Hoy, cosa
rara, no quiero mirar por la ventana. Enfrente de mi balcón, el
bloque de cemento más próximo está como a quinientos metros, y esa
abundancia de espacio libre de imantaciones perversas es una de las
razones por las que le tengo apego a este piso pequeñito. A veces,
cuando hago un parón en medio de mi actividad hogareña, en lugar de
soltar un aparatoso suspiro, miro por la ventana. Casi siempre hay
sol, y alguna vez he imaginado que alguien me observa de espaldas, y
ve una especie de cerco dorado y puntillista ciñendo mi silueta,
como en una de esas películas de historia mínima e imágenes de una
intimidad absorbente. Otras veces, en cambio, he dejado que el color
rosa de Sierra Nevada, a última hora de la tarde, vuelva a pillarme
de nuevas, como si hubiera nacido ayer, o por lo menos, como si sólo
ayer me hubiera mudado a Granada. Miro por mi ventana, saludo a mis
árboles, y bendigo las casitas blancas y anacrónicas del Barranco
del Abogado. Ya he dicho esto muchas veces antes.
Hoy los
cipreses, normalmente tan dandis, tan circunspectos, están
desmelenados. El viento se está cebando con ellos, y los muy
masoquistas disfrutan, y bailan como si fueran un macizo de algas. El
pobrecito naranjo, que tiene ese aspecto de deprimido olvidado de la
cuchilla de afeitar, propio de los frutales mal podados, aguanta con
el resto de estoicismo que queda en este solar de un cuartel que fue
demolido hace años. Se mueven un poquito sus hojas superficiales,
marrones y onduladas como las puntas tostadas de un huevo frito, pero
el resto permanece firme. Y el olmo...El olmo no se mueve, y es por
eso por lo que no quiero asomarme esta tarde a esa parcela diminuta
de mundo que hasta ayer yo controlaba. El olmo, mi
olmo, no se mueve, por la sencilla razón de que lo han arrancado.
Vinieron con una retroexcavadora, y aprovechando su lapsus invernal,
lo fueron desmembrando, rama tras rama desnuda. Fue como presenciar
una ejecución. Muda, y por tanto, el doble de terrible. Había un
ser vivo que cumplía unos cuantos milagros confidenciales. Tomaba un
aire acosado por humos de motor, y lo depuraba. Sabía convertir lo
inorgánico en orgánico, algo que deja lo de los panes y los peces
al nivel de truco de aficionados. Era mi reloj de las estaciones, y
ahora sólo es un muñón deshilachado.
Ya no volveré a ver mi ventana amarillea, o estallar en verde |
Como me
resisto todavía a no verlo ahí enfrente, acudo de nuevo al libro.
Hoy tengo que usar un pulmón alternativo, consolarme con los
recursos que mi propia mano ha ido amontonando en este espacio.
Cierro los postigos como si fueran párpados. Y sigo leyendo aquel
libro del que os hablé hace un par de post, el de Lionel Shriver.
Cuenta la historia de un hombre que se ha pasado media vida
trabajando como un negro, haciendo cálculos y ahorrando, con el
propósito de construirse Otra Vida más libre y relajada en un país
donde el valor de sus dólares se multiplique. Y cuando ya está
dispuesto a cumplir su meta, cuando ya ha comprado los billetes de
avión hacia una isla africana, los compromisos funestos de Esta Vida
se conjuran para abortar su plan de evasión.
Cada vez que
me topo en la página con esa frase, la Otra Vida, siento un ligero
pinchazo de incumplimiento. No porque se me aparezca como un espejo
donde puedo ver el reflejo de la insatisfacción, que a lo mejor
también, sino porque hace tiempo que llevo posponiendo la idea de
escribir sobre un lugar llamado Ancadeira. Son unos cuantos
esqueletos de cabañas a medio engullir por la voracidad del bosque
asturiano. Cuesta imaginar una vida allí, adonde no llega más medio
de transporte que el pie o la pezuña, y donde crece tal densidad de
verde que parece que en cualquier momento vas a quedar embrujado. Y
sin embargo, el sitio estuvo habitado hasta hace cuarenta años.
