martes, 8 de enero de 2013

El fin de la indulgencia


Así que aquí estoy de nuevo. Nerviosa, como si esperara en el banco de una plaza a ese tío que me enamoró hace tres años, y que no he vuelto a ver desde entonces. ¿Seguirá habiendo aquella conexión loca entre nosotros? ¿O descubriré, al primer “qué me cuentas”, lo ciega que estuve entonces? En tales momentos, una echa de menos la seguridad de su salón y de su soledad libre de interrogatorios. Y yo, ahora, echo de menos las largas tardes paralíticas en las que la imagen de estar escribiendo era otro de esos villancicos ininteligibles, que te suenan tanto como tu propio pulso en el oído, cuando aprietas la cabeza contra la almohada, pero cuyo estribillo, analizado objetivamente, eres incapaz de descifrar. Hace poco leí que para que una nueva destreza llegue a convertirse en un hábito, es preciso practicarla habitualmente durante un periodo mínimo de dos meses. Yo sólo he necesitado diez días para desaprender mi rutina de escritura.

Me he estado levantando de la cama crujiente de mis abuelos, volviéndome a acostar, y entre medias, me he limitado a tomar en una libreta unos cuantos apuntes diarios de libertad completamente chabacana. Sabía que eso no era lo que yo acostumbraba a hacer. Que era como si un atleta de élite, salvando años luz de distancia, se consolara de abandonar su entrenamiento andando a trote cochinero, de escaparate en escaparate. Anotaba mis estados de ánimo, con los dedos agarrotados por el frío y la pérdida de costumbre de escribir a mano, dispuesta a no desengancharme del todo de esa hechicería de ordenar la vida vaga en palabras. Pero no había juego, ni chispa, y sólo un poco del mundo de alrededor. Pinceladas de viñetas familiares, tomadas con esa pereza apresurada propia de la hora que rodea al sueño. Un boceto esquemático de retrato. Una guía de viajes a Cuenca tan escueta como un billete de autobús. Un montón de frases sucias de sentimientos, impublicables. Conforme las escribía, me iba sintiendo cada vez más frágil. Me maravillaba de que esa mano, a la que le costaba llenar más de dos páginas de tamaño cuartilla, fuera la misma que antes zapateaba al compás con la otra mano, sobre la pista de baile de un teclado. Me asaltaban dudas feroces sobre mi vínculo con la escritura. Realmente, si dejar de escribir acarreaba tan pocos síntomas, si no lo echaba de menos más que un minuto al día, es que mi implicación era del mismo calibre que la que me mantuvo yendo al gimnasio, exactamente hasta que dejé de ir, y los días se fueron acumulando y se convirtieron en un año. Y temía que se me secara la fuente de blog, y que no se me ocurriera ya nada que no fuera instantáneo, o que fuera un poco menos perecedero que las cabezas de las gambas.

Hasta que la misma víspera de Reyes me regalé un indulto. Silvia, me dije, estos días vives en estado de excepción. Todos lo hacen. Tú misma lo haces. Comes más de la cuenta. Tu nivel de glucosa en sangre empalagaría hasta a las moscas de agosto. No lees nada. Apenas escribes. Te manejas tan ricamente con las elementales funciones del piloto automático. Prestas poca atención. Estás hasta el gorro de excursiones y escapadas. Pero escucha: tienes permiso para dejar la voluntad en la guantera del coche, al menos durante los tres días que quedan para que el mundo vuelva a ponerse en marcha. Que todavía es Navidad, mujer, época para disolverse en el nido familiar. Se te concede poner en suspenso tu trayectoria individual. Puedes aparcar todos los proyectos. Puedes desmontarte minuciosamente. Ya te armarás de nuevo, cuando estés en Granada.

Pues bien, ya he vuelto a Granada. Esta mañana me despertaron los niños que suben la cuesta camino del colegio, en lugar de la María, que todas las mañanas, allá en el pueblo, enrolla su persiana de madera a eso de las nueve menos diez, para que un fogonazo de niebla manchega ventile su habitación. Como siempre jaleaban, los niños, se gritaban como si no hubieran descubierto aún la cruel noción del despertador. No parecía haber en sus voces ni un rastro de las vacaciones recién terminadas. No arrastraban por el suelo pies, mochilas o caras. Y luego, a mediodía, Jose y yo hemos rescatado un rosconcito de Reyes superviviente en el Carrefour, y lo hemos echado al carro, porque el viaje a Cuenca nos dejó con las ganas de natuza y de sorpresas escondidas. Eso a pesar de que, ayer, a dios puse por testigo de que jamás volvería a merendar guarradas.

Queriditos, queriditas regresadas al redil, me enorgullezco de proclamar que he cumplido mi promesa. He desoído los cantos de sirena de mi cerebro yonqui, y me he limitado a chupar el cuchillo con el que Jose, ese bendito ser libre de autoexigencia, se ha cortado su porción de roscón. Y aquí estoy, desempolvando el vicio de las palabras. La máquina esta fría, y cruje como cadera de abuela. Pero no tardará, espero, en recuperar la soltura. La calidad de mi vínculo con la escritura es una cosa medio abstracta que ya no me interesa. Quiero repetirlo de nuevo, porque me suena bien: estoy aquí. Y eso sí me interesa.

5 comentarios:

  1. Pagaría por autodenominarme en algún momento de mi existencia algo parecido a "bendito ser libre de autoexigencia".
    Welcome back, Silvia!

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    1. Thanks a lot, little dear (Por poco te visito estas Navidades, que lo sepas)

      Ese hombre es mi ídolo más veces de lo que admito delante de él.

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  2. También me vale sin el "bendito"...

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  3. Anónimo entre comillas09 enero, 2013 23:26

    Tu relación con la escritura, hagas lo que hagas, te acerques o te alejes, es ya indisoluble, little dear (te copio one more time), hasta que la muerte os separe (y que tu madre me perdone por usar la palabra prohibida).
    Qué bien expones, joía, al final del tercer párrafo, lo que significa esa "inmersión intensiva" en el nido familiar que practicamos a veces. Hace tiempo intenté explicarlo, con distinta finalidad, claro, a quien no lo veía así, pero creo que no supe hacerlo.

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  4. Ahora que yo estoy empezando con el aprendizage...de la indulgencia,digo.

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