jueves, 21 de febrero de 2013

Los androides nos invaden

SEUR ha llamado dos veces al interfono de esta casa. Dos veces se han pedido DNIs. Dos paquetes han sido entregados. Dos veces hemos rasgado el plástico opaco e indestructible que los envolvían. Dos veces hemos gritado yiipiii, como si acabáramos de descubrir los regalos dejados por los Reyes Magos. Dos medias tardes las hemos gastado poniendo a punto nuestros nuevos cacharros. Ahora, el estante donde siempre dejamos las llaves se ha convertido en una especie de altar. Dos smartphones han llegado a esta casa con la intención de reprogramar nuestras psicologías.

Porque ¿sabéis qué? Un smartphone se introduce amable, insidiosa, voluptuosamente, entre la realidad y tu manera particular de responder a sus estímulos. Corrige las dioptrías de la mirada que le lanzas a lo que te rodea. Se convierte en una especie de bisagra. A las pocas horas de convivencia, empiezas a contar los años en A.S. (Antes del Smartphone, of course) y D.S. La era A.S. de pronto te huele a rancio. Definitivamente, el aparato te cambia. Te desconfigura o reconfigura lo suficiente como para que lo consideres, más que un aparato, una extensión de tu organismo.

Dejad que os presente a un personaje ficticio para explicarlo. Puede que a alguien le resulte familiar, y que tienda a compararlo automáticamente con cierta persona que aparece por estas líneas con bastante frecuencia. Pero, creedme, todo parecido con la realidad es pura causalidad. Lo llamaré Anacleto. Podría decirse que Anacleto es un conservador. No en lo que respecta a sus convicciones sociopolíticas o culturales. De hecho, Anacleto se precia de ser un tío moderno. Usa zapatillas molonas y gorritas de las que se ven ciento por La Latina o Malasaña, y es capaz de chuparse una sesión continua de cine compuesta por Morena Clara y Taxi Driver. Pero en lo que se refiere a sí mismo, Anacleto no es muy amante del cambio. Si algo lleva funcionando en su vida desde que iba con pañales, para qué va a cambiarlo. El marco con el que encuadra el mundo lo heredó de la abuela que de niño le preparaba la merienda y le enseñaba a distinguir los lances del toreo. Eso, por supuesto, hace de él una persona pintoresca y adorable, pero, para qué negarlo, a veces te da la impresión de que Anacleto se recrea gratuitamente en lo antiguo.

Y, sin embargo, hace unos días, Anacleto transigió. Una de esas series aleatorias de sucesos que a veces dan un resultado insólito. Hace años, cuando no le pareció ni siquiera normal seguir posponiendo el momento de llevar teléfono móvil, se compró un modelo de esos que él llama de conchita. De los que tenían una tapa que se abría con un movimiento grácil de muñeca, y se cerraba con un gallardo y asertivo plop. De esos que hará sólo cuatro años eran el colmo de lo chic, y ahora se ven paleolíticos. Pues bien, Anacleto es de esas personas que más que cuidar sus cosas, se desviven por ellas. Es un poco animista, la verdad, y establece vínculos de amor con sus objetos. Su teléfono de conchita, sin embargo, empezó hace unos meses a manifestar síntomas de senilidad. Se oía mal y perdía por completo la cobertura, lo cual, unido al hecho de que Anacleto apostaba disparatadamente por las tarjetas de prepago, hacía de él, en lo que toca a las telecomunicaciones contemporáneas, una persona digna de lástima.

Pero Anacleto, ya lo sabemos, es muy suyo. Sobrio, un tanto asceta. Cada vez que veía a un grupito de adolescentes dale que dale a las teclas de sus smartphones, en vez de comparándose las respectivas tallas de sujetador, pegadas unas a otras, y a la vez tan distantes, Anacleto renegaba. Mundo gilipollas, maldecía. Él, bueno, quería un teléfono únicamente para hablar con sus padres y con su novia Petra, no para esas chorradas. Porque a él le gustan los seres humanos en vivo y en directo. Y, sin embargo, cuando ya no pudo seguir posponiendo la hora de jubilar a su molusco de teléfono, y de pasarse a contrato como cualquier adulto con nómina, se encontró con que la compañía telefónica le enviaba uno de esos smartphones del diablo.