Siguiendo la ruta de senderismo que descubre los restos de Ancadeira,
puedes encontrarte un cartel que explica cómo casi todos los
habitantes de aquellos lugares pertenecían a la nobleza, porque “una
disposición real otorgaba el título de hidalgo a todo aquellos
habitantes que fueran autosuficientes, o lo que es lo mismo, aquellos
que no necesitaran trabajar para nadie, ni que necesitasen comerciar
con nadie”. Desde que leí aquel cartel, Ancadeira es el nombre que
le doy al lugar donde, sin mucho afán, sueño una suave utopía de
autosuficiencia. Porque sí, lo confieso, yo también soy de esas
personas patéticas que hacen eso: soñar estérilmente con una vida
donde uno no es una pieza prescindible de un sistema que no entiende;
donde nadie toma decisiones vitales que atañen a cada cual, sin
pedirle su consentimiento. Un lugar donde las personas se prestan
servicios directos entre sí, sin que una maraña de intermediarios
sospechosos se interponga entre el que da y el que recibe. Donde si
hay un enfermo, haya un médico; y si hay niños, haya quien les
enseñe a valerse según las normas del respeto y de la propia
independencia; y si hay estómagos, haya quien los llene con el
trabajo de sus manos. Y si hay árboles, no haya necesidad de
arrancarlos para ocupar su hueco con cemento. Un lugar donde las
extensiones sutiles de la vida de cada uno se entrelacen con la de
los demás sin menoscabo. Donde uno puede ser el custodio del árbol
que crece detrás de su ventana.
Se llama la
Otra Vida, y formularla siquiera suena a ñoñería. Como que te
afecte un tocón herido cualquiera de Esta Vida.
El camino a la Otra Vida (AEC, está al ladito de tu Otro Lugar!) |
Reconforta la dignidad con que relatas tu pena por la aniquilación del olmo y cómo esa pena despereza los anhelos que llevamos dentro, muy a pesar de que sepamos que nunca se cumplirán. Es trágico, como un amor no correspondido pero inevitable. Somos afortunados cuando vivimos con alegría, sin que eso nos impida sentirnos chafados cuando algo nos toca.
ResponderEliminarAmo esa comparación trágica tuya, queridísimo, pero no, no puedo compartirla. Que sepas que estoy a punto de iniciar la etiqueta "Diarios de Ancadeira"
EliminarMe gusta tu balconcito.. Que bellas vistas.. Siento lo de tu OLMITO..(esperaba un Lisboa lll. .. Que avaricia.. Que bien relatas..plimi querida
ResponderEliminarQue siii, pri, que habrá un Lisboa III, sólo que así te tengo enganchada esperándolo. Cosas de mi editor literario. Siguen siendo bonitas las vistas, sólo que a lo mejor en unos meses me colocan un parque infantil y hordas berreantes. Con lo tranquilito que era mi árbol.
EliminarSólo una pega: más patético es quien se conforma con lo que hay y no sueña. Yo creo que hay que tender a esa sencillez de vida de la que hablas.
ResponderEliminarBesitos y que vuelvas pronto a mirar sin nostalgia por el balcón.
Ya, pero es verdad que yo tampoco quiero soñar. Quiero actuar. Hablar con gente de verdad, y tratar nuestros problemas comunes con gente de verdad. Y por eso el post que acabo de publicar.
EliminarRespecto a la nostalgia...Bueno, hoy por lo menos hay un poco de sol, y esa Sierra, por favor, parece un trozo de cristal tallado.
Soñar una vida mejor nunca sonará a ñoñeria, de hecho, es lo único que hace la que tenemos medianamente aceptable
ResponderEliminarGracias.Besos.
Preciosa elegía.
ResponderEliminarDecía nuestro querido Muñoz Molina que existe en Granada un instinto arboricida y tenemos que darle la razón. Me cuesta pensar que alguien friamente, catetamente, una mañana cualquiera, tome esa decisión tan "necesaria" para..." y se ejecute sin que prácticamente nadie se entere y a prácticamente nadie la importe.
He sufrido por dos veces que robaran de mi vida cotidiana tesoros tan irrepetibles como tu olmo; el mar de rosales y glicinias que se extendía tan cerca de mi balcón que casi podía tocarlos con la mano y la parra y el almendro que venían a vivir a mi patio, sin haber nacido en él y que yo cuidaba como míos.
Ancadeira me suena a Arcadia...
Qué bonito ese símil. Tú sabes dónde es, ¿verdad? Es curioso como tu propia utopía de Pumares está a tan pocos pasos de la mía. Debe de haber algo entre tú y yo. Y ese mar de rosas...Tu casa sigue adornándose en mi cabeza con él.
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