Me pasa con el mar lo que a los granaínos
con su Sierra: que a fuerza de haber vivido media vida bajo su
influencia, apenas si puedo verlo más que con los ojos de la
nostalgia, cuando me alejo de su orilla. Los domingos por la mañana,
el paseo marítimo de Estepona bulle de gente y de ruedas de bici y
carritos y, sin embargo, me apostaría media nómina a que, de todos
los que vamos de arriba a abajo, de abajo a arriba, sólo el hombre
que va conmigo, y dos o tres bávaros más, saben prestarle la
atención que se merece al mar.
Ellos, los de tierra adentro, los que van
aprendiendo a no preguntar si el viento hoy viene de poniente o de
levante, para no generar olas de cejas levantadas, o peor aún, de
explicaciones prolijas sobre colores del agua, arena que se levanta,
o ropa que conviene o no poner a secar, ellos cruzan el paso de
peatones que conecta el centro urbano con la playa, y antes de unirse
a los demás, se paran de frente y le rinden su homenaje al mar.
Toman aire, ahuecan los pulmones, como si en vez de piel les
estuviera naciendo plumaje, y guiñan como italianos, hasta que
logran acostumbrarse a la luz en escamas que derrocha esa superficie
exagerada y engañosa de agua. Y al fondo, el volantito coqueto de la
línea de costa africana, y el Peñón, que a mí me recuerda hoy a
un tricornio, pero que a nuestros chicos de secano les debe parecer,
no sé, una especie de isla mítica donde los cíclopes se comen a
los pescadores despistados. Yo creo que se espantan. Normal. También
yo me espanto cuando, haga los kilómetros que haga dentro de la
provincia de Granada, descubro que ese monstruoso telón de mineral
bruñido que es Sierra Nevada se empeña en seguirme los pasos.
Los que somos de aquí nos limitamos a
andar. Que no es poco. Seguimos la línea recta del paseo, sin
cuestionar el paisaje o la ausencia de alternativas a la dirección
que van a tomar los pies. Con una seriedad de glóbulos en el
torrente sanguíneo. Es domingo. Hay un sol que molestaría hasta a
Stevie Wonder. Es lo que toca, andar. No andar y cotillear, o andar
para dejarse ver, o andar para llegar a algún sitio. Se anda, y
punto, igual que se respira. A lo sumo también se habla, o se
canturrea, que es lo que hace este tipo particular de andaluces
cuando quiere comunicarse. Hay quien escala un peldaño evolutivo y
se pasea en bici, pero que nadie se lleve a engaño, eso no es
deporte, sino el mismo deambular.
Hay quintetos de jubilados con las manos
agarradas a la espalda, empujados hacia delante por la vela latina de
sus barrigas. Galeses que, en chanclas de goma y tirantes, le faltan
el respeto a sus siete décadas de vida. O que parecen admirarse,
entre sonrisas beatíficas, de toparse con niños rubios, a estas
alturas del norte de África. Hay escotes blandos y temblorosos como
el culo de las gallinas, salpicados de motas marrones que sólo una
compasión muy tierna podría calificar como pecas. Hay otras viejas
dispuestas a marear a la humanidad entera con su olor a flores,
narcisos, gladiolos, camelias, yo qué sé, una cosa así de
recargada. Perlas solitarias compradas quizás en Gibraltar, faldas
de lana cuya largura no consigue disimular el andar palmípedo tan
característico de las abuelitas esteponeras. Hay mujeres que agarran
a sus maridos justo por encima del codo, con un orgullo de
propietarias parecido al de Neil Amstrong colocando su bandera en la
Luna. Hay más carritos de bebé y más culos tocineros que en
ningún lugar de Occidente, calculo. Hay hordas uniformadas con
chándal. Hay combinaciones de pantalones deportivos y camisas de
franela a cuadros, que la OMS debería clasificar como altamente
nocivas. Hay viejos a los que la melena canosa les amarillea, y a los
que no es preciso acercarse para saber que huelen a lata de sardinas
y redes puestas a secar. Hay adolescentes que expresan su diferencia
con quejas sobre la falta de perspectivas ambiciosas que ofrece este
eterno deambular, y que pese a ello, domingo a domingo, siguen
paseando. Sé de lo que hablo.
Y, sin embargo, hay algo de conmovedor en
el empeño con que toda esta gente vertebra sus ocios en torno al eje
marcado por la orilla del mar. Embarazadas. Padres que empujan el
carrito de sus primogénitos. Familias en bici, como un grupo de
perdices pizpiretas. Niñas que empiezan a pintarse las uñas ellas
solas, y a creerse mayores. Novios primerizos. Ese que fue contigo al
instituto, y que no puede ser, cómo se ha puesto de gordo.
Matrimonios que todavía conservan un resto de la voluntad de Año
Nuevo, y que se están poniendo grises a fuerza de pechuga de pavo.
Guiris a los que hasta las papeleras les parecen pintorescas.
Grupitos de viudas. Viejos a los que la muerte les da unos metros de
ventaja. Todos encontramos un símil de trayectoria en el paseo.
Todos nos colocamos sobre la línea recta como notas en un
pentagrama.
Cuando rompemos la línea, y descruzamos
aquel paso de peatones que nos devuelve a las calles, nos llevamos un
trocito de mar sonriente en la esquina de la mirada, sabiendo que no
hace falta despedirse, porque el ritual se repetirá pronto, como
mucho en una semana. Y porque la luz del mar, los vientos marinos,
nos siguen siempre, y se meten en nuestras casas.
Que poético el símil del volantito,me gusta.
ResponderEliminarEstá feo que lo digo, pero escribí la frase con una sonrisilla "mola mil"
Eliminar¡Cuánto echo de menos el mar!. Menos mal que con tus post, parece que me llega una olita fresca a los pies...Si, cursi pero cierto.
ResponderEliminarÁnimo con el pleno al 28!. YES, YOU CAN!
Chica, pues vete encargando una arroba de protector solar de factor 80 para este verano, que yo te llevo cual Gracia de Mónaco por las costas andaluzas y portuquesas.
EliminarY que sepas que he estado a punto de acostarme hoy sin cumplir el reto. Hasta que me encontrado con tus ánimos. Eres monada.