado contigo, me has enseñado cosas bonitas y feas, he trotado contigo por el campo y he envidiado tu boda con tu cuerpo.
Un besito preciosa.
Y así se resume el sentido de la lectura y la escritura: acompañarnos unos a otros. Eres una amiga, F querida.
EliminarQue envidia saber describir/escribir todas las emociones, o sensaciones, como tú lo haces.
ResponderEliminarBesos.
Pero si puede hacerlo cualquiera, de verdad: sólo hace falta un poco de atención, conectar con lo que vas sintiendo o has sentido, y coger un papel y un boli. El resto es práctica.
EliminarBesos de amor.
Apabullante tú, como las cuestas del Cares vistas desde abajo.
ResponderEliminarHala, exagerá.
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