Es uno
de los momentos álgidos del día. Se levanta de la silla, estira la
espalda huesuda, y sale a la terraza a fumarse un cigarro. El trabajo
ha comenzado a fluir hace ya un buen rato: en su cabeza desentumecida
todavía están surgiendo viñetas tan claras como apariciones
marianas, una tras otra, enganchándose unas con otras, invocándose,
mostrándose con unos colores sobre los que no rige la miopía del
hábito o el cansancio. En medio de esta especie de trance, pasado ya
el primer episodio de inseguridad, y la lentitud del arranque,
disfruta apartándose del escritorio. Le gusta sentirse así de
imprudente y de generoso. Tiene ideas y, lo sabe bien, no van a
marcharse tan rápido, así que no vale la pena precipitarse. Es
bueno dejar a un lado el cuerno de la abundancia, unos instantes, sin
rendirle el tributo de tu ansia, sabiendo dominarlo. Y le viene bien
mover los músculos y asomarse.
La
calle, en esta hora suspendida del mediodía, le gusta también, especialmente.
El sol es todavía un astro pacífico, y la gente que cruza la plaza
parece llevar escrita en la frente una intención. El empleado de la
empresa municipal de aguas con su carpeta de clip bajo el brazo,
camino del siguiente contador. El repartidor de la frutería, bajando
de un salto de la furgoneta, abriendo las puertas traseras, cargando
tres cajas superpuestas de naranjas hasta la cafetería de la
esquina, cada día unos segundos más rápido, como si quisiera batir
el récord de la mañana anterior. El inevitable grupito de turistas, sonriendo para un fotógrafo invisible, predispuestos a
encontrar una ración de belleza pintoresca en cada losa, en cada
tiesto, en cada sombra bajo los soportales. Por ahí pasa ahora la
vecina del bajo, necesitada ya de un tinte urgente a estas alturas
de mes, tirando del carrito, y con la bolsa del pescado en la mano.
Le basta mirar ese bultito azul y fláccido envuelto en plástico
para saber que hoy es miércoles, porque la vecina compra
puntualmente el pescado los miércoles y los viernes: boquerones y
bacaladillas, los miércoles; a lo mejor una rodaja rumbosa de atún
o pez espada, los viernes.
Le
gusta, sí, hace tiempo ya que le gusta conocer íntimamente el
mecanismo matutino de la plaza, entender ese particular calendario
formado por mínimos gestos repetidos y hábitos perfectamente
adaptados al espacio. En momentos así recuerda la vieja fijación de
Belén por alquilar una casa en esta zona de la ciudad, a lo mejor,
por qué no, hasta podían animarse a comprarla. Ella se había criado en un
pueblo, y le costaba vivir en un sitio en el que no pudiera trazar un
boceto de relaciones de parentesco. Le gustaba conocer los nombres y
las profesiones y las aficiones y los dolores de sus vecinos. Le
gustaba ser parte de un ecosistema. Y él, que entonces siempre
cambiaba incómodo de tema, le está cogiendo ahora el tranquillo al
asunto comunitario.
No
hace falta que deje de custodiar el camino de la vecina del bajo para
darse cuenta de que uno de sus personajes favoritos acaba de
desembocar también en la plaza. El mendigo de los pies envueltos en
trapos anuncia su entrada, como un sereno de los viejos tiempos. Tira
del carrito donde carga su mundo entero, sus secretas pertenencias
escondidas bajo una tela de color inclasificable, quién sabe desde
dónde, quién sabe hasta dónde; y con la misma determinación
ciega, va derramando su retahíla cotidiana. Cascadas de improperios
que se disuelven unos en los siguientes, de escupitajos, de amenazas
imposibles de descifrar. Todos los días cruza la plaza, justo cuando
él está fumándose su cigarro de la buena suerte, y todos los días
se compadece de la cabeza perdida del mendigo; todos los días lo
divierten las dos únicas palabras que puede distinguir de su
discurso delirante. Mamón. Zapatero. Una y otra vez,
puntuando su cháchara. Zapatero. Mamón. Así hasta que sale
por el lado opuesto de la plaza, y aún después. Desaparece de su
vista, y es inevitable, él se queda prendido unos instantes del
misterio salvaje del mendigo. Por qué ese nombre y esa saña. De qué
manera tortuosa se habrá incrustado en su cerebro. De qué es
símbolo, qué vivencia oscura resume para el mendigo el nombre de
un presidente que todo el mundo ha olvidado ya. Zapatero, mamón,
mamón Zapatero. Pobre hombre.
Es el
momento de volver al escritorio. Zapatero, mamón. Siempre le
sorprende la comodidad de la silla que Belén recogió junto al
contenedor, y a la que supo sacarle partido con un par de capas de
decapante y un retapizado. Era apañada, Belén, tenía buenas manos.
Mamón, zapatero. Seguro que habría sabido convertir la
terraza en un vergel de claveles y tomates. Habría creado allí un
espacio propio. Se habría pasado las horas muertas arreglando
macetas, cerrando los ojos bajo un chorreón de luz, inventándose
historias de amor y soledad al mirar a los vecinos. Ella habría
disfrutado de este lugar, habría adivinado el misterio del mendigo.
Zapatero, mamón.
Y así,
con una sonrisa ligera de revancha reflejándose en la pantalla del
ordenador, se retrepa de nuevo en la silla restaurada, y continúa el
trabajo donde lo dejó. Todos los días se repite este ritual menudo
de castigo. Todos los días, después del cigarro, se felicita por
haber encontrado para él solo un piso similar a aquel con el que Belén soñaba. Qué
cara pondría, si se enterase de que había terminado viviendo, siete
años después, donde siempre se negó a hacerlo con ella. Y todos
los días parece olvidarse de que este es un piso demasiado grande
para una sola persona, y de que la suya es todavía una forma
lentísima, casi geológica, de amor.
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ResponderEliminarGracias
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Primer relato post-propósito: I love it.
ResponderEliminarTus entradas sobre contemplación cotidiana son pura meditación.
Besitos!
Gracias, coleguita querida. Tu comentario es triplemente bienvenido, porque, vista la poca repercusión de este post, empezaba a considerar grandemente que era mierda.
EliminarUn kilo muy meditado de besos.
La última frase me ha desconcertado,¿ me la explicarás?.
ResponderEliminarEsta es la historia de un capullo que, mientras salía con la pobre Belén, pasaba tope de ella, pero que siete años después, igual que el mendigo zapateril, no deja de tenerla presente, aunque sea de forma rastrera.
EliminarChin pon.