domingo, 30 de septiembre de 2012

Cuestiones intimíssimas


Ahí me tenéis, con las tetas al aire, y dejándome tentar por conductas autolesivas. O directamente homicidas. Todo es de color marfil en el probador de Intimissimi, todo cursi como los arreglos de una novia en el día de su boda. Los sujetadores se multiplican como una plaga, se amontonan en las perchas, desbordan el banco de madera elegantemente teñida, resbalan al suelo. Y ninguno me queda bien. Son demasiado grandes, demasiado autocomplacientes. Me pierdo dentro de su esqueleto de almohadillas y aros. Y yo, que aborrezco del discurso feminista, me miro los lunares y la marca delatora de las costillas en el espejo, y me pregunto qué fue de aquello de quemar la ropa interior, y por qué los sujetadores recuerdan cada vez más a miriñaques. Qué hago yo aquí, mujer liberada hasta de su forzosa condición femenina, buscando uno que se esconda con discreción detrás del vestido que me he comprado para la boda de mi prima, y que resalte, a la vez, mis nulos encantos. O que al menos no los convierta en una de esas tortas de la Virgen con que dos de cada tres granadinos se pasean hoy por las calles.

Ahí me tenéis, diciendo maldición, y humillándome ante mis cromosomas XX. Porque mi vestido es precioso y complicado. De muñeca, dice Jose. Con qué tipo de primas y vecinitas perversas te relacionabas tú de pequeño, digo yo. Mi vestido es rosa, como corresponde a una muñeca. Rosa coral, para matizar un poco tanta connotación pasiva. Con escote palabra de honor. Es que te meas con el dramatismo imperecedero de lo castellano. Lo que en inglés, strapless, “sin tirantes”, es seco, conciso, puramente descriptivo, en castellano se convierte en una orgía de caballeros con la mano en el pecho, juramentos, guiños y damas en las que el recato es disfraz de guarrería. Palabra de honor que no se cae si tú no tiras de él. Una corrección: mi vestido tiene un falso escote palabra de honor, porque se sostiene malamente con una pieza de encaje. Con lo cual mi vestido de muñeca se hace cada vez más sospechosamente muñeca inflable. El caso es que cualquier sujetador de cualquier hembra humana contemporánea – ya se sabe, de esas que se empeñan en trabajar y tener una vida activa y sudar en los gimnasios y cargar las bolsas del Mercadona y correr por las calles para llegar a tiempo al colegio de sus crías y amamantarlas y ser montañeras/espeleólogas/surferas y, a pesar de todo ello, conservar sus mamas más cerca de las amígdalas que del ombligo, para gustarse a sí mismas, por supuesto, o al menos para gustarse más de lo que le gustan las demás, porque ¿qué hembra contemporánea le da valor a lo que le guste a los machos de su especie? – cualquier sujetador cotidiano asoma descaradamente por encima de la palabra de honor y a través del encaje. El horror, el horror.

Así que me pruebo todo tipo de sujetadores. Con vocación de invisibilidad. Con aspecto de venda deportiva. Apropiados para una escapada de recuperación de la chispa conyugal. Apropiados para las profesionales del oficio. Con aros ocultos como un pecado. Sin aros. Con relleno. Los que no tienen relleno los descarto con un suspiro de nostalgia. Y qué, le voy diciendo mientras a ese reflejo huesudo del espejo. Y qué si un centímetro de tejido sintético asoma por un escote ridículo. Y qué si nunca tendré, sin ayuda de la cirujía, unos melones de Galia redonditos y globosos que rimen con mis redondas y globosas nalgas, igual que rima todo en los templos hindúes

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Pues yo me hincho de curry, y ni de coña se me ponen así de redondas
 
