Y yo, que no soy religiosa, despierto hoy
con un ramalazo de devoción. A las siete mondas de la mañana me
sorprendo muy quieta bajo las mantas, como una huerfanita asustada.
Escucho a esos pájaros que han vuelto a tomarme el pelo, haciéndome
creer con su jaleo que era una hora decente para que los cristianos
se levantasen. Y, en vez de maldecirlos, me da por unirme a ellos. Se
dan los buenos días, cotillean, agradecen a su dios que, tras el
viento feroz de esta noche, les haya sido concedido un nuevo
amanecer. Algunos pían todavía asustados, otros vociferan; los hay,
me parece, que rezan. También yo tengo ganas de sumarme a los rezos.
Por favor, Señor de las criaturas, regálanos un día sin monzón ni
huracanes. Por favor, que la intemperie deje de odiar a los seres
humanos. Por favor, que las orejas de mi padre no pierdan nunca su
tacto de peluche. Que siga ronroneando cada vez que me cebe con
ellas. Que sea siempre el primero en levantarse para abrir la cancela
del porche. Que no pierda las ganas de bajar al huerto. Por favor,
que a nosotros nunca nos llegue a parecer idiotas los toc, toc,
toques en el tabique con que nos saludamos al despertarnos. Que no
nos cansemos. Que conservemos para siempre la vocación de señalarnos
lo bonito.
Un sopor celestial me está venciendo
cuando, efectivamente, mi padre se levanta, e inaugura oficialmente
el día al abrir la cancela. Me gusta lo medieval de ese gesto. Me asomo
a mi ventana, y más que ver, porque sin gafas no soy nadie,
compruebo en la vibración educada del aire que las ramas de los
árboles están quietas. Las nubes se abren y cierran como un
acordeón, y en la luz de sol fileteada que se cuela entre medias me
estiro. Mientras bajo las
escaleras, remolcada hacia la cocina por el olor del café, recuerdo mi última plegaria. Por
favor, que la conformidad no me parezca un estado debilitado del
carácter. Que no pretenda yo que las cosas permanezcan. Que se me
olvide rezar.
Y a lo largo de la jornada, se me olvida,
vaya que sí. La letanía que sólo sabe expresar deseos es
sustituida por un himno de gratitud. Escalamos la calzada que conduce
al escénico castillo de Castellar, y el sudor que me humedece el
canalillo me parece agua bendita. El monte huele a miel, a mí me
sobra ropa, y mis árboles favoritos acaban de cambiar sus armarios,
y se visten ahora con un verde recién nacido que me arranca gemidos
de ternura. Mi padre se queja de la cuesta asesina, de la humedad
camboyana, de la suela traicionera de sus zapatillas, pero el acento
con el que cecea es una especie de risa. Yo voy unos metros por
delante de él y de Jose, porque mi cintura no soporta la parsimonia.
Y entonces empiezo a hacer asociaciones
inverosímiles. Me acuerdo de una frase del libro de Don DeLillo que
me traigo entre manos, El hombre del salto: una mujer que
consiguió salir de una de las Torres Gemelas tambaleantes declara
después que, aunque viviera cien años, seguiría en aquellas
escaleras infinitas de la evacuación. Y me acuerdo también de una conversación telefónica que
mantuve con mi amigo sobre el enamoramiento, entendido como ese
estado obnubilado de la mente, opuesto al deseo, que se basta a sí
mismo para embriagarse, y que por tanto, no precisa necesariamente de
correspondencia o resolución. Y ato mi nudo diciéndome que, aunque
viviera doscientos años, siempre querría volver a estos lugares, y
respirar el aire de estos árboles. Y que debo de estar
verdaderamente enamorada, porque siempre seré capaz de marcharme, pero
mi arrebato durará.
Y ellos, que siguen unos pasos por
detrás, no me ven sonreír. Me he dado cuenta de que admirando,
agradeciendo, escapándome del afán de atrapar lo que amo, se me ha
olvidado rezar. Se ha cumplido así mi última plegaria. Los cielos
volverán a cubrirse, el viento soplará aunque a mí me apetezca
ponerme el biquini. Llegará el momento en que mi padre no pueda
cavar ni seguir arrancando hierbas, y yo tendré que alejarme. Habrá encuentros, habrá pérdidas. Y, a
pesar de ello, todas las mañanas, sabré seguir cantando.
Pues a pesar de mi descreencia rezo por ello, pequeña, porque cada mañana sigas cantando y, de paso, escribiendo como haces pues para mí eres como un ruiseñor alegrándome el día.
ResponderEliminarUn besito, preciosa.
Qué cosas más bonitas me dices siempre, me pongo así, blandita.
EliminarEsa era la gracieta, que yo sólo creo en la materia y su corrupción, y sin embargo, será por todo el tiempo que paso al aire libre, a veces ss me escapa la vena pagana.
Besos, pajarilla