Hay
un momento en el desayuno en que, vista desde fuera, debo de volver a
recordar a una de esas mujeres de los cuadros de Vermeer, tan llenas
de sí mismas, tan pálidas, con tan poco pelo (en estas dos últimas
cosas, obviamente, no me parezco), de las que no se sabe muy bien si
son el colmo de la ecuanimidad o el colmo de la memez. Por el balcón
entra una luz como la del final del túnel; de nave espacial
colocándose encima de tu coche y tu cabeza para proceder a
abducirte. Una luz que a mí me desactiva consciente, preconsciente e
inconsciente, todo a la vez. Meto un cuchillo en el bote de miel de
aguacate, y la dejo caer. Con esa morosidad envidiable. El sol
atraviesa el chorro casi estático, y me convierte en rica. El sol es
el rey Midas. Me acuerdo del anuncio de J'adore;
me asaltan visones eróticas somnolientas. Así me paso un rato, el
codo izquierdo sobre la mesa, la mejilla apoyada en la mano, viendo
caer la miel dorada. Jose me pregunta si estoy bien, de donde deduzco
que la expresión extasiada que creo tener es mucho más íntima de
lo que pensaba. Claro que estoy bien, le sonrío, sólo que...
Entonces me acuerdo de aquella canción de Quique González, Torres
de Manhattan. Sólo que, después
de estos últimos días de aguacero, estaba muy falta de domingos
soleados.
Y
al encender el portátil (el sano), he buscado una lista de canciones
de Quique. Qué tiempos aquellos, eh, Quique, cuándo creíamos que,
poniendo la pose adecuada y eligiendo unas gafas de aviador de
cristales ahumados, conseguiríamos parecernos a los héroes de
nuestras películas favoritas. Lo escuché mucho, entonces, en las
tardes solitarias de Jimena. Me hice un poco la loca: me empapé, a
sabiendas de que esa dieta de canciones mojadas no era la más
conveniente para la salud de mi corazón. Pero cómo no iba a
escucharlo. Miguel, que era amigo suyo, me había prestado uno de sus
discos. Y como Miguel no parecía tener la menor intención de saber
de qué color eran mis pijamas, tuve que conformarme con la metadona
de la música.
Y
la verdad es que nunca entendí bien aquellas letras un tanto
esotéricas. Enamorada como una idiota, oh, tautología, yo escuchaba
cosas como que hay que creer en el milagro mundano de
carnes a la brasa, y el poco
raciocinio que permanecía latente en mi cerebro me informaba de que,
a continuación de ese verso, pegaban unas cuantas burlas de mi
parte. ¿Carnes a la brasa? ¿Lo qué, chaval? ¿Eso es una metáfora,
o es que los porros te han dado tela de hambre de proteínas? Nunca
me enteraba muy bien de quién era más golfo en las canciones, si la
rubia con el rimmel corrido, o el rockero empapado de gin tonic, o
ambos, o ninguno de los dos. Pero qué importaba. Y esa atmósfera de
road movie, esa complacencia del dolor suave, las pérdidas, los
hombres taciturnos que nunca dejan más huella que un chupetón
efímero en el cuello; la noche tóxica y la resaca, y la desolación
eterna de los kamikazes enamorados. Qué importaba: me daba grima, y
a la vez, me enganchaba. Cómo no. Si pasaba lo mismo conmigo. Era
una adicta a la falta de raíces, y a la cascada de sonidos duros y
afligidos de la carretera americana, las cuerdas afiladas de la
guitarra acústica, la armónica, las ganas de escapar en un
descapotable. Yo odiaba la parálisis de aquel invierno tan lluvioso,
cuando me pasaba tardes enteras pendiente como una Medea a que sonara
el portero automático. Pero no ponía ningún empeño en calzarme
las botas del trabajo y el impermeable, para quemar el flechazo
estéril dando pasos voraces y largos por cualquier camino embarrado.
O para llegarme hasta la caravana del hombre al que esperaba como la
princesita dormida de un cuento.
Y
es que estaba tan falta de domingos soleados como el de hoy. Ahora
escucho las canciones de Quique con un deje de ternura paternal, y
ganas de aconsejar a la Silvia de hace diez años. Era tan fácil
salir de aquello. Sólo había que dejar de tenerle miedo a la
lluvia. O esperar a que, con el sol, todo se fuera secando.
Me encantan esos momentos de inconsciencia consciente, cuando algo tan simple como la miel absorbe tu mente y quedas prendida, ausente del tiempo... y más aún cuando es alguien el que te saca de ese estado.
ResponderEliminarBonito paseo por tu pasado...
Un beso.
La pena es que, al hacer recuento de nuestra vida, esos momentos nunca nos parecen estelares.
EliminarOtro beso para ti.
Vida mia, como me enternecen estas historias de tus afectos y desafectos, de los que nunca dejaste adivinar nada.
ResponderEliminarTe quiero.
Será porque nunca hemos sido muy extrovertidos en casa.
EliminarYo a ti.