Y qué si me pongo un sujetador de algodón, con un lacito azul sobre el esternón, como el primero que me compró mi mamá, puesto que vuelvo a tener pechos de treceañera. Y qué si no llevo ropa interior, y mis pezones se marcan como frambuesas bajo el rosa coral. Y qué si voy a una boda en vaqueros (y sandalias verdes de tacón. A eso no estoy dispuesta a renunciar). Y qué si dejo colgado ese condenado vestido hasta que las noches vuelvan a oler a dama de noche y espetos. Y qué si me niego a pasar frío. Y qué si reconozco que un vestido así, junto a un puesto de castañas asadas, es tan absurdo como un pingüino en Fuengirola. Y qué si no vuelvo a ir a una boda nunca jamás. Y qué si escribo un post sobre el conjunto de síntomas que las bodas manchegas me provocan. Y qué si eso me convierte en una proscrita, y un piquete de camioneros furiosos me impide franquear Despeñaperros, y me obliga a coger la Ruta de la Plata, cada vez que quiera ir al norte. Y qué si estrangulo con seda turquesa a la dependienta que me ha pasado por detrás de la cortinilla un sujetador de la talla 80, y que, maldito sea su ojo clínico, ha dado en el clavo.

Pero lo que yo quería contar, antes de que una sobredosis de estrógenos me arruinara el post y la seguridad física, es que, en el probador contiguo al mío, unos padres aconsejan a su hija adolescente. Volved a leer la frase. Unos padres. Un ser humano con tacones junto a un ser humano con barba. Y, ahora, que levante la mano la que alguna vez haya ido a comprarse ropa interior con su papá. Al Intimissimi, donde cada centímetro cuadrado de raso y encaje habla de maniobras jadeantes en la oscuridad. Cuando vi a ese hombre paciente y pícaro a la vez, pensé en mi padre. En la reserva y en la impermeabilidad de mi padre. En la nube de emociones que nunca ha sabido o ha querido, no lo sé, expresar. Y pensé en cómo habría terminado siendo yo, de haber tenido un padre que nos hubiera acompañado a mí y a mi madre a comprar sujetadores *. Pero esa es otra historia.

(*¿Alguien ha pensado que culpo de algo a alguien? ¿Alguien me acusa de freudismo barato? Nada más lejos de la realidad. Mi historia es como es y así la quiero. Simplemente, me intrigan todas las otras semillas de Silvia que nunca llegaron a fructificar)

viernes, 28 de septiembre de 2012

Historia de dos días


El día A nació temprano, y murió satisfecho, libre de cualquier amenaza.
El día B nació todavía más temprano y, sin embargo, murió sabiendo lo que son mis sabotajes.

El día A me despertó la alarma del móvil a las siete de la mañana, y aunque podría haberme asegurado los tapones dentro de las orejas para continuar durmiendo, me levanté y desayuné con Jose, que tenía que llevar a su padre al médico. Luego, mientras los niños armaban su escándalo cotidiano camino del colegio, abrí mi libro, uno de esos cuatro libros que se resisten a la idea de que las vacaciones se han acabado, y era tan temprano, que parecía como si estuviera recién sacado de la imprenta de Gutemberg. Olía a pan tostado mi libro, igual que toda mi casa.
El día B quiso desmentir, desde el primer minuto, al dulce cachorrito que soy recién levantada. El café con canela molida de todas las mañanas parecía lodo dentro de la taza, y las tostadas me supieron esta vez a Omeprazol. Una mujer de mi edad subía la cuesta cargada con la mochila y la carpeta de la hija gordita que la seguía. Era como si fuese la niña la que llevase a su madre al colegio, como si ésta tuviera que volver a las aulas para que le enseñaran ahora lecciones sobre lo abrumador que puede llegar a ser el despertar de un adulto.

En el día A salí de mi casa con un vestido de flores y las sandalias más cómodas de la historia de la humanidad. Compré boniatos, avena y anacardos en una tienda ecológica del Realejo atendida por una princesa toscana, que tenía los ojos empapados, y un sujetador negro bajo una camiseta clara que me hizo sospechar si no pasaré demasiadas horas, en el trabajo, sometida a una lluvia ácida de testosterona. Durante medio minuto me hice lesbiana, e imaginé que le llevaba claveles rosas, comprados en la plaza Bibrambla, e igual de húmedos que sus ojos, a mi novia.
El día B salí empaquetada, después de cuatro largos meses, con el forro polar del uniforme, y juro que mis pasos notaron ese nuevo peso. Se acabó entonces mi breve noviazgo con el aire de los amaneceres de septiembre. En la oficina tuve que obligarme a ver a todas las figuras bípedas con las que me cruzaba como a seres humanos, y no como a figurantes de uno de esos sueños de transición que por la mañana no merecen ser recordados.

