Era
tan pequeña yo, tan anormalmente cría. Aún con ese ramalazo
hipertrofiado de adolescencia. Tan amorfa, en realidad. No en el
sentido pozí del término, sino en su más pura literalidad.
No tenía forma ninguna, más allá de mis frondosas caderas de
antaño. Era un borrón de persona, un pedazo de cera. Y no comprendo
cómo es que no me derretí al primer golpe de acción.
La
edad no me ofrece coartadas. En Níger, una mujer con los años que
tenía yo entonces habría parido por lo menos siete veces
temerarias. El mito de la universidad como escuela de madurez había
muerto ya con las primeras canciones subnormales de la movida. Allí
no aprendí a reflexionar, ni a proyectar mi futuro, ni a tomar
decisiones que se salieran del marco de una autoridad social o
cultural, ni a convivir. Vale que compartí piso. Valé que pasé
noches sin dormir. Vale que al día siguiente no necesitaba repasar
los apuntes inmediatamente antes de entrar en un examen. Pero dentro
de mi escultural cuerpo de siciliana gimoteaba todavía una criatura
de trece años.
Y allí
me presenté yo, tan chica, en Cádiz. Me bajé del autobús con una
bolsa de viaje flaca, un par de bragas, un par de camisetas, el
neceser y una libreta. Dormí en un hostal de la calle San Francisco
que incitaba al suicidio; garabateé unos cuantos apuntes. Escribí
en abstracto sobre la risa y el tiempo, en esa habitación a la que
no llegaba el olor porno del mar, por la simple razón de que carecía
de ventanas. Renové mis votos matrimoniales con la ciudad, sin
darme siquiera un garbeo por sus calles o por sus arenas caleteras.
Empecé a anotar una carta a un viejo amor platónico con el que por
entonces mantenía una descabellada correspondencia. Estaba llena de
futuro, y a mí no se me ocurría otra que echar mano de sentimientos
rancios. Era muy pequeña, sí. Muy romántica.
Y muy
poco práctica. Al día siguiente no me despertó el sol jaranero del
Cercano Oeste, porque ya hemos quedado que aquel cuarto era el reino
de Hades, sino mi propia vocación de puntualidad. Por fin empezaba a
estar un poco excitada. Pagué, salí temprano, jactándome casi
ante el recepcionista de que jamás volvería a poner los pies en
otro cuchitril mugriento como el que dejaba, porque faltaban pocas
horas para que empezara a arreglar mi primer nido propio. De camino a
mi destino por la parte de tierra, me bebí la piedra ostionera de
las fachadas, hasta que las pupilas se me pusieron color de miel. Me
fijaba en los balcones blancos de la ciudad vieja, como un gañán de
caseta de feria en Copacabana. Iba a hacer mío cualquiera de
ellos. Luego salí al mar, y le dije tú espérate ahí, que ahora
mismo salgo de hacer el mandado. Me metí en la Delegación con
la obtusa conciencia de estar empezando a ser alguien. Y nada más en
el equipaje.
No se
me había ocurrido, como a cualquier Homo sapiens con
las fontanelas soldadas, llamar con anterioridad para informarme de
en qué punto exacto del atlas caía la plaza que estaba a punto de
tomar en posesión. Había rellenado mis primeros papeles
administrativos con un montón de códigos numéricos que debían de
traducirse en destinos físicos concretos. Pero a mí tanta
matemática me dio permiso para fantasear. Iba a vivir en Cádiz.
Claro. Qué importaba que mi destino fuera el Campo de Gibraltar.
¿Acaso no tenía un carnet de conducir intacto? A lo mejor en
Tarifa. ¿Demasiado viento, quizás? Adjudicado: en La Viña. O en el
Mentidero. Qué cara de congrio se me quedó cuando me dijeron que
llevaban unos días esperándome en Jimena. ¿Donde? En Jimena. ¿De
qué? De la Frontera. ¿En la frontera, en la frontera? ¿Dónde
queda eso? Ajá. ¿En la frontera del mundo habitado, quizás?
Pocas
horas después. Compungida como Calimero. Arrastrando mi bolsa
todavía más flaca, saqueada de ficciones. La estación de autobuses
de Algeciras no es el lugar más prometedor para poner la proa rumbo
a un Nuevo Mundo. Demasiada baba de gasoil en las aceras. Demasiada
soledad. Hace diez años no había whatsapp, ni el teléfono móvil
era una extensión periférica del cerebro. No podía agarrarme a
ningún cordón umbilical. Tenía que empezar a resolver las primeras
cuestiones prácticas. Sola. Buscar dónde pasar la primera noche.
