A él
ver gente paseando le entusiama. A mí me ayuda a pasar el rato.
Lleva su e-reader en la mochila, y podría estar una buena
media hora riéndose entre dientes, mientras llena de iconos
truculentos la pantalla del Line. Pero a pesar de este
maquillaje de contemporaneidad, él es y será siempre un adicto al
tontódromo. Yo me burlo un poco, le recuerdo su genética
pueblerina, pero en realidad admiro ese dejarse arrastrar por la
corriente humana. Porque a mí la gente me interesa. Ninguna duda al
respecto. La Gente Me Interesa. Y, sin embargo, a veces me entra un
poco de remordimiento, y también un poco de vértigo, al verla
desfilar. Alguien entra por un extremo del escenario, como un
figurante; sale por el lado opuesto, desaparece de mi vista. Y
mientras, mi mente articula una palabra, una descripción de dos
líneas, un apunte de historia en función de su aspecto o de su
forma de andar. En el tiempo brevísimo que va a transcurrir hasta
que me olvide del papel de Alguien en la obra, todo su ser y su riqueza
encogerán de una manera quizás no muy honesta. Casi me siento una ladrona. Es como si le robase
alguna menudencia de cuya falta nunca se dará cuenta. Una horquilla,
un céntimo de euro, el billete de autobús apolillado que guarda en
el bolsillo trasero de los vaqueros.
Pero
me obligo a mirar. Por lealtad. Estoy aquí. En este banco
precisamente, encallado en este trozo de tierra tendido junto al mar.
El viento ha vuelto a despertarse irascible, y poco ha faltado para
que su refunfuño se aliara con nuestros hermosos y complacientes
hábitos sedentarios, y nos quitara las ganas de salir a caminar.
Estoy aquí. Frente a este viento de páramo celta, y esta mañana
que desdeña mi avidez solar, y mi propio pellizco en el estómago.
También yo me he despertado rarita. Emocionalmente un poco
descompuesta. Como un ordenador cargado de programas que no termina
de arrancar. Lo fácil ahora sería hojear un libro. Leer un poco
como quien se coloca una mascarilla de oxígeno. Practicar el
sospechoso arte de la evasión. Pero no puedo dejar de oír ese
mantra que no termino de creerme y que sin embargo funciona. Estoy
aquí. Estoy aquí. Y no estoy sola. El aire que yo exhalo lo respira
cualquier otra persona. Este descubrimiento idiota me incita a ser
responsable. Miro a la gente con la esperanza de que la impresión de
estar hurtándole se convierta poco a poco en un acto de cuidado. Ve
en paz, chica de los patines. Id en paz, padres primerizos. Que este
día oscuro no te desilusione, Klaus, Jürgen, o como te llames. Te
darás cuenta de que, con este viento, las nubes viajan en AVE.
Entonces
pasa. Si miras lo suficiente, siempre pasa. Pasa alguien, y es como
si también pasara un trozo macizo de verdad. Material resistente a
las interpretaciones personales. Imposible de caricaturizar. Dos
mujeres. Una de ellas debe andar más cerca de los noventa que de los
ochenta. La otra tiene rasgos sudamericanos, y tanta expresividad en
la mirada como una escultura maya. La primera apoya un bracito frágil
en la segunda. Da pasos muy cortos, muy encogidos, desafinados. El
pie derecho puntea, el izquierdo se arrastra. Todo el lado izquierdo,
de hecho, parece un gurruño bajo la coqueta gabardina de entretiempo
que ella ha debido de elegir, y que alguien se ha encargado de
colocarle. Un pasito tras otro tras otro, subida como un jinete, más
que colgada, sobre el brazo de la más joven. Que se ha visto
obligada a adaptar sus pasos, claro. Cada una de sus deportivas
fucsias es más larga que un paso completo de la apopléjica. Por
debajo de su máscara está a punto de asomar una mueca de agobio.
Porque tiene pinta de ser de esas mujeres que se han olvidado de
andar sin premura. Son como leones enjaulados, sus dos zapatillas
fucsia.
Las
sigo, esta vez por un lapso de tiempo obligatoriamente más largo.
Las custodio con la mirada. La joven puede que vaya pensando en
deudas y en menús de emergencia. La vieja lleva una gorrita a
cuadros y unas zapatillas deportivas nuevas, del color de los
aguacates. No sabe que hoy nos está adiestrando. A la chica que la
cuida. A mí que quiero cuidarla en la distancia. Es un método de
entrenamiento, su paso mínimo y obstinado. Un espejo. Todos, con
mucha suerte, terminaremos andando al mismo ritmo cansino. Así que
para qué apresurarse. Más vale llegar habituado a la lentitud, y
luego al colapso.
A
veces miro, y en vez de robar, me parece estar recibiendo regalos.
Es toda una virtud, saber mirar.
ResponderEliminarUn beso, pequeña.
Y como toda virtud, requiere amor y entrenamiento. En ello estamos.
EliminarUn beso, bonita. (Me gusta que me digas pequeña a niveles sonrojantes)
La moraleja del post es admirable-muy emotivo el último párrafo-, lo difícil es pasar de la teoría, a la práctica.
ResponderEliminarUn beso.
No-no-no. A ver. Dame una F.Dame una A. Dame una C. Dame una I. Dame una L. ¡¡¡Faaaaaciiiil!!
EliminarTienes ojos, ¿no? Pues sólo tienes que usarlos.
Otro beso para ti.
Puntualizo, la moraleja del último párrafo.
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