No es tan difícil, en realidad. No hay
necesidad de arrimarse al ordenador armando un drama. A veces basta
con elegir una palabra, y con mascarla hasta que se quede sin sabor.
Si eso es posible. Porque a veces también pasa que las palabras se
van haciendo más y más raras, conforme las vas pensando. Repites
“libro”, “libro”, “libro”, “cariño”, “cariño”,
y llega un momento en que “libro” podría ser la manera que
tienen de llamar en el Tíbet a la mierda de yak.
Hay días de gracia
en los que todo lo que entra por tus sentidos apenas si encuentra
correlato con lo que guarda tu memoria. La realidad humana te parece
una cosa exótica, y entonces es cuando tú y el Tarzán recién arrancado de
la selva parecéis la misma persona. Ves como un milagro la inteligencia
de las farolas, que se encienden solitas cuando la luz del día
flaquea. Una madre paseando a un hijo con parálisis cerebral, que
debe de andar ya por la cuarentena, y que grita, grita, como si lo
estuvieran despellejando, y a lo mejor sólo intenta decir “mira
qué cielo malva tan bonito”, porque su madre arrastra el carrito
con una sonrisa tan plácida que cómo no va a resultar extraña.
Algunas motos berrean como ciervos en celo. El silencio de los
árboles, en cambio. Toda esa gente que anda cargada con bolsas por
las calles del centro, y que estará muerta antes de que las mismas bolsas
se desintegren en el suelo de un vertedero.
Toda esa gente que da por sentado que “libro” es un objeto
paralelepípedo compuesto habitualmente por un puñado de hojas de
papel cosidas, donde los fuegos artificiales del lenguaje estallan de
manera salvajemente callada.
Yo elijo hoy la palabra confianza,
con la esperanza de poder estirarla una vez, otra vez, mil veces, sin
que llegue a parecer insípida. No hace mucho que aprendí que no es
necesario tener una potente confianza en ti mismo para actuar con
eficacia en las parcelas de la vida que de verdad te interesan. Pero
cuando te das cuenta de que la confianza está ahí, y de que al
menos hoy va a quedarse a pasar lo que queda de día contigo,
entonces llegas a la conclusión de que ni siquiera es preciso que
inicies esa acción que tan vital parecía hace un rato.
Puede pasar en cualquier momento, porque
la confianza es de natural imprevisible. Puede que estés esperando a
que te den el cambio en el Corte Inglés. O que lleves más de una
hora pelando almendras crudas, disuelta en tu tarea como un yogui
entonando el om. Puede que estés llevando a cabo otra de esas
obtusas faenas de un trabajo que hasta hace un momento te parecía un
insulto a la esencia humana. O a punto de quedarte dormida en el
sofá. Entonces pasa. Sin avisar. Es una criatura tan tímida como
las mitocondrias celulares, la confianza. Llega, y todos los huecos
que observabas en tu vida de pronto se colman. Pero no te vuelves
maciza, no. Te vuelves fluida, como si obedecieras la orden de ese
anuncio en el que salía Bruce Lee. Simplemente, te adaptas a la
configuración del instante. Estás caminando. Bien. Estás doblando
la ropa. Bien. Estás recordando un viejo amor que te hizo daño.
Bien. Estás escribiendo. Bien. No estás escribiendo. También.
Estás sola. Bien. Estás cerca de alguien. Mejor todavía. No
importa lo que estés haciendo, porque la confianza te sostiene, y te
recuerda que sólo necesitas estar. Como sea. Donde sea. Seas lo que
seas. Estás.
Por un momento se
suspenden los planes. Ya no tienes historia ni trayectoria. No tienes
atributos ni nombre propio. No tienes una manera única de ser y de
responder a los estímulos. La afirmación reemplaza a la
interrogación murmurante. Los juicios, como corresponde, se demoran.
La exigencia pierde sentido. Los “debería”, los “sí,
pero...”. Sí, pero nada. No hay otra opción mejor, cuando
simplemente estás. Lo que antes parecía una condición ineludible
para vivir con sentido, abre esa mano que se apoyaba sobre tu hombro,
o que te apretaba la garganta.
Y entonces es como si todo conspirara. Le
das una oportunidad al libro que hasta ahora no te terminaba de
enganchar (*). Así es como conoces a ese personaje que ya no
puede posponer más su proyecto de Otra Vida más digna y autónoma
que la que lleva, porque abandonar y “tirar la toalla sería como
morir”. Y también a ese otro que, secamente, le
replica: “Creo que descubrirás que en absoluto es como morir.
No hay nada que sea como morir. Usamos la muerte como una metáfora
para decir otra cosa. Algo más insignificante y más tonto y mucho
más soportable”. Y a ti te parece que lo que acabas de leer rima perfectamente
con ese momento tuyo de confianza que convierte cualquier cosa en
tolerable. Más tarde, decides escribirte a ti misma, escribir lo que ahora mismo te gustaría encontrar en un libro. Pasa un rato a la vez efímero y larguísimo. Hasta que levantas la vista del ordenador, y
sorprendes a alguien que te está mirando y te dice “pero qué bien
estamos”.
(*):
El libro al que respeto desde esta tarde es Todo
esto para qué, de Lionel Shriver.
Pero qué bonitos son tus post de "plenitud" o llámalos como quieras.
ResponderEliminarMe reitero en mis comentarios, pero me da igual. Me encanta.
Besitos!
¿Verdad que sí, Laura? ¿Que nos repetimos? Ah, se siente, pues que aprenda a escribir peor...¿Que lo suyo sería comentar el contenido y no el continente? Pues seguramente, pero las que no somos escritoras (de oficio) escribimos sobre lo que queremos, repito, sobre lo que queremos...
ResponderEliminar¡Muy bien dicho!
EliminarCuando dos seres adorables se ponen a hablar bonito de una, pues una se pone blanda como gelatina. Gracias a las dos (podéis comentar lo que os dé la gana, merluzas, laudatorio, crítico, repetido o absurdo. Aunque esto último os cuesta, eh)
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