lunes, 1 de abril de 2013

El eje verde


Hoy volvimos allí, y ahora me da un poco de apuro hablar de ello. Lo he hecho ya tantas veces que hasta a mí empieza a sonarme a monomanía. Pero no es sólo la mezquina vergüenza de la repetición. Es que me he llenado de tanta luz, de tanto mar y tanto verde, que no sé si mis manos serán capaces de traducir esta pulsión muda y bruta en palabras. Voy a intentarlo. Voy a montarte en mi coche y a llevarte conmigo.

El jueves pasado, en Alhama, escuché mi nombre, y era J., el adiestrador de perros que trabajó con nosotros en las inspecciones contra el uso del veneno en el campo. J. es cariñoso y enfático, y a la mínima te cuela una lección apasionada sobre la manera en que enseña a sus animales. Es una de esas personas imantadas hacia un norte que ellas mismas han elegido. O por el que de alguna manera sigilosa y casi aleatoria han sido elegidas. J. ama a sus perros, y es feliz hablando de ellos. Desprende calor cuando lo hace.

En las raras oportunidades que he tenido de toparme con una de estas personas inflamables, siempre he sentido una mezcla confusa de admiración, agobio y nostalgia. He contemplado maravillada esa capacidad de dotar a la vida propia de un eje rotatorio así de acusado. He envidiado su entusiasmo, y me he sentido también un poco arrugada y un poco empequeñecida, y por eso mismo casi me he visto empujada por cierta región fétida de mi personalidad a formular mentalmente algún inofensivo sarcasmo. Y después he echado intensamente de menos un motivo que me vertebre y me dirija de una manera tan meridiana. Sé que me entiendes: todos hemos sentido en algún momento esa misma envidia agridulce en presencia de un enamorado. Todos hemos tenido que amansar un pequeño ramalazo de Herodes al escuchar un discurso exaltado. Todos habremos querido unirnos a la secta de los fogosos. ¿Tú no?

A mí sí me ha pasado. Me volvió a pasar en Alhama, en cuanto salí del abrazo de J. Admiré. Aspiré ese entusiasmo con un hambre de sanguijuela. Me aburrí, desconecté un segundo, quise darle a J. un capirotazo. Envidié. Deseé tener algo así de fundamental. Y luego continué con mi vida iluminada por discretas lámparas de salón.

Hoy, bajo mis árboles de nuevo, queriendo hablar y hablar y hablar de mis lugares, queriendo llevar allí a mis amigos, y vivir allí, y conjugar todas las formas del verbo amar imaginables, he descubierto que también yo tengo un sol en mi interior. Un motivo en torno al que gravita todo un sistema planetario. He visto una casa encalada que se asomaba a un espolón del monte. He visto unas sábanas tendidas, hinchándose de aire como una gaita. Jose la ha visto también, también ha suspirado. Y yo le he cogido una mano y le he dicho: hagamos una foto de esa casa, colguémosla de la pared de nuestro cuarto, de la nevera. Dejemos que dirija desde ahora nuestros pasos. Busquemos esto, adornemos nuestra tiempo en la tierra con esto. 

La cámara del móvil: el horror, el horror.

Y esto no es más que la vida simple. Abrir las ventanas de una casa, y percibir que el aire libre te aprecia. Estar lo bastante cerca de un camino como para saberte ligado al resto del mundo, y lo bastante lejos como dormir sin tapones en los oídos. Tener un banquito, o una silla reclinable junto a la puerta de esa casa, y pasarte las horas vivas bebiéndote el paisaje. Mirar como quien medita. Inspiras: dejas entrar a los pájaros en tu casa; expiras: las nubes son un Hollywood dorado. Engancharte a la noria de las estaciones. Marzo: el verde de la hierba anonada. Abril: ¿ves esas manchas más claras encajadas en los valles? Son los quejigos, que acaban de hacerle al invierno un refinado corte de mangas. Mayo: el carnaval de los abejarucos dura ya semanas. ¿Los escuchas tocar sus silbatos chiflados? Julio: llega hasta aquí el eco esponjoso de las hachas de los corcheros. Septiembre: algo muy antiguo y persuasivo vibra en los vericuetos del bosque. Los ciervos machos braman de excitación, y a punto estás de creerte que vienen a por ti. Noviembre: acabas de encontrarlas, de limpiarlas, de trocearlas, y ahora perfuman de bosque toda tu casa, las setas que vas a comerte dentro de un rato, el destilado de un ecosistema completo. Enero: y si las rachas del Levante te han empujado hasta aquí adentro, hasta tu casa arropada con libros, ¿qué no soplará allí abajo, pegando a las barbas del Peñón? Febrero: llueve, hace sol, llueve, llueve, sol, llueve, y hay un río en cada cuneta, y hasta tus uñas están por arrancarse a hacer la fotosíntesis.

Un lugar así, limpio y ruidoso de verdes, es mi vocación. Cantarlo, contar esta y otras historias, cada vez más mi pasión. Ojalá no se me olvide nunca que también yo puedo ser una de esas personas entusiastas.

6 comentarios:

  1. Anónimo entre comillas01 abril, 2013 23:15

    ¿Cómo vas a olvidarlo? Dejarías de ser tú.

    El móvil se ha tomado suficientemente en serio su oficio de cámara fotográfica.

    Compartimos vocación.

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  2. PLAS PLAS PLAS!!
    Que bien hablas, chikilla!
    Con un poquito más de zoom se vería más la casita del australiano. Algún dia de estos habrá que ir a saludarle, aunque sea con la excusa de ir buscando mariposas u orquídeas en peligrísimo de extinción...
    ;-)
    CROAK CROAK!.... Digooo, Buenas Noches! (con tanta agua me van saliendo goteras en la neurona)

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    1. Ranita, es que el zoom de mi teléfono listo es casi, fabrica imágenes cas, casi tan miopes como las de mis ojos. Ese australiano ha de entrar en mi vida.

      (Pero, ¿y la de chantarelas, primo?)

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  3. Mi sueño dorado,por dios!.
    Josa Miguel, el tal australiano, no necesitará por casualidad compañera de piso?.

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