domingo, 31 de marzo de 2013

La memoria de todos

 
A la hora de la siesta el viento se puso otra vez tan energúmeno, que a mi mente gelatinosa no paraban de ocurrírsele ideas de ultratumba. Usaba el viento la garganta de la chimenea, y yo pensaba en el perro de Baskerville. La persiana de la terraza no dejaba de llamar a la puerta, asustada, y poco me faltó para inventarme algún cuento gótico ambientado en un páramo. Tal vez si me aficionase al windsurf, al kitesurf o a cualquier otra chorrada en la que la calma chicha sea una muerte por inanición, conseguiría superar esta tirria a las neurosis del aire. Sería estupendo: estar enganchada a las páginas de meteorología, y ponerme cachonda cada vez que la fuerza del viento pasara de 4. Y sería enriquecedor: lograría corregir mi equilibrio de borracha; se me pondrían los brazos como a Popeye; me lanzaría de cabeza a la erótica del neopreno; y aprendería a comportarme como una rubia sobrevenida. Hasta entonces, el viento y yo, enemigos.

Pero estábamos los dos en el sofá, jugando de nuevo a mamá y bebé koalas, casi desbordándonos del cauce. Y hacía ese calorcito glorioso de los cuerpos; y la chimenea ululando, la persiana batiendo, mi padre pasando las hojas de la revista, todo eso componía una pieza de música experimental tan rara; y la combinación de ternura y vendaval era tan desconcertante, que me dio por pensar que si me hubiese muerto de repente, ahí, en el sofá, no sé, si hubiera sufrido un derrame cerebral fulminante, y la película completa de mi vida hubiera tenido que rebobinarse en un segundo, tal vez mi conciencia no habría sido capaz de reconocer ni un fotograma. Por qué no. Me muero, todo es súbito y desacostumbrado; casi sigo escuchando el mismo viento, uh, uh, todavía no me he enfriado; pero mi memoria ya se ha disuelto, a lo mejor demasiado deprisa, y se ha confundido con los recuerdos de otros que, como yo, acaban de morirse.

Me veo afeitándome. No las piernas. La cara. Un resto de mi antigua conciencia se aferra todavía a su condición femenina, y se espanta. Qué está pasando. El problema es que todo pasa demasiado rápido, y que se ha acabado ya el tiempo de analizar. Me veo rugiendo de dolor en una sala de partos. Eso me da idea de que había cierta información oculta en el mito de que, cuando te mueres, tu vida te pasa por delante. Veo cajas embaladas en la nave de un polígono industrial, y sé que en ellas están los restos del naufragio de la librería que acabo de desmantelar. Veo a un niño regordete comerse media tableta de chocolate, ávido y ausente como un bulímico, y me doy cuenta fríamente de que soy una madre que aborrece a su hijo. Me veo esnifando cocaína.

Ahora estoy en un restaurante chupando patas de cangrejo. Suena un bum, un bum bastante mediocre, la verdad, y si dejo de comer y miro hacia mi derecha, tres mesas más allá, es porque alguien ha gritado. Y allí veo a un hombre con la cabeza sobre su plato, la chaqueta blanca de su pareja salpicada de una salsa que no es tomate, y yo pienso con flema que Moscú se ha convertido en un lugar malsano. Ahora sobrevuelo Australia, y en media hora cuento cuarenta y tres incendios. Ahora mi marido me acaba de dar una hostia con la palma abierta, en la cara, y el estupor es todavía más grande que el dolor o el miedo. Ahora pronuncio un “sí, quiero” que suena tan contundente, que me da la impresión de que en mi promesa hay gato encerrado. Ahora me caigo de una litera por querer darle por saco a mi hermano. Ahora le digo a una chica con flequillo, de cuyo nombre no me acuerdo, que haga el favor de borrar mi número de su agenda.

Veo el váter verde hospital de un apartamento en Benidorm. Veo las manos de reptil de mi abuela trenzando esparto. Veo el taller donde le pusieron un alerón dorado a mi coche. Veo un gato apedreado por los niños de mi calle, y una piedra en mi mano. La marca de la liga de novia sobre la piel de mi muslo. La trompeta de plástico que me compró mi padre en una verbena de verano. El muñón empaquetado de mi pierna recién cortada. Un cielo amarillento sobre Berlín. Los calcetines calados de la chica a la que quise en sexto. La casa sola, muda, después del funeral de mi marido.

Veo tantas cosas. Antes de que la luz se apague definitivamente, me veo a mí mamando, y la extrañeza que no ha dejado de acompañarme en toda la proyección se disipa. Ese bebé sí soy yo. Porque yo soy cualquiera. Y me voy en paz, sabiendo que al final todos somos uno, y nos terminamos fundiendo en un mar de recuerdos comunitarios.

5 comentarios:

  1. Porqué no... ;)

    Hoy has dado un plato nuevo con el que alimentar a mi imaginación.

    A mí el viento tampoco me gusta.

    Besos.

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    1. El viento es el síndrome premenstrual de la meteorología. A ningún ser humano normal y no neoprenado que se haya acercado al Estrecho de Gibraltar lo suficiente puede gustarle el viento.

      (En cambio, a mí me gusta cada vez más esa equivalencia entre escritura y cocina).

      Ahí van otros pocos de besos.

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  2. Oh-my-Godness! O_O.
    Silvia, sé que mis aportaciones son básicamente de fans, pero es que me gusta mucho como escribes. Y point.
    Besos de fans.

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    1. Amor profundo me acaba de asaltar por ese emoticono, o como eso se llame.

      Te devuelvo besos de la misma raza.

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  3. Madre mía como escribes tía!!!!!
    No me importaría contar contigo como guionista de mi vida.
    Alguien tiene que darte a conocer a mas gente para hacerles felices.

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