sábado, 19 de enero de 2013

De lutos e hidalguías

 
Hoy, cosa rara, no quiero mirar por la ventana. Enfrente de mi balcón, el bloque de cemento más próximo está como a quinientos metros, y esa abundancia de espacio libre de imantaciones perversas es una de las razones por las que le tengo apego a este piso pequeñito. A veces, cuando hago un parón en medio de mi actividad hogareña, en lugar de soltar un aparatoso suspiro, miro por la ventana. Casi siempre hay sol, y alguna vez he imaginado que alguien me observa de espaldas, y ve una especie de cerco dorado y puntillista ciñendo mi silueta, como en una de esas películas de historia mínima e imágenes de una intimidad absorbente. Otras veces, en cambio, he dejado que el color rosa de Sierra Nevada, a última hora de la tarde, vuelva a pillarme de nuevas, como si hubiera nacido ayer, o por lo menos, como si sólo ayer me hubiera mudado a Granada. Miro por mi ventana, saludo a mis árboles, y bendigo las casitas blancas y anacrónicas del Barranco del Abogado. Ya he dicho esto muchas veces antes.

Hoy los cipreses, normalmente tan dandis, tan circunspectos, están desmelenados. El viento se está cebando con ellos, y los muy masoquistas disfrutan, y bailan como si fueran un macizo de algas. El pobrecito naranjo, que tiene ese aspecto de deprimido olvidado de la cuchilla de afeitar, propio de los frutales mal podados, aguanta con el resto de estoicismo que queda en este solar de un cuartel que fue demolido hace años. Se mueven un poquito sus hojas superficiales, marrones y onduladas como las puntas tostadas de un huevo frito, pero el resto permanece firme. Y el olmo...El olmo no se mueve, y es por eso por lo que no quiero asomarme esta tarde a esa parcela diminuta de mundo que hasta ayer yo controlaba. El olmo, mi olmo, no se mueve, por la sencilla razón de que lo han arrancado. Vinieron con una retroexcavadora, y aprovechando su lapsus invernal, lo fueron desmembrando, rama tras rama desnuda. Fue como presenciar una ejecución. Muda, y por tanto, el doble de terrible. Había un ser vivo que cumplía unos cuantos milagros confidenciales. Tomaba un aire acosado por humos de motor, y lo depuraba. Sabía convertir lo inorgánico en orgánico, algo que deja lo de los panes y los peces al nivel de truco de aficionados. Era mi reloj de las estaciones, y ahora sólo es un muñón deshilachado.

Ya no volveré a ver mi ventana amarillea,  o estallar en verde

Como me resisto todavía a no verlo ahí enfrente, acudo de nuevo al libro. Hoy tengo que usar un pulmón alternativo, consolarme con los recursos que mi propia mano ha ido amontonando en este espacio. Cierro los postigos como si fueran párpados. Y sigo leyendo aquel libro del que os hablé hace un par de post, el de Lionel Shriver. Cuenta la historia de un hombre que se ha pasado media vida trabajando como un negro, haciendo cálculos y ahorrando, con el propósito de construirse Otra Vida más libre y relajada en un país donde el valor de sus dólares se multiplique. Y cuando ya está dispuesto a cumplir su meta, cuando ya ha comprado los billetes de avión hacia una isla africana, los compromisos funestos de Esta Vida se conjuran para abortar su plan de evasión.

