viernes, 19 de abril de 2013

El hombre que nadaba

 
Fue una de esas cosas que suceden en el rabillo del ojo, donde parece haber una puerta a otra dimensión de la realidad. De tu propia y limitada realidad. Las ves a veces en algunos momentos en los que vas por la vida de perfil, y desde esa perspectiva sesgada, de pronto las formas se alargan, y las razones se difuminan, y apenas si llegas a plantearte que esa escena que te ha parecido ver a lo mejor se ha saltado la aduana, sin mostrar un pasaporte del mundo onírico. Es como si contemplaras auroras boreales en el hueco de cielo que queda entre el Mercadona y el concesionario de Ford. Como si un día estuvieras dándote una vueltecita por uno de esos barrios de la ciudad que no sueles frecuentar, y te pareciera ver salir a tu novio de una sauna masculina*. Imágenes exóticas que te permiten vislumbrar nada más que unos instantes de una intimidad a la que no tienes acceso en condiciones normales. Tú pasas de largo junto a ellas; ya has pasado, y la escena se queda fija a tu percepción con alfileres. Y luego las olvidas, o eso parece. Hasta que un movimiento casual en tu mente zarandea los alfileres, y la escena te pincha, y ha transcurrido tiempo suficiente ya como para que no sepas distinguir si la viste de veras o la soñaste.

Fue ayer (parece). Sí, claro que iba de perfil, dentro de la bamboleante camioneta que usamos para determinados trabajos, y dentro de mi propio y entristecido voto de silencio. Me agarraba al asa de encima de mi puerta, para que los baches del camino polvoriento, olvidado ya de las lluvias, no me lanzasen contra el conductor. Atravesábamos otra vez esa cantera de arcilla que empieza a convertirse en nuestra particular versión del castigo de Sísifo. Y por entre las arenas movedizas de mi cabeza, y el traqueteo y un resto de atención puesto en la labor a punto de comenzar, vi al hombre que nadaba.

Después de un final de invierno amazónico se han formado charcas en los viejos huecos de explotación de la cantera. Y ahí estaba él, antes de las nueve de la mañana, supongo que desnudo, porque había un montoncito de ropa en la orilla de una de esas charcas. El agua tenía un color verdusco perfectamente preocupante, y su escasa superficie estaba erizada de lanzas de unas cañas oportunistas bajo las que podía imaginarse con facilidad la existencia de alguna trampa. Era, es, uno de esos lugares inhóspitos como una carretera sin fin en un desierto americano, con las paredes verticales de arcilla vacilándote con la hipótesis de un derrumbe, y una ausencia matemática de sombra, y el barro reptando por todas partes, una criatura sigilosa dispuesta a agarrarte por los tobillos y a arrastrarte. Y, sin embargo, el desconocido, el tío chiflado, el muy inconsciente, daba brazadas como si estuviera en el más manso de los mares, regalando una imagen tal de felicidad despreocupada que parecía que sólo pudiera tener engarce en una de esas ensoñaciones de la hora de la siesta.

Y claro que pasé de largo. A lo largo de la jornada sudé como todavía no se había visto en este 2013; me destrocé los pies dentro de la cárcel de mis botas de montaña, y hubo un momento en que estaba tan cansada, tan achicharrada, tan sedienta, tan cargada de peso, que a punto estuve de despeñarme un poquito por una cárcava de la cantera, sin que esa me pareciera la peor de mis opciones. Acabado el trabajo, y bajando ya por el mismo bravío camino, paramos cerca de aquella charca marciana. El adiestrador que nos acompañaba soltó a sus perros, que no tardaron en zambullirse como búfalos en una película del oeste.

Y entonces volví a acordarme de lo que vi por el rabillo del ojo a primera hora de la mañana. Era, la de los cuatro risueños perros, esa misma felicidad forastera del hombre que nadaba sin importarle un carajo la fealdad o el riego del paisaje. Era una ventana abierta de pronto a un mundo de juego situado más allá del lenguaje humano. La intuición de un reino de ángeles.

Ahora, a cada movimiento psíquico que hago, con cada duda y cada pequeño desaliento, me pinchan en el corazón los alfileres de esa escena en la que un hombre desnudo braceaba sin miedo en la charca de una cantera.

Yo quiero ser Ralph Fiennes en "El paciente inglés" (la foto viajó desde aquí)


*: ¿Hace falta que aclare que JAMÁS he pillado a mi novio saliendo de una sauna masculina)?


8 comentarios:

  1. Qué gusto da eso de desoir las voces que gritan "¿pero cómo vas a hacer eso?", y de repente, saltarte tus propias normas... Ejemplo tontuelo: ayer tumbadita sola en el cesped del parque a hojear una guía de viajes de la biblio. No es el colmo de la intrepidez, I know, pero allá cada cual con sus pequeños pasitos.
    Muas!

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    1. No será el colmo de la intrepidez, pero sí del gustor. Todavía tengo pendiente una lista de cosas locas por hacer que escribí cuando el blog era bebé

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  2. Jo nena, me entran ganas de buscarme una charca y meterme dentro!

    Cuánto hará que no hago una pequeña locura?
    Oix... me siento tan mayor...

    Miles de besos.

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    1. Mmm, no digas eso, que me ha dicho un pajarito ficticio que soy mayor que tú, y a mí se me ocurren chorradas muy grandes.

      Un besazo de amor

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  3. No hija mia, no hace falta que nos lo aclares, sabemos que es un ejemplo.
    Te quiero.

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  4. Madre mía, es que he descubierto que la gente es asín.

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  5. Anónimo entre comillas20 abril, 2013 23:38

    Creo que a los que sois capaces de escribír ficciones no os gusta que os hagan esta pregunta: ¿la escena esa del baño la viste de verdad?
    Bueno, a Finnes/Almásy tampoco es que le fuera demasiado bien ¿no? andaba un poquillo quemao...

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    1. No, mujer: a mí lo que no me hace gracia es que mis ficciones y semificciones se estudien punto por punto como si fueran crónicas periodísticas.

      En este caso, en cambio, tienes que confiar en mí: lo viñeta del nadador es cien por cien verídica. Tengo un puñao de testigos.

      Y que sepas que la mañana la acabé igual de achicharrada que el coleguita Almásy

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