En el día A cada hoja, cada perfil, cada uno de los tejados que se ven desde mi balcón, parecía tener un aura y una identidad propia. El día B el cielo era una losa de hormigón, y no llovía, no quería llover. Un tiempo completamente premenstrual, el de las primeras horas del día B. Hasta que arrancó el diluvio, y me pilló al pie de una cantera. Estuve toda la hora siguiente, dentro del coche, secándome con el dorso de la mano los goterones que me chorreaban del pelo. Allí se vieron mis primeras sonrisas no exclusivamente sociales del día.

El día A practiqué la verdadera atención mientras hablaba por teléfono. Me pasé medio día B sonámbula. El día A fue un prodigio de dosificación de energía. A la una de la tarde B estaba calentándome las manos con un café con Baileys de máquina. En el día A conseguí que el tofu supiera a solomillo ibérico. En el B, los jureles se negaron en redondo a salir íntegros y cocinados de la plancha. Tuve que apalearlos antes de metérmelos en el estómago. El día A no echó de menos la siesta. En el día B me perdí dos horas del concierto de la lluvia. En la tarde del día A estuve sola en la oficina, entretenida como cuando mi padre nos llevaba los sábados por la mañana a la suya, para que mi madre hablara por teléfono con sus hermanas, y yo espiara en todos los cajones y probara todos los bolígrafos e hiciera como que sabía escribir a máquina. La tarde del día B pasó tan rápida que parpadeé después de la siesta, y de repente ya era de noche. Aunque creo recordar que entre medias me comí un flan dulce como el infierno.

El día A no hizo necesario que echara mano, ni por un minuto, de mi voluntad. En el día B todo fue empujar, dejarme caer en la tristura, achucharme, darme lecciones, cocearme, obligarme a continuar. Hubo un equilibrio que asustaba en el día A. En el día B quise moverme, pero no se me ocurría ninguna dirección por la que empezar a andar.

Y entre los dos días, volví a meterme en un río. Me salieron agujetas en los antebrazos, porque me empeñé a sujetar yo sola una de las redes que usamos en la pesca eléctrica, para que no se la llevara la corriente. Me caí, y de repente mi codo derecho volvió a tener diez años. La lluvia, ya era hora, por dios, me mojó la cara, y esa fue una escena de amor. Medio en broma, medio en serio, me ofrecieron una casa en el monte de Alhama, desde la que podría escuchar la berrea, y tomarme un café por la tarde poniendo ojos de poeta. Gratis, nada más que a cambio del mantenimiento. Me imaginé cediéndosela a mi madre, y volviendo todos los viernes por la tarde, con el maletero repleto de vituallas y la cabeza, de ideas para escribir. Me puse vaqueros y zapatillas cerradas y una cazadora. Bailé dentro de casa. Volví a contaminar mi casa con olores de curry. Y aprendí a tenerle mucho respeto a este día B al que le queda media hora escasa para acabar. Porque son los días B los que, al contradecirme, me dan la medida de la persona que quiero ser.


jueves, 27 de septiembre de 2012

Martirio


Ojalá me hubiera partido un pie, Jorge. En serio te lo digo. Bueno, por lo menos un esguince. ¿Y sabes qué es lo que hubiera hecho? Nada. Nada en absoluto. Como mucho, poner gestitos de dolor cuando me mirases, y forzar inmediatamente una sonrisa, como si me hubieras pillado en un renuncio en medio de mi estoicismo. Cojear de tal modo que te dieses cuenta de que estaba disimulando, cada vez que te decía que no era para tanto. Quitarle importancia, cuando te agachases para comprobar que lo tenía muy hinchado, con un “sólo es el golpe, hombre. ¿Se acabó el Thrombocid?, artificialmente despreocupado. Y mirarte con retintín, en caso de que tuvieras la cara de insinuar que me ibas a llevar a urgencias. ¿Te imaginas? Al cabo de unos meses el pie me seguiría molestando, cada vez que bajara un bordillo o que el tiempo fuera a cambiar, y a lo mejor hasta se me quedaba un poco deforme. Créeme, ya encontraría la manera de hacértelo notar. Yo me iba a joder, desde luego, pero tú también. Eso, y el remordimiento que sé que en el fondo de tu corazón sentirías, aunque no supieses explicarte bien por qué, me compensaría los dolores y las posturas de Pilates que nunca más podría volver a hacer.

