domingo, 27 de enero de 2013

Oh, cielos, me gusta

 
¿He dicho alguna vez cuánto me gusta cocinar? ¿No? Me extraña, porque yo soy de natural desprendida respecto a mis entusiasmos. Entonces, no me repito si hoy cuento que cocinar me parece, cada vez más, un ejercicio de entrenamiento de mis valores más apreciados, ¿verdad? Eso fue lo que le dio tiempo a formular a mi mente esta mañana, en las cerca de dos horas que dediqué a elaborar un pan de pollo. La culinaria entendida como acto de moralidad (II. Cualidad de las acciones humanas que las hace buenas, por si a alguien le provoca sarpullidos la palabra). No importa cuánto tiempo le dedique, ni siquiera si los resultados no se ajustan a la expectativa inicial. Cocinar es una de esas actividades que me sacian por sí mismas, más allá de lo que obtenga de ellas, o de lo mucho o muchísimo que me guste comer. El trajín sartenero (oh, automatismo mental anticuado: sustituid “sartenero” por “thermomixero”) funciona como cantera de tiempo pleno. Eso significa que cuando estoy liada con ello, no me queda espacio para esas abusivas y cada vez menos frecuentes nostalgias mías por opciones alternativas. Pico, muelo, sofrío (o le doy órdenes a mi cacharro mágico para que lo haga por mí), y mientras tanto, en ningún momento pienso en lo que se está quedando por hacer. Mundos paralelos de lectura o paseo se desvanecen. Así que cocinar es para mí una manera virtuosa de estar. Y más: es un oportunidad para dar la mejor versión de mí misma.

Porque, para empezar, es un acto bendecido por la tangibilidad: se usan cosas para transformar unas cosas en otras cosas diferentes, mediante procesos hasta cierto punto comprensibles. Si me preguntan por qué se monta una clara de huevo, puedo barruntar la respuesta, algo que no ocurre ni por asomo si en cambio me preguntan por qué la voz de mi padre puede sonar en el aparato que guardo en el bolsillo del pantalón. Además, cocinar tiene una utilidad impepinable, y esa es una cualidad que no abunda en la lista de actividades que cuajan cualquiera de mis días. Sirve, vaya que sí, para mucho más que para ir tirando como organismo vivo. Cualquiera podría sobrevivir a base de latas de atún y zanahorias sin pelar. Pero cocinar con un poquito de cuidado te permite mantener una ilusión de control sobre tu propia salud. Por no hablar del masaje tailandés que le regala a las sufridas neuronas que manejan tus centros del placer.

Y es una acción de servicio. Yo a veces flaqueo, lo confieso, y me pregunto qué necesidad tengo yo de sudar sangre triturando pechugas de pollo (con queso parmesano, pan rallado, perejil, ajo y romero. Cocinillas) para luego darle forma (de brazo de gitano relleno de jamón y más queso) de nuevo, si podría poner las pechugas enteras a la plancha, y en el tiempo ahorrado, dejar que el relieve de la funda del sofá se me quedase impreso en las mejillas. Entonces preveo los ojos redondos con que mi comensal recibe cada plano poblado de monerías ricas, y preoigo su mmmm siguiente, y vuelvo a acordarme de que el esfuerzo merece la pena. Cocinar para otros es una veta gorda de bondad que ninguna religión ha tenido la delicadeza de incorporar a sus mandamientos. Pero que no se me interprete mal: yo no soy de esos seres tristes que consideran una pérdida de tiempo cocinar para uno mismo, a solas con su mando a distancia. Para nada. Cocinar para nadie más debe entenderse como un indicio del propio respeto, y como una exhibición jubilosa de autonomía. Haceros vuestras propias lentejas, muchachos; demostradle al mundo que vuestras capacidades mundanas van mucho más allá de calentar una lata en el microondas, o de escoger un tugurio con menús del día baratos. Agarrad la poca rienda que el destino os concede.

