Yo
misma soy un síntoma de estos tiempos ávidos y piratas. Porque
quiero un smartphone. De verdad, lo quiero. Lo tiene todo el mundo,
¿no?. Pues lo quiero. Como si no pudiera identificar perfectamente
el año de mi edad adulta en que escuché hablar por primera vez de
esos teléfonos con que los italianos peroraban como perturbados por
las calles. Como si entonces no hubiera dicho “¿yo? Ni de coña”.
Como si no hubiera tenido que acostumbrarme a la idea de internet,
igual que un gato asilvestrado a la presencia de los humanos. Como si
fuera mentira que, cuando yo era pequeña, no había teléfonos fijos
en absolutamente todas las casas del universo. Como si no hubiera
jugado en la oficina de mi padre a ser la secretaria supereficiente
que, con dedos ágiles como arañas, dominaba la osamenta de una
máquina de escribir. Todo eso es ahora tan difícil de recordar como
la rueda de madera. Porque quiero llevar internet en el bolsillo, a
todas horas. Lo quiero. Como si me estuviera perdiendo la Fiesta
Definitiva. Como si el planeta Tierra estuviera a punto de ser
desalojado ante el inminente impacto de un meteorito mortífero, y yo
me hubiera quedado sin entradas para la nave espacial que va a
realizar el rescate. Como un manco quiere a su brazo perdido.
Corolario
para los que quieran subir nota: cuando digo “quiero eso” con
vehemencia, pasa que esas necesidades vitales que viven en mí de
forma más o menos latente, que son ambiguas, difusas, y que a veces
no se dejan ni nombrar, se recogen en un ramillete y se vuelcan en
una necesidad directa, manipulable, y bastante elemental. Con el
resultado de que las necesidades originales (pongamos que hablamos de
una necesidad de experiencias ricas, de atención, de amparo, de
amistad , de comunión y risa), todavía no completamente resueltas,
siguen comiendo en mi intestino como una tenia, mientras mi casa se
llena de trastos, mi dependencia hacia los objetos se dispara, y mi
atención se dispersa.
Pero
la comedia del deseo se enreda un poquito. No se trata sólo de
querer, y de caer como una leona hambrienta sobre la presa. El juego
consumista del querer – pagar – tener se ha sofisticado. Yo ya no
quiero únicamente un smartphone. No quiero una presa fácil. Quiero
un trofeo. Quiero competir con la compañía que me va a suministrar
el teléfono. Quiero regatear. El tiempo del higiénico aquí te
pillo, aquí te mato, de la compra tradicional ha sido liquidado.
Ahora mantenemos relaciones largas con las operadoras, y ellas, como
novias celosas, te exigen un compromiso de permanencia. Y, bueno,
quién no conoce, o no imagina, el cóctel molotov de dependencia y
encono que caracteriza a este tipo de relaciones. Nuestros vínculos
con esas compañías que permiten que nos comuniquemos hasta niveles
delirantes son, por contraste, opacos, y están basados en la mutua
desconfianza. Nos odiamos, nos necesitamos. Ellas te la van a pegar,
está claro. Y eso te da permiso para que tu código de limpieza
ética salte por los aires. De repente, lo normal, lo que incluso se
requiere de ti, es que mientas, que amenaces, que coquetees con
terceros. Quieres que se te vea poniendo los cuernos. Quieres darle
celos a tu compañía para que te ate con esposas de peluche a la
pata de la cama. Ríete tú de los jueguecitos de Las amistades
peligrosas. De repente te ves con permiso para pasarte por el
forro las condiciones y los precios públicos que oferta la
publicidad. Has dejado de ser un objeto pasivo manipulado por el
marketing. Te han dejado un ilusorio espacio de control, y ahora
participas en la política de ventas de una gran corporación. Si no
te aprovechas de las compañías, es que eres un marmolillo
susceptible de ser barrido por la selección natural. No seas tonto:
te mereces ser agasajado. Si la compañía no te da lo que te
corresponde, quitáselo. Rapíñalo. Sé astuto. Sé solidario. Robar
a un rico no es piratería, sino justicia social.
P.D.
Yo confieso: durante la elaboración de este post se urdió una de
las sucias negociaciones descritas en el mismo. ¿Soy una sabandija?
Algo peor. Me busqué una mamporrera que se hizo pasar por mí. A
veces soy de un fariseo que da grima.
Ya me contarás como te salió, porque estoy pensando en cambiar de trasto.
ResponderEliminarBesos.
Jiajiajia, juasjuasjuas, jojojojo. Deseando estoy de verle la cara al telefonino que está a punto de traerme la cigüeña.
EliminarBesooos.
Mientras iba leyendo (y riendo) pensaba: no puede ser, no puede ser...¿Que quieras tu smartphone? ¿qué te voy a contar? Hoy "whatsappeaba" con una amiga mientras viajaba -ella- en un tren durante 27 interminables horas hacia su Volvogrado natal Ir viendo las fotos de esos desiertos nevados que nos enviaba a todo un grupo que seguíamos a la vez su viaje en la distancia... ¿cómo no rendirme al prodigio del aparatito?
ResponderEliminarAsí que entiendo bien la primera parte del post ¿pero que lidies y discutas con la teleoperadoras y compares condiciones y tarifas...? Que no y no. Al final todo ha cuadrado y casi adivino el nombre de tu suplantadora.
Te equivocas, querida. A mi nueva sacerdotisa de las telecomunicaciones no la conoces. A ella lle voy a mandar mi primer whatsapp. El segundo, a ti.
EliminarPero he descubierto que no es tan difícil. Me han pervertido malamente.