Hoy hago algo nuevo. Saco de debajo de la
sombra hondureña del aguacate una silla de plástico en la que hasta
a Isabel la Católica le hubiera dado cosica sentarse, y me aposto en
un rincón del huerto, dispuesta a no levantarme hasta que no haya
entendido algo del funcionamiento de esta isla de vida zumbante y
cegadora. Que amo el huerto de mi padre es algo sabido desde el
Neolítico, pero hoy se me ha despertado un prurito de honestidad. Me
he cansado de amores abstractos y a distancia. Yo, que tengo cierta
tendencia morbosa a idear utopías pastoriles, que aprendería a
tocar el caramillo (el caramillo, jiji) para hacerle los coros a los
pájaros, que bailotearía descalza entre lechugas y matas de
fresones, no suelo llenarme las uñas de tierra de vega, la verdad. Y
eso no puede ser. El amor tiene que pasar por la prueba de los pedos
y las legañas del despertar.
Así que me arrimo a las coliflores,
porque yo sé que los bichos adoran sus hojas gordas como edredones,
y espero a que empiece el circo de alas. Quiero ver con mis ojos todo
el juego de idas y venidas, de libaciones, polinizaciones,
depredaciones. Quiero estudiar las coreografías. Quiero cotillear la
red de relaciones de gula y lujuria que se monta con descaro en esta
parcelita. Quiero apropiarme de un universo minúsculo que me ignora
olímpicamente, aunque mi padre sea el que lo sostiene a fuerza de
sudor y semillas, y yo la que se beneficia de tanto trabajo animal y
humano.
Si fotografío el huerto en sepia, me creo que voy a a ver aparecer a mi abuelo. |
Pero pasan los minutos, a mis ojos les
cuesta mantener el tipo frente al centelleo de las hojas, y esos
bichos que han de protagonizar la función parecen estar hoy de
retiro espiritual. Escucho pájaros, sí, en genérico. Sería bonito
y digno poder identificarlos por sus cantos, pero la sección
vertebrada del ecosistema es una lección que no toca todavía. Las
coliflores se ven vírgenes, los brotes de espinacas y lechugas hoja
de roble exhalan una tranquilidad zen, y creo que el único ser vivo
que ahora mismo se encuentra receptivo al olor de las mandarinas soy
yo. Espero. La naturaleza tiene sus ritmos. Eso se sabe. Empiezo a
tamborilear sobre el reposabrazos cochambroso de la silla. El público
se está impacientando. Hormigueo también los dedos de los pies, y
me recreo eróticamente con el tacto de la arena que llevo en las
zapatillas, desde el paseo por la playa de esta mañana, y que pienso
llevarme para Granada. Me gustará verla caer al suelo extranjero de
mi piso. Será una especie de travesura contra el orden natural de
las estaciones y las rutinas laborales. Pero ni un bicho. A lo mejor
estoy a punto de descubrir que la rúcula es un potente insecticida
natural. A lo mejor este descubrimiento me quita de trabajar.
Pasan más minutos, y yo pienso que este
ejercicio le va a venir muy bien a mis niveles de vitamina D, y pare
usted de contar. Pienso en el libro que me he dejado en el porche de
la casa. Pienso en que la posición sedente es una cosa antinatural,
y que, oh, cielos, esa hierba, qué blandita se ve. Pienso que tal
vez tenga una discapacidad del 98% para la meditación. Pienso que no
sería capaz de escuchar ni a un pterodáctilo, de tanto ruido como
hay en mi cabeza. Pienso que es preciso ser un buda para aprehender
el runrún biológico del mundo. Pienso que, sentada a duras penas en
mi silla, con los ojos luchando por mantenerse abiertos tras las
gafas de sol, y los miembros completamente lacios por culpa de un
síndrome premenstrual de proporciones apocalípticas, podría tener
la actitud y el aspecto de alguien a quien le hubieran dado tres
meses de vida. Con un hambre desaforada de sol y clorofila. Con una
fijación morbosa por comprender lo que ya se está a punto de
abandonar, lo que seguirá zumbando, volando y fecundando,
completamente indiferente. Con un anhelo de ser absuelto de la
condena de la conciencia individual, admitido en el ciclo de los
seres que nacen y mueren, abrazado por la ley natural. Pienso en
muchas cosas mientras espero a que aparezca el primer bicho. Y pienso
que, ejem, estamos en invierno, y que a lo mejor he calculado mal el
momento oportuno para mi expedición. Y pienso también en lo hermoso
y lo serio que es sentirse englobado en una red que sólo puede
intuirse. Y, por muy poca idea que se tenga de su naturaleza, amarse.
Creo que debes tener un poco más de paciencia.
ResponderEliminarMuchas veces recuerdo un principio de poema, algo así como "en octubre los animales se vuelven subterráneos...". Octubre pasó, pero hace suficiente frío todavía como para que no tengan ganas de despertarse; como mucho, abrirán un ojo para reirse un poco, como yo, con la impaciencia de "su público" y se volverán del otro lado para echar esa última cabezada que a todos nos resulta tan dulce.
Sí, yo también creo que las orugas se estaban tapando la boca mordisqueadora con sus cientos de patitas, para que no escuchara sus jijijiji
EliminarNo hija no, elegiste muy sabiamente, justo la hora en que yo me peleaba con el pulpo que te comiste en el almuerzo. ¡PAJAROCUCO!.
ResponderEliminarLicenciá como eres, has vuelto a mal decir: mi entomomento fue un poco antes, mientras tú leías revisticas con los pies en alto. Luego, de pura rabia, arrasé el huerto y dejé pelados los naranjos, para tener que darle a mis churumbeles.
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ResponderEliminarEn fín que tus uñas siguen incontaminadas, ¿no?.
Besicos.
Cualquiera sabe lo que esconde el esmalte coral
EliminarQué bueno!. Yo podría hacer una tesis doctoral de las cosas que pasan por mi cabeza cuando en primavera y verano, ejem, lucho pasivamente con las hormigas que salen por mi cocina. Lucha pasiva: no dejar miga minúscula alguna por ningún resquicio. Es que no me gusta luchar activamente con criaturas que me sirven para crecer intelectualmente.
ResponderEliminar(Es hora de siesta y estoy en el trabajo...espero que sirva como excusa al comentario.
Besis
Entonces eres la Hormi-amiga del Año. Ya nos contarás cómo te hacen crecer esas criaturillas.
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