Quizás
no haya necesidad de llevar las cosas tan lejos. Quizás el
cosquilleo del cambio (porque dura, Ficiticia, y sabe andar en
paralelo a las epifanías) se amanse con un viaje. O no. Al fin y al
cabo, quién nos asegura que la benignidad espiritual de los viajes
no sea una maniobra publicitaria urdida por los cronistas del
National Geographic. Puedo buscar ahora mismo un billete de avión a Mongolia; puedo pedir cita en la policía para renovarme el
pasaporte; puedo ir haciendo una lista para ayudarme a ejecutar el
equipaje más escueto y funcional jamás introducido en mochila
humana. Puedo cumplir un millón de tareas pequeñas y grandes,
ponerme en camino, superar el miedo a volar, abrir los ojos hasta que
las pestañas me lleguen a la coronilla; coleccionar vistas íntimas
de gente a la que no volveré a ver en la vida, escribir los
paisajes; puedo amoldarme, ya sí, a casi todo tipo de incomodidades:
el tren que se escapa por los pelos, la tormenta de la que ninguna
aplicación móvil había informado, la ausencia de váter en los
cuartos de baño, y de pan moreno y aceite en los desayunos, las
cucarachas; puedo encontrar un silencio perfecto para reflexionar;
puedo rascarme de la piel el día a día; puedo conseguir desnudarme
de mi identidad durante un buen par de semanas. Puedo practicar toda
suerte de maniobras dilatorias, que cuando vuelva a casa, y tome de
nuevo posesión de mis propias narraciones, el armario seguirá
pendiente de ser ordenado, y yo seguiré interrogándome acerca de si
estoy sabiendo vivir.
Pero
yo ya soy un caso perdido para la suspicacia. Me hice lectora en una
época en la que las historias de grandes desplazamientos todavía no
habían cedido todo su glamour a los cuentos de hombrecitos con los
pies peludos y de niños magos. Bajé por el cráter de los volcanes
de Islandia; navegué a los Mares del Sur; naufragué y sobreviví en
refugios sobre los árboles; me metí en un caballo de madera, y me
fui de juerga con un montón de monstruos y ninfas calentonas de todo
el Mediterráneo. Estoy improntada, y la épica del viaje todavía me
transtorna. Así que cuando me encuentro un poco más inquieta de la
cuenta, en vez de respirar hondo y afrontarlo, busco una rendija por
donde escapar. Sé que eso pone en solfa unos cuantos de mis
principios fundamentales: la vinculación al presente, la resistencia
a la evasión, la abolición de las nostalgias. Sé que tal vez el
viaje no saque lo mejor de mí, sino todo lo contrario. Mi despiste,
mi timidez, mi apego a la comida, y sobre todo al desayuno,
elaborados por mi propia mano; y la tendencia a dispersarme que logro
contener con golpes de atención. Pero todo eso no va a impedir que
quiera comprarme todas y cada una de las guías de viaje de las
librerías. Que oiga zalamerías cada vez que abro el armario y me
topo con mi maleta. Que me tumbe en el sofá a la hora de la siesta y
rememore antiguos periplos.
No la
cuenta completa de merodeos plácidos y fiables. A Cádiz, a
Asturias. A Cabañeros, a Navarra; a Cáceres y a Salamanca; a Madrid
y al Cabo de Gata. Al País Vasco y a Huelva y a Barcelona y a La Mancha. Sino
los lugares donde el mero hecho de buscar una cama donde posar los
huesos fue un reto. Donde abrir las orejas por la calle, un
aturdimiento. Donde mi razonable habilidad para la comunicación
lingüística quedó impugnada.
Me
acuerdo entonces del amor a primera vista durante el primer viaje a
Portugal. Me acuerdo de esa luz como de lecho nupcial en la mañana
siguiente a la boda que sorprendí en Lisboa. De la honra de estar
pagándome el bolo de bolachas con mi primer dinero verdadero.
De mis tímpanos enamorados. De A. y yo sacando mejillones de lata
con los dedos en el cuarto de baño del hotel, vestidos los dos con
nuestros pijamas de gala. De noches ávidas de charla. De ver su cara
absorta reflejándose en la ventanilla del tren que volvía de
Sintra, coloreada con la luz crepitante de la última hora de la
tarde. De asombrame, y enorgullecerme, de que el azar y la ley de la
gravedad nos hubiera terminado convirtiendo en amigos.
Me
acuerdo de Túnez, y de la pareja de recién casados catalanes que me
miraba con un poco de pena, porque viajaba sola, y con un poco de
admiración, porque todo mi equipaje cabía en una mochila de
escuela; de la pareja de sexagenarios vascos que no quería que me
escapara de su lado en la escasa hora libre que nos racionaban en las
excursiones. Me acuerdo de una tormenta en la transición del mundo
humano al desierto, de esa sensación de ser muy aleatoria y muy
afortunada que debe de ocurrirle a la gente que puede ver un cometa
que sólo pasa cada tres mil años. Me acuerdo de cabezas de camello
colgando de una carnicería. Del guía que tenía cara de camello y
que parecía aborrecer su trabajo, y que miraba con desapego cada
piedra romana y cada palmera, y que quiso ligar conmigo de una manera
absurdamente seria, como si eso fuera un precepto básico del
Catecismo del Guía de Viajes Organizados. Me acuerdo de abrir la
ventana de una habitación de hotel, y contemplar el oasis desde lo
alto, y sentirme a la vez muy lejos de todo, y muy cerca.
Ese cono irrisorio me parece hoy un autorretrato. Pronúnciese esta frase con mucho dramatismo. |
Y me
acuerdo... De que tengo la nevera vacía, y la comida de mañana sin
preparar, y la impresión de haber contado todo esto un millón de veces, y un puñado de lectores a los que no quisiera dejar vacíos
de paciencia.
No temas cansarnos con las vivencias de tus viajes, son un aliciente para los que, por una razón u otra, casi no nos movemos de casa.
ResponderEliminarEso que me dices es muy tierno y bonito. Así gusta donar experiencias a los demás.
EliminarA mi me mola mil lo que nos cuentas y además cada post deja un olor y un gustillo diferente. Y, como decía un lector el otro día, de cada post tuyo se puede extraer una frase que impacta...
ResponderEliminarAsí que, please don't stop the music.
Besitos!