Cada vez que me topo en la página con esa frase, la Otra Vida, siento un ligero pinchazo de incumplimiento. No porque se me aparezca como un espejo donde puedo ver el reflejo de la insatisfacción, que a lo mejor también, sino porque hace tiempo que llevo posponiendo la idea de escribir sobre un lugar llamado Ancadeira. Son unos cuantos esqueletos de cabañas a medio engullir por la voracidad del bosque asturiano. Cuesta imaginar una vida allí, adonde no llega más medio de transporte que el pie o la pezuña, y donde crece tal densidad de verde que parece que en cualquier momento vas a quedar embrujado. Y sin embargo, el sitio estuvo habitado hasta hace cuarenta años. Siguiendo la ruta de senderismo que descubre los restos de Ancadeira, puedes encontrarte un cartel que explica cómo casi todos los habitantes de aquellos lugares pertenecían a la nobleza, porque “una disposición real otorgaba el título de hidalgo a todo aquellos habitantes que fueran autosuficientes, o lo que es lo mismo, aquellos que no necesitaran trabajar para nadie, ni que necesitasen comerciar con nadie”. Desde que leí aquel cartel, Ancadeira es el nombre que le doy al lugar donde, sin mucho afán, sueño una suave utopía de autosuficiencia. Porque sí, lo confieso, yo también soy de esas personas patéticas que hacen eso: soñar estérilmente con una vida donde uno no es una pieza prescindible de un sistema que no entiende; donde nadie toma decisiones vitales que atañen a cada cual, sin pedirle su consentimiento. Un lugar donde las personas se prestan servicios directos entre sí, sin que una maraña de intermediarios sospechosos se interponga entre el que da y el que recibe. Donde si hay un enfermo, haya un médico; y si hay niños, haya quien les enseñe a valerse según las normas del respeto y de la propia independencia; y si hay estómagos, haya quien los llene con el trabajo de sus manos. Y si hay árboles, no haya necesidad de arrancarlos para ocupar su hueco con cemento. Un lugar donde las extensiones sutiles de la vida de cada uno se entrelacen con la de los demás sin menoscabo. Donde uno puede ser el custodio del árbol que crece detrás de su ventana.

Se llama la Otra Vida, y formularla siquiera suena a ñoñería. Como que te afecte un tocón herido cualquiera de Esta Vida.

El camino a la Otra Vida (AEC, está al ladito de tu Otro Lugar!)


9 comentarios:

  1. Reconforta la dignidad con que relatas tu pena por la aniquilación del olmo y cómo esa pena despereza los anhelos que llevamos dentro, muy a pesar de que sepamos que nunca se cumplirán. Es trágico, como un amor no correspondido pero inevitable. Somos afortunados cuando vivimos con alegría, sin que eso nos impida sentirnos chafados cuando algo nos toca.

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    1. Amo esa comparación trágica tuya, queridísimo, pero no, no puedo compartirla. Que sepas que estoy a punto de iniciar la etiqueta "Diarios de Ancadeira"

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  2. Me gusta tu balconcito.. Que bellas vistas.. Siento lo de tu OLMITO..(esperaba un Lisboa lll. .. Que avaricia.. Que bien relatas..plimi querida

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    1. Que siii, pri, que habrá un Lisboa III, sólo que así te tengo enganchada esperándolo. Cosas de mi editor literario. Siguen siendo bonitas las vistas, sólo que a lo mejor en unos meses me colocan un parque infantil y hordas berreantes. Con lo tranquilito que era mi árbol.

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  3. Sólo una pega: más patético es quien se conforma con lo que hay y no sueña. Yo creo que hay que tender a esa sencillez de vida de la que hablas.
    Besitos y que vuelvas pronto a mirar sin nostalgia por el balcón.

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    1. Ya, pero es verdad que yo tampoco quiero soñar. Quiero actuar. Hablar con gente de verdad, y tratar nuestros problemas comunes con gente de verdad. Y por eso el post que acabo de publicar.

      Respecto a la nostalgia...Bueno, hoy por lo menos hay un poco de sol, y esa Sierra, por favor, parece un trozo de cristal tallado.

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  4. Soñar una vida mejor nunca sonará a ñoñeria, de hecho, es lo único que hace la que tenemos medianamente aceptable
    Gracias.Besos.

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  5. Anónimo entre comillas21 enero, 2013 23:52

    Preciosa elegía.
    Decía nuestro querido Muñoz Molina que existe en Granada un instinto arboricida y tenemos que darle la razón. Me cuesta pensar que alguien friamente, catetamente, una mañana cualquiera, tome esa decisión tan "necesaria" para..." y se ejecute sin que prácticamente nadie se entere y a prácticamente nadie la importe.
    He sufrido por dos veces que robaran de mi vida cotidiana tesoros tan irrepetibles como tu olmo; el mar de rosales y glicinias que se extendía tan cerca de mi balcón que casi podía tocarlos con la mano y la parra y el almendro que venían a vivir a mi patio, sin haber nacido en él y que yo cuidaba como míos.
    Ancadeira me suena a Arcadia...

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    1. Qué bonito ese símil. Tú sabes dónde es, ¿verdad? Es curioso como tu propia utopía de Pumares está a tan pocos pasos de la mía. Debe de haber algo entre tú y yo. Y ese mar de rosas...Tu casa sigue adornándose en mi cabeza con él.

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