viernes, 8 de febrero de 2013

La condena


Pobres niños, indefensos frente a los dictados de su emotividad. Pobres adultos, que perdieron hace tanto el diccionario para entender y socorrer a sus niños. Yo fui una niña que se aburría mortalmente. Ahora, cada vez que trato de recordarme, y me cuesta tanto como si hubiera nacido con doce años, apenas si tengo acceso a imágenes de juego y perfecta inconsciencia. Tengo unos pocos cromos dignos, sí, un puñadito de recuerdos, pero no los suficientes como para agruparlos en una colección, y mostrarlos como ejemplo de que también la infancia fue la época más brillante de mi vida. Creo que los adultos que fueron testigos de aquellos tiempos míos estarán de acuerdo en que, si de niña fui capaz de forjar una frase inolvidable, esa fue, precisamente, me aburro.

Y me esfuerzo en serio para entenderlo. Por todas partes busco el diccionario niño/adulto – adulto/niño, tratando de conectar con los sentimientos que había detrás de esa frase que repetí tanto. Ahora me parecen sencillamente intraducibles. Algo a lo que, desde mi perspectiva actual, tengo tan poco acceso como a los sueños sin colores ni imágenes de los ciegos de nacimiento. ¿Cómo es posible que se aburra un niño? ¿Cómo ha podido ser capaz, en la duración todavía corta de su vida, de crearse una expectativa mejor y más envidiable que la realidad en la que está inserto? El niño se aburre porque espera algo, y ese algo no llega. Se ha convertido ya, tan temprano, en una criatura anhelante. En un escapista. En un virtuoso de la pasividad. El niño aburrido espera a que alguien venga a entretenerlo, a plantearle juegos y viajes de exploración hasta el final de la calle donde vive. No está de acuerdo con lo que tiene, y quiere más, y ni siquiera sabe qué puede ser ese “más”, porque no tiene las armas precisas para racionalizar su necesidad. Y carece igualmente de las herramientas que pueden transformar un zapato en un barco, o un lápiz de color verde en una varita mágica. Un niño que se aburre no tiene imaginación, o la tiene encriptada en algún lugar inaccesible. Es un niño fatalista, un anti-niño que debería ser vigilado y protegido de sí mismo. Creo que, exagerando un poco, yo fui una niña así.

Y ahora siento que me toca cumplir condena por el pecado de mi aburrimiento infantil. He perdido absolutamente la habilidad de aburrirme. Las horas pasan como un rodillo por encima de mí. No acabo de desperezarme del todo de la cabezada en el sofá, a la hora de la siesta, y sin saber cómo, mi estómago empieza a reclamarme su ración, no ya de merienda, sino de cena. Se ha hecho oscuro, sin que me haya dado tiempo a separar en párrafos mis actividades. Todo lo que hago y lo que dejo de hacer se amontona. Mientras escribo, me levanto para estirar las rodillas, y ya no puedo evitar bailarme un tema de Fatboy Slim. Y todavía con resuello de maratoniano, repaso los libros de la estantería, y me asalta la breve sospecha de que ellos, con ese tiempo suspendido que guardan entre sus tapas, se están burlando de mi fecha de caducidad. Y luego vuelvo a escribir, con la esperanza de poder terminar pronto para ponerme a leer un rato. Pero, antes de colocar la primera coma, ya estoy haciéndolo como hace un par de post reclamaba que besase al visitante de mi sueño. La realidad más allá de la pantalla se ha difuminado. Las expectativas estallan. Cada minuto es nuevo y mortal y desafía a la monotonía. Y mi tiempo se ha compactado de tal manera que las semillas del tedio ya no pueden germinar.

Todos los días, al acostarme, doy las gracias por esta condena.

4 comentarios:

  1. Anónimo entre comillas10 febrero, 2013 22:46

    Comparto con enorme alegría tu condena de adulta. Aunque mi memoria de la niñez es más pobre aún que la tuya, no recuerdo haberme aburrido entonces y no quiero pensar qué hubiera contestado mi madre de haberle ido con una queja así...

    ResponderEliminar
  2. La misma respuesta que me tenía que haber propinado la mía. En las costillas.

    ResponderEliminar
  3. El primer niño que dijo esa frase, después repetida por tantos otros, debió ser uno que tenía todo lo que sus padres creían que necesitaba para entretenerse y que le proporcionaban sin regateo.¡Pobres padres!.

    ResponderEliminar