¿Creéis que nuestro amigo se ha mantenido firme en su celibato androide? Para nada. Anacleto ya no es el mismo. No hace ni veinticuatro horas que recibió su nuevo aparato, y ya no es capaz de separarse de él. No ha aprendido todavía a quitarle el sonido a las teclas (a su abuela también le hubiera costado), así que ahí está, haciendo música mientras le comunica a todos sus conocidos que ya tiene whatsapp. De repente tiene la impresión de que algunos contactos que languidecían en la agenda de la conchita pueden ser de nuevo recuperados. Es como si el mundo se hubiera teñido con una intimidad especial. Toda la gente que ha conocido y a la que dejó de tratar está metida en su teléfono nuevo, ávida por escuchar un bip de aviso. Una modalidad intacta de comunicación se abre ante sí. Ya puede el mundo entero volverse sordomudo. Qué más da, mientras sus dedos sigan teniendo yemas. A partir de ahora, Anacleto mirará cada poco la pantalla impoluta, para verificar su grado de pertenencia a la sociedad. Va a convertirse, esa pantalla, en algo como el espejito mágico de la madrastra de Blancanieves. Y eso por no hablar del hecho de tener, via internet, todo lo divino y lo humano metido en el bolsillo. Ahora puede acceder gratuitamente a lo que le gusta. Si quisiera, podría descargarse aplicaciones con tablas de Pilates y con mil recetas para hacer la paella. Ya no necesitará apuntarse a gimnasios ni a clases de inglés. No necesitará rozarse con la realidad física de otros seres humanos para aprender lo que no sabe y compartir lo que le anima. Tal vez se vuelva bidimensional.

Anacleto can´t stop (Foto tomada con mi cacharrito nuevo. Faltaría más)

Si no fuera porque Anacleto, como dijimos, es un poco antiguo. Se crió en una época de radiocasettes y transistores que aquellas adolescentes autistas no podrían ni concebir. Eso lo salvará de volverse irrecuperable.

5 comentarios:

  1. Yo todavía pertenezco a la era A.S., no sé si sere capaz de reconvertirme, entrar en la secta smartphoniana y ser uno más de los abducidos que para lo único que tienen ojos es para su cacharro.

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    1. lectoraadicta siempre tan mesurada. Mujeeer, que la abdución depende de la voluntad de cada cual. Mi reto de este mes demuestra que yo la tengo.

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  2. Anónimo entre comillas22 febrero, 2013 22:55

    ¿Así que "todo parecido con la realidad es pura casualidad"? Pues resulta que ese señor de la foto (Anacleto) no es que se parezca, es que "es" esa persona que aparece por esta líneas con frecuencia...¿Ha caído también en la red?
    Antes de ponerme a leer esto me he reído un rato con mis amigas Vagabundas (vía Smartphone, claro) mientras nos poníamos de acuerdo sobre si íbamos partirles las piernas, sacarles unas navajas, tirarles a la cara una caja de condones...a las malas-malas de enfrente. ¿Que eso se hacía ya desde un chat de cualquier ordenador? Ya, pero para mí es nuevo ¿y si a la vez quieres que vean algo que estás leyendo o mirando? le haces una foto y lo compartes...Ah, ¿a que eso no podía hacerse?
    Lectora adicta, que los ojos pueden mirar ese cacharro y lo otro y lo otro, que la mirada es inagotable...

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    1. Jejeje, Anacleto. Jejeje, las Vagabundas. ¿Pero las malas-malas de enfrente? Esta sí que está abducida, lectoraadicta, pero por los habitantes de Raticulín.

      (Efectivamente, ese "señor" de la foto ha caído)

      Te hago la ola con lo de la mirada inagotable.

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  3. Desde luego no se puede ser mas divertida ecribiendo, me he tronchao.
    Eres genial en cualquier genero.

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