Así que aquí estoy de nuevo. Nerviosa,
como si esperara en el banco de una plaza a ese tío que me enamoró
hace tres años, y que no he vuelto a ver desde entonces. ¿Seguirá
habiendo aquella conexión loca entre nosotros? ¿O descubriré, al
primer “qué me cuentas”, lo ciega que estuve entonces? En tales
momentos, una echa de menos la seguridad de su salón y de su soledad
libre de interrogatorios. Y yo, ahora, echo de menos las largas
tardes paralíticas en las que la imagen de estar escribiendo era
otro de esos villancicos ininteligibles, que te suenan tanto como tu
propio pulso en el oído, cuando aprietas la cabeza contra la
almohada, pero cuyo estribillo, analizado objetivamente, eres incapaz
de descifrar. Hace poco leí que para que una nueva destreza llegue a
convertirse en un hábito, es preciso practicarla habitualmente
durante un periodo mínimo de dos meses. Yo sólo he necesitado diez
días para desaprender mi rutina de escritura.
Me he estado levantando de la cama
crujiente de mis abuelos, volviéndome a acostar, y entre medias, me
he limitado a tomar en una libreta unos cuantos apuntes diarios de
libertad completamente chabacana. Sabía que eso no era lo que yo
acostumbraba a hacer. Que era como si un atleta de élite, salvando
años luz de distancia, se consolara de abandonar su entrenamiento
andando a trote cochinero, de escaparate en escaparate. Anotaba mis
estados de ánimo, con los dedos agarrotados por el frío y la
pérdida de costumbre de escribir a mano, dispuesta a no
desengancharme del todo de esa hechicería de ordenar la vida vaga en
palabras. Pero no había juego, ni chispa, y sólo un poco del mundo
de alrededor. Pinceladas de viñetas familiares, tomadas con esa
pereza apresurada propia de la hora que rodea al sueño. Un boceto
esquemático de retrato. Una guía de viajes a Cuenca tan escueta
como un billete de autobús. Un montón de frases sucias de
sentimientos, impublicables. Conforme las escribía, me iba sintiendo
cada vez más frágil. Me maravillaba de que esa mano, a la que le
costaba llenar más de dos páginas de tamaño cuartilla, fuera la
misma que antes zapateaba al compás con la otra mano, sobre la pista
de baile de un teclado. Me asaltaban dudas feroces sobre mi vínculo
con la escritura. Realmente, si dejar de escribir acarreaba tan pocos
síntomas, si no lo echaba de menos más que un minuto al día, es
que mi implicación era del mismo calibre que la que me mantuvo yendo
al gimnasio, exactamente hasta que dejé de ir, y los días se fueron
acumulando y se convirtieron en un año. Y temía que se me secara la
fuente de blog, y que no se me ocurriera ya nada que no fuera
instantáneo, o que fuera un poco menos perecedero que las cabezas de
las gambas.
Hasta que la misma víspera de Reyes me
regalé un indulto. Silvia, me dije, estos días vives en estado de
excepción. Todos lo hacen. Tú misma lo haces. Comes más de la
cuenta. Tu nivel de glucosa en sangre empalagaría hasta a las
moscas de agosto. No lees nada. Apenas escribes. Te manejas tan
ricamente con las elementales funciones del piloto automático.
Prestas poca atención. Estás hasta el gorro de excursiones y
escapadas. Pero escucha: tienes permiso para dejar la voluntad en la
guantera del coche, al menos durante los tres días que quedan para
que el mundo vuelva a ponerse en marcha. Que todavía es Navidad,
mujer, época para disolverse en el nido familiar. Se te concede
poner en suspenso tu trayectoria individual. Puedes aparcar todos los
proyectos. Puedes desmontarte minuciosamente. Ya te armarás de
nuevo, cuando estés en Granada.
Pues bien, ya he vuelto a Granada. Esta
mañana me despertaron los niños que suben la cuesta camino del
colegio, en lugar de la María, que todas las mañanas, allá en el
pueblo, enrolla su persiana de madera a eso de las nueve menos diez,
para que un fogonazo de niebla manchega ventile su habitación. Como
siempre jaleaban, los niños, se gritaban como si no hubieran
descubierto aún la cruel noción del despertador. No parecía haber
en sus voces ni un rastro de las vacaciones recién terminadas. No
arrastraban por el suelo pies, mochilas o caras. Y luego, a mediodía,
Jose y yo hemos rescatado un rosconcito de Reyes superviviente en el
Carrefour, y lo hemos echado al carro, porque el viaje a Cuenca nos
dejó con las ganas de natuza y de sorpresas escondidas. Eso a pesar
de que, ayer, a dios puse por testigo de que jamás volvería a
merendar guarradas.
Queriditos, queriditas regresadas al
redil, me enorgullezco de proclamar que he cumplido mi promesa. He
desoído los cantos de sirena de mi cerebro yonqui, y me he limitado
a chupar el cuchillo con el que Jose, ese bendito ser libre de
autoexigencia, se ha cortado su porción de roscón. Y aquí estoy,
desempolvando el vicio de las palabras. La máquina esta fría, y
cruje como cadera de abuela. Pero no tardará, espero, en recuperar
la soltura. La calidad de mi vínculo con la escritura es una cosa
medio abstracta que ya no me interesa. Quiero repetirlo de nuevo,
porque me suena bien: estoy aquí. Y eso sí me interesa.
Pagaría por autodenominarme en algún momento de mi existencia algo parecido a "bendito ser libre de autoexigencia".
ResponderEliminarWelcome back, Silvia!
Thanks a lot, little dear (Por poco te visito estas Navidades, que lo sepas)
EliminarEse hombre es mi ídolo más veces de lo que admito delante de él.
También me vale sin el "bendito"...
ResponderEliminarTu relación con la escritura, hagas lo que hagas, te acerques o te alejes, es ya indisoluble, little dear (te copio one more time), hasta que la muerte os separe (y que tu madre me perdone por usar la palabra prohibida).
ResponderEliminarQué bien expones, joía, al final del tercer párrafo, lo que significa esa "inmersión intensiva" en el nido familiar que practicamos a veces. Hace tiempo intenté explicarlo, con distinta finalidad, claro, a quien no lo veía así, pero creo que no supe hacerlo.
Ahora que yo estoy empezando con el aprendizage...de la indulgencia,digo.
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