Entonces,
sin que ningún síntoma preocupante la anuncie, se presenta en mi
casa la euforia. Y no le importa en absoluto si resulta oportuna; si
rima con el tiempo con que ha amanecido este día; si la
circunstancia en la que me encuentra es la más adecuada. Sólo se
cuela por alguna rendija que sin darme cuenta he dejado abierta, y
empieza a crecer con un ruido de caracola puesta en la oreja, y crece
y crece, y llega un momento en que parece que me va a estallar hasta
el sujetador de tanto como crece. Pero ese momento pasa, y mi cuerpo
aprende a convivir con ella, y de repente me encuentro haciendo
ejercicios espirituales para no acostumbrarme demasiado a su
presencia.
Hasta
que advierto el rigor castellano de semejante tarea, y me digo a mí
misma, o lo dice la voz seductora de la euforia a través de mi boca,
que qué leches, si yo no me he caracterizado nunca por ser una
estoica, precisamente. Y así es como decido transformarme en una
antena parabólica receptora de ondas eufóricas. El cielo tiene hoy
su día ciclotímico, y a ratos la pantalla de mi balcón se codifica
como en los partidos del Canal +, y a ratos un tsunami de sol inunda
mi casa y es como si alguien muy grande, alguien a quien llamaría
Dios, si creyese, estuviera soltando una gran risotada. El jazmín
crece desgarbado como un adolescente que, a pesar de la hosquedad y
los granos, promete. El saltamontes que me ha subarrendado el gozne
de los postigos sigue en su puesto, y juro que percibe mi presencia.
Me acerco, le digo amablemente hola, Pepito G., porque soy
capaz de cogerle cariño hasta a un imperdible, y él me devuelve el
saludo estirando una de sus serradas patazas.
Y
siguiendo la línea evolutiva llegamos hasta Jose, que no para de
encadenar una faena minúscula tras otra, con la expectativa de que
la suma de sus tareas compense el tiempo que paso en la cocina.
Míralo, criatura, cómo llena de agua las botellas de vidrio, porque
el plástico es el demonio globalizado, fucsia, la suya, azul
turquesa, la mía. Cómo llena la aceitera, el salero, el azucarero.
Es que hoy se ha levantado con furia rellenadora, igual que ayer se
levantó con furia vaciadora, y dejó el piso sin un mala servilleta
sucia, sin tapas traicioneras de latas de atún, sin vasitos de yogur
relamidos, sin tarros pegajosos de cristal. A mí me enternece su ir
y venir, y no puedo más que concluir que sí, que las cuentas
hogareñas salen, y que puede que yo me sepa los trucos de magia
culinaria, pero que es él el que mantiene a raya las fuerzas de la
entropía en esta casa, y el que nunca se olvida de llevar a cabo
todas esas tareas que, cuando vivía sola, no cumplía más que
cuando me asustaba demasiado el síndrome de Diógenes.
A
estas alturas he acumulado ya tanta euforia que amenaza con volverse
tóxica. Si no la utilizo para algo provechoso, terminaré pintando
las paredes con pintalabios, o convirtiendo mis jerseys en pajaritas.
Es el momento de cocinar. Es el momento de rehabilitarme de la
prodigiosa ineptitud que desplegué en las clases de Manualidades, o
Pretecnología, o cualquiera que fuese el eufemismo con el que
llamaran a esas horas de tortura. Es el momento de recortar círculos
de polenta con uno de los aros metálicos que compré para conseguir
el carnet de gastrónoma avanzada, y que ahora sólo me inspiran
visiones perversas. El momento de tornear hamburguesas mullidas como
los cojines del sofá de tu abuela; de plegar triangulitos de pasta
brick rellena de calabacín; de quejarme amargamente ante el Creador
por mis dedos hemipléjicos; de comerme todos los desbordamientos de
relleno. Es el momento de que la esquizofrenia meteorológica me
afecte, y de que mi garganta profunda combine fados con estribillos
indecentes de Pitbull. Es el momento de que la polenta me recuerde el
efecto especular y raro de la lluvia en Venecia, porque cuando estuve allí llovía a cubos, y me quedé con ganas de comerla; y los briouats,
la tromba de agua que salió al paso del microbús con el que
recorrí los eriales de Túnez; y la radio, lo mucho que llovió el
invierno de los atentados de Madrid y de mi enamoramiento bombero.
Es el
momento de parar, poner los brazos en jarras, mirar por la ventana y
comprobar que ha vuelto a llover, y que a la vez brilla un sol
demencial. El momento de adivinar por fin que la euforia no es más
que un mensaje en clave de que hoy es lunes y yo estoy enamorada sin
remedio hasta de las migajas más triviales de mi vida.
Eufórica quedo despues de leerte,chica.
ResponderEliminarPues mola ser infecto-contagiosa de esta manera.
ResponderEliminarSupongo que el hecho de que sea lunes no tendrá nada que ver con tu euforia, que será una simple casualidad, claro. Yo no tengo nada en contra de los lunes, pero reconozco que me siento más Gene Kelly a punto de iniciar su Singing in The Rain muchos sábados por la mañana, así que ya no lo atribuyo a la casualidad. Sencillas razones: eliminar la prisa, desayunar en casa, salir a buscar cosillas ricas para cocinar...aunque llueva a cubos venecianos. Nada, a pisar charcos...
ResponderEliminarAmiguita, es que lo poco bueno de tener turnos de tarde es que a veces los fines de semana se alrgan media jornada más, y esa dosis extra de amor te convierte en una puta beata.
Eliminar¿ No es verdad que la escena de Gene es la mejor de toda la historia del cine? Tendré que hablar sobre ella largo y tendido.
Me encanta la lluvia, la polenta, los zapallítos rellenos, y los mates con tortas fritas y dulce de leche que tomaba con mis padres los días de lluvia.
ResponderEliminarWhat? Zapallitos? Yo mirar Google: ¡calabacines! My God. Qué viva el cono sur. ¿Rellenos de qué? ¿Sólo los días de lluvia?
EliminarA me olvidaba, yo túbe de mascota un matapiojo de palo en una planta de tomate, cada vez que yo pasaba por allí el se asomaba.
ResponderEliminarEsto es ya demasiado: matapiojo de palo? Adorable.
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