Apagué la luz. Me
subí la manta hasta la barbilla, y procuré no adoptar poses, porque
tengo un prejuicio muy fuerte y muy bobo contra la convalecencia.
Estiré los brazos a ras de cuerpo, venciendo la tentación de
agarrarme las sienes, y me limité a esperar a que pasase el dolor.
Eran las siete de la tarde, hora punta de mi actividad cotidiana, y
tumbarme en el sofá, aceptar que a veces es imposible tirar a base
de empeño, se convirtió en una especie de tarea espiritual. Hace
unas semanas me batí en duelo con una punta de migraña, y fui capaz
de tumbarla. Ayer no. Permití que el dolor de cabeza me lanzara el
guante sin inmutarme. Y paré. Un hecho insólito, últimamente.
Me acordé entonces
de aquel consejo de Laura sobre aprovechar los despertares precoces
para dedicarlos a la meditación. Vale. Me concentraré en la
respiración, me dije, y procuraré desahuciar los pensamientos de
este puto cráneo embargado por la tensión muscular. Respiré. Juré
que lo estaba haciendo mal. ¿Se supone que tengo que ser capaz de
sentir el flujo de aire entrando y saliendo de mis fosas nasales?
Seguí respirando, a mi manera de orca varada. Y dejé de jurar.
Estaba malita, ¿ni siquiera entonces me iba a dar la oportunidad de
hacer las cosas mal?
Respiré. Un par de
niños hormigueaban debajo de mi balcón. Subían los escalones de la
cuesta, casi los veía deslizarse con el culo por la barandilla que
la divide en dos. Escuchaba también el rodar de unos coches
cansinos, y no era molesto, no. En el frágil estado de extrañamiento
al que empezaba a acceder, el tráfico sonaba a olas del mar. Tanta
gente camino de tan variadas circunstancias: casas desordenadas pero
calientes; el ruido ominoso de la nevera; una sensación de castigo
inmerecido por tener que aporrear con los deberes del niño tras una
jornada cansina de trabajo; atravesar una puerta alegre como Ulises
camino de Ítaca. Uno de los niños llamó a su madre con voz
genérica. Esa voz aguda que todos nosotros hemos compartido. Mamá,
mírame. ¿Y cómo dejar de pensar, entonces? Pensé que en ese
instante tan parecido a otros, tan vulgar, ni la madre, ni mucho
menos el niño, se daría cuenta del nudo de emociones que compromete
esa frase simple. Ninguno de ellos se acordaría más de ese momento
concreto en que el niño reclamó la atención de su madre, y la
madre siguió despidiéndose de una amiga, unos cuantos metros más
abajo en la cuesta. Y sin embargo, cuánta timidez futura, cuántos
anhelos de caricias no habrán nacido de la acumulación de momentos
como este. Yo seguí respirando, percibiendo todavía los ecos de la
voz del niño. El instante, con sus coches, sus niños, sus historias
afectivas larvadas, yo misma bajo mi manta y el peso de mi dolor, no
volvería a repetirse. Nunca más. Me sentí entonces como una
especie de custodia de ese trozo mínimo de tiempo. Así vale la pena
convalecer.
Y seguí
respirando. No pude evitarlo: se me colaron los pensamientos por la
nariz. Y no quise evitarlo. Estos no iban a hacerme daño. Pensé en
ponerme bien antes de que Jose volviera del trabajo. Pensé en que
algo sí que he crecido, si ya me importa más su preocupación que
la oportunidad de explotar mi debilidad a cambio de atención y
cuidados. Pensé en cuánto tiempo de descuento ha estado sonando
dentro de mí la voz infantil. Y pensé que con el dolor no se
negocia. No iba a ponerme mejor gracias a mis buenos sentimientos. No
depende de mí. Hay cosas que no dependen de mí. Hay veces en que lo
único que la vida exige de ti es que te comportes como un árbol.
Que te sostengas, y aceptes la lluvia o la sequía. Vale la pena
convalecer así.
(P.D:
un simple dolor de cabeza tensional, queriditos. Los coches malignos
de la Junta de Andalucía, mi cuello de cisne, mis posturas de
caracol, ya sabéis. Soy mayor. Lo último que quiero es dar penita.)
Creo que escogiste la mejor opción. Que te mejores.
ResponderEliminarGracias, Bubo. Estos días soy una mujer atada a una almohadilla cervical.
Eliminar¡Y es tan difícil ser árbol!, no resistirse a lo que pasa sino aceptarlo!. Anyway, ¡vaya dolor de cabeza bien aprovechao!.
ResponderEliminarBesitos
Debatiéndome me hallo entre la felinidad y la arbolidad. Aunque no son tan diferentes
EliminarMás besos para ti.
Como Jose,yo debo ser de las fatalistas. Analgésico si el dolor es fuerte o no hacerle caso si es leve.La opción de ir a las causas, como tu indicas es como buscar la aguja...
ResponderEliminarPero mi hígado va a durar mucho más que el vuestro. Y los pajares molan tanto.
EliminarMe quedo con esa frase tan bonita,y que me la aplico en estos momentos de mi vida,me ha venido estupenda,comportarme como un arbol!sostenerme y aceptar la lluvia o la sequia!,gracias prima,me viene fenomenal,pq yo llevo varios dias de convalecencia,y me ha costado al principio,cada vez la llevo un poco mejor,aunque no bien del todo.Un beso.
ResponderEliminarLo bonito es que una frase mía pueda servirte, así que muchas gracias a ti. Y mucho ánimo, que ya mismo retoñas.
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