Algunos
lo llamarán astenia; otros, más perversos o más morales,
decadencia. Yo lo llamo docilidad. Consiste en andar por la calle
como las medusas; en dejarse arrastrar por corrientes de algo más
grande que uno mismo, cayendo en picado a veces, ascendiendo después
como esos globos metalizados que los niños, benditos sean, siguen
reclamando a sus padres en la feria. Consiste también en dejarse
galantear por el aire de la tarde. Las chicas brotan hoy como hierba
oportunista, exagerando la consistencia del primer calor, rasgándose
las medias oscuras, presumiendo de carne. Las hay gordas, las hay
esbeltas, las hay especiales, las hay parásitas de los blogs de
moda. Las hay de una seguridad que alarma, y al verlas te preguntas
si en el futuro llegarán a experimentar ese particular bochorno por
la propia, indefinida y penosa imagen con que la mayoría nos
recordamos en los primeros años jóvenes. Las hay incómodas en su
derroche de muslos y brazos. Pero todas son guapas, como las
amapolas. Todas saben que el aire nos requiebra a todas, y no les
importa. La primavera no es celosa. Nadamos empujadas, pasivas no,
entregadas. Como en un domingo de cama lenta, cuando cierras los ojos
para no adivinar en qué parte de tu cuerpo va a caer el siguiente
beso.
Y
consiste en prestar una atención ligera. No se mira esta vez con
ojos de águila. No se analiza, no se trazan mapas mentales, no se
caza. Pasan personas viejas y jóvenes, pasan palomas que se
persiguen con grititos adolescentes, pasa la tarde. Pasan a través
de mí, del material poroso en que me he convertido. Estoy mirando
como deben de mirar los viejos fantasmas. Con una curiosidad no
aprensiva, con desapego. En mi mano sorprendo un petisú de
chocolate, y aunque había jurado sobre la biblia que jamás volvería
a merendar pastelazos, no me reprendo. Recuerda: consiste en
suspender la propia iniciativa, en decir vale y dejarse.
Recordar
está permitido, aunque sin mucho ahínco. Coges un recuerdo,
contemplas su brillo de canica, lo sueltas. Podría ser la vida de
cualquiera. Podría ser una película que viste hace mucho y que te
gustó; de ella no conservas la trama, pero sí el olor. Delante de donde estoy pasa mi antiguo profesor de Botánica Marina. Sigo un
segundo sus pasos grandes, su cabezota hermosa de vaca, y el nombre de la asignatura se me vuelve esotérico.
Botánica. Marina. La chica que acude a mi memoria vuelve a tomar
apuntes impecables, a dibujar dinoflagelados, a chupar el boli
mientras sueña el instante de rigor con la iridiscencia de ciertos
organismos del plancton. La veo, la dejo seguir su camino incierto
sin darle ni una sola pista. Hoy no se me va a ocurrir pedirle
explicaciones a la que fui con veinte años, espolearla, obligarla a
que se deje de aulas y se apunte a la actividad de buceo propuesta
como complemento optativo a la clase.
Hoy
soy uno de esos viejos a los que llamamos los iniciados. Están
en el ajo atmosférico, predicen el sol y la sombra antes que nadie,
y antes que nadie ocupan los mejores bancos de la plaza. No sé cómo
lo hacen. Quizás les avisan las rodillas; quizás el proceso de
desprenderse de las tareas de toda una vida, de la misma
individualidad, les compensa con una serie de discretas sabidurías.
Salen a la calle confiados cuando a ti el viento te sigue pareciendo
amenazante; se retiran previsores aunque tú sigas ronroneando en tu
parcelita de sol. A veces chismorrean entre sí, a veces señalan a
las mozas semidesnudas con un atisbo del viejo pasmo. Pero los
auténticos iniciados, los catedráticos del aire, se limitan a estar
sentados, viviendo una vida lenta y disimulada de líquenes.
Han acumulado muchos fríos, han visto desfilar demasiadas
primaveras. Y por eso no se fían del buen tiempo que ha venido, como
las chicas, y tampoco lo critican. La edad de hacerlo pasó también
de largo. Esta podría ser la última primavera, y ahora se limitan a
fundirse con ella.
Y,
bueno, yo pienso vivir muchas más, si nada me quita la idea. Pero
hoy no aspiro a otra cosa que a acumular luz y a practicar la mirada desprendida de los iniciados.
Siempre hay en tus blogs una frase, una como mínimo, que me engatusa, que me deja enganchado a tus palabras: "Como en un domingo de cama lenta, cuando cierras los ojos para no adivinar en qué parte de tu cuerpo va a caer el siguiente beso." Y como he leído por ahí: no se puede tener más arte. D.J.
ResponderEliminarY por si quedaba alguna duda, lo reitero.
EliminarVoy a aprender a dejarme llevar, alguna vez, sin tantas exigencias ni comecocos.
ResponderEliminarHe ahí la clave de la serenidad, amiguita.
EliminarA la Sombra de las Muchachas en Flor, que decía el otro...
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