Sola. Qué cenar. Sola. Me recuerdo ahora sentada en la coqueta
estación de tren de Jimena. El hostal quedaba a unos pasos, y no
había otro sitio por donde deambular. Un lugar de juguete con
macetas de geranio a ras de vías. Llegó un tren de Ronda, paró un
instante, sólo se bajó una persona. Arrancó de nuevo la máquina,
siguió el trayecto hasta Algeciras. Yo seguí sentada en el andén.
Y entonces me asomé por fin al acantilado del futuro. ¿Sería capaz
esta vez de resistir un nuevo embate de silencio? ¿Aguantaría la
soledad?
Si hoy
me subiera al tren que lleva a Algeciras, como a veces proyecto, y
desde la ventanilla viera a una chica sola esperando a nadie o a
demasiadas cosas en el andén, quizás me bajaría. Me sentaría a su
lado, y encontraría la manera de decirle que la soledad se hace
fuerte cuando la nombras. Le señalaría con arrobo los abejarucos de
la campiña y los bosques, y le pronosticaría futuras nostalgias. Le
hablaría de la función del desamparo como molde vital. Quizás
entendiera al final que uno llega a ser lo que aprende a construir
con su soledad.
Muy buena la última frase.
ResponderEliminarTexto embriagador.
Un saludo.
Muchas gracias, señor Kovacs.
EliminarLa palabra "embriagador" embriaga a los egos vacilantes.
Saludos redoblados
Niña... hoy me quito el sombrero.
ResponderEliminarTantas, tantas veces habré pensado en las cosas que le diría a esa muchacha que una vez fui si me la encontraase...
Un beso, preciosaa, uno grande grande.
Como dice Laura ahí abajo, es un ejercicio muuuy bueno el de charlar compasivamente con nuestros personajes pasados.
EliminarOtro del mismo tamaño para ti. O más.
Precioso el final.
ResponderEliminarSon realmente terapéuticas estas prácticas de hablarle a tu YO del pasado.
Espero que haya cambiado el sabor cuando recuerdes Jimena (no me queda muy claro cuando leo tus post). A mi Jimena me recuerda a los veranos de verdad, a risas y a paisaje. A Javier Ruibal. A Mariajo y a tí.
Besillos!
Ay, Lauris, que mo te confundan los ingredientes del plato. Si notas un sabor agridulce, la culpa no es del espacio, sino de la manera en que lo desaproveche y me di por vencida desde esa primera tarde en la estación. Ahora recuerdo el lugar, y me caen lagrimones verdes. Y aquel verano fue la amistad.
EliminarGracias por recordarlo también así. Um besazo.
¡Amiguita que callado te tenías tu debilidad por los gañanes!.
ResponderEliminarMi pobre Calimera.Te quiero.
ResponderEliminarY todo porque soy pequeñito
Eliminar(Y yo)
Por favor, dónde están los iconos del WhatsApp cuando se los necesita? Cómo expreso gráficamente mi sorpresa radical? Pero dónde has leído tú esa debilidad, criatura? Me refería a los balcones! !! La clave es la preposición "como"!!!
ResponderEliminarUn beso de amor
Ja,ja,ja, era una broma,guapa.
ResponderEliminarParece que a más de una nos has puesto frente a la muchacha que una vez fuimos, muy solas, de la mano de nuestra maleta (o mochila, tú). Mi sorpresa cuando vi un indicador: "Portugal, 12 kilómetros". Fronteras.
ResponderEliminarGracias por abrir esa mirilla diminuta.
EliminarParece que también hemos compartido esa sensación de dormir una noche en Cádiz en un sitio que no llega ni a tener nombre, aunque por razones bien distintas. Lo peligroso de buscar un faro que te guíe es encontrarlo demasiado tarde, cuando ya has encallado. Un beso, escritora. DJ
ResponderEliminar¿Y tú eres el que dice que no sabe escribir? La frase del faro ha estado a punto de sumergirme en una melancolía traicionera.
Eliminar"No es la luz; lo que importa, en verdad, son los cuatro segundos de oscuridad". Jorge Drexler, cantando sobre faros.
Un beso, claro.
Bonito lugar Jimena... Pedazos de recuerdos prima querida... Eres un hacha egcribiendo, siempre.
ResponderEliminarMe encantaría leer tus recuerdos, pequeña.
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