Por si fuera poco, la cocina refina las aptitudes con las que la genética o el desarrollo normal de tu asistencia a parvulitos te ha dotado. Pone a prueba y robustece tus destrezas manuales. Ejemplo: si no fuera por mis años de entrenamiento, nunca hubiera pensado que mis dedos apopléjicos podrían llegar a extender un engrudo de pollo en forma aproximadamente rectangular, y enrollarlo con la sola y exasperante ayuda de un trozo de plástico. Le da vitaminas a tu astucia. Ejemplo: que no tienes ni un cuscurro de pan duro, porque cierto zampabollos que vive en tu casa no le dejaría una miga ni a Jesucristo, si no fuera para que hiciera uno de sus truquitos, pues utilizas copos de avena, o tostadas de maíz pulverizadas, o almendra molida, o un mix de todo ello. Que piensas que se está desaprovechando el poder calorífico del vapor generado por tu salsa de champiñones, pues subes un piso más en lo que has dado en llamar “castellets culinarios”, y te cueces unos boniatos a la par. No hace falta estirar el concepto de creatividad hasta los límites de chufla tan en boga últimamente, para que la práctica de la cocina avive el ingenio.

Más: cocinar potencia tu poder de concentración. Mejora tu capacidad para llevar a cabo acciones sincronizadas, y eso es un consuelo, en un mundo en el que cuando tú quieres, no te quieren, o donde pasa tan a menudo que uno no es lo bastante maduro como para afrontar las situaciones que le tocan en su momento. Más todavía: sacia tus apetitos de aventura y riesgo, y si no que le pregunten al esmalte de uñas, cada vez que te enfrentas a ese artilugio de inquisidores llamado mandolina. Se aproxima bastante al arte, en su versión más contemporánea, y hasta a los mandalas elaborados en arena por los tibetanos, por ser sus resultados inevitablemente efímeros. Te mantiene los glúteos firmes, si los aprietas durante el proceso. Mejora tu tanteo en el partido contra el Alzheimer, según un investigador japonés. Te calienta el cuerpo (cocinar, no comer) en las frías mañanas de enero. Es un pilar básico de la socialización humana. Y crea felicidad en bruto. ¿Se puede decir más de cualquier otra actividad?

(Y si lo tengo tan claro, ¿por qué no he cambiado todavía uniforme verde por delantal?)

9 comentarios:

  1. Amén,amén,amén.

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  2. Cuanta razón tienes enumerando los beneficios que aporta cocinar, solo una pega, soy de las tristes a las que les dá pereza meterse en elaboraciones trabajosas,para comérmelas sola ante la televisión.

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    1. Maaaal, Anónima, maaaal. Tienes que hacerle mimitos a tu paladar. Por amor propio.

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  3. A mi me gusta hacer de todo pero la cocina siempre me parecio una nave espacial, siempre fui el pinche de mi madre, si me meto en ella soz capaz de sacar casi cualquier cosa, me parece importante destacar que influye mucho la motivacion que uno tenga y para quien va a cocinar eso hace que el plato salga mas rico y que el bizcoco levante como debe.

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    1. Te estoy viendo, bocaditos de polenta con dulce de leche. Yo creo que una de las tareas más humanas a las que se puede dedicar un idem es precisamente cocinar gratis para los demás.

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  4. Anónimo entre comillas29 enero, 2013 23:40

    Juro que este post lo he escrito yo. Desde la primera frase (¿He dicho alguna vez cuánto me gusta cocinar?) hasta la última (Y si lo tengo tan claro, ¿por qué no he cambiado todavía uniforme verde por delantal?) y me lo ha pirateado la dueña del blog...
    Bueno, es mentira, pero podría haberlo hecho si supiera, como hace ella, desmenuzar las ideas y aliñarlas y darles un poquito de horno o de vapor y...voilà, ahí están, las razones por las que me (nos) gusta tanto cocinar.
    Jo, todavía no tengo una mandolina.

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  5. Me uno a tí,querida prima,disfruto mucho en la cocina...y ya con nuestra cacharra...ni te cuento,entre comillas:¿que no tienes mandolina?a que esperas,¡hay señol!así están los muebles de mi cocina,que al abrirlos se cae todo...esa es otra,me encantan los cacharrillos de cocina!

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  6. Como que al final van a inventar una modalidad del Proyecto Hombre para los adictos a los culicacharrillos.

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