No, no exagero, tío.

(Por cierto, ¿te das cuenta de lo humillante que es tener que imaginar lo que responderías, si pudiera decirte de viva voz lo que acabas de leer? ¿Si no me dieses la espalda en la cama, si no te fueras a por el pan, si no encendieras la tele, cada vez que sale este tema? ¿No te parece grotesco que te tenga que dejar una nota? Como cuando éramos novios, pero en cutre y en enfermizo y en feo)

No exagero, porque sería lo mismo, exactamente lo mismo que lo que tú me estás haciendo pasar. Hasta tú te darías cuenta de ello, cada vez que me pillases sobándome el tobillo, igual que tú te sobas y te palpas el costado, cuando crees que no te miro. De ahí los remordimientos. Te dolería infinito mi pie hinchado. ¿A que sí? Y estarías a punto de cabrearte conmigo, mil veces al día, por no querer ir a que me lo mirasen. Y terminaría repateándote mi cojeo. “Coño, Pilar”, te morderías la lengua para no decirme, “si te duele, vete al médico. Y si no, no te quejes”. Dios, si escuchara yo eso de tu boca. Porque yo no iba a quejarme. Tampoco tú lo haces. A ti te basta con toquetearte, y buscar a hurtadillas síntomas en Internet, y hacerte el sufrido, y elucubrar sin venir a cuento. Que si serán gases, que si una contracturilla de cuando te obligué a cargar el sofá de casa de mi madre, que si la vesícula, que también a tu abuelo le daba mucho por saco. Pero sé que no me ibas a dar el gusto de pedirme por favor que fuera al médico. Cómo, con la de veces que te lo he pedido yo a ti y no me has hecho caso. De esta manera te convertirías en cómplice de cuando me quedé coja de por vida.

Porque a ver, respóndete a ti mismo, ya que conmigo no quieres hablar. ¿Cuál es la razón para que un hombre adulto y cabal, al que le lleva doliendo desde hace cuatro meses la misma parte del cuerpo, no acceda a ir al médico? ¿Tanto miedo tienes? ¿Es que el Dr. Moreno te hizo cositas de pequeño? No sé, a lo mejor te encanta ir de mártir. Pero dime ¿hasta cuándo vas a darte de plazo a ver si se te pasa? ¿Hasta que amanezcas amarillo como tu puto canario? ¿Hasta que mees sangre? ¿Hasta que tenga que tirarte todos los pantalones porque ya no queda espacio para hacerle más agujeros a la correa?

Joder, Jorge, joder. Yo también tengo miedo. No debería decírtelo, pero lo tengo. A veces pienso que eres tú el que tiene razón, que seguro que no es nada de lo que haya que preocuparse. Que no debería trasladarte mis neuras. Pero ¿sabes una cosa? Te casaste conmigo y tienes una responsabilidad. No sólo tenemos que cuidar el uno del otro. También tienes que cuidar de ti mismo. Porque una parte de tu cuerpo, pongamos que un 35%, me pertenece. A mí me duele cuando te das en el codo con la puerta, cuando te pica todo el cuerpo de la alergia, cuando te resfrías. A mí me duele ese 35%. Y me pone enferma y te mataría, y casi me gustaría gritarte que ojalá sólo te queden otros cuatro meses de vida, y me indigna que nos tengas tan poco respeto. A tu salud. A mi dolor. Porque es como si yo sola me acordarse de cuando imaginamos cómo será nuestra vida de viejecitos. Como si te hubieras olvidado de los planes que hicimos, aquella noche memorable en Roma, para celebrar nuestras bodas de oro. La misma habitación 157 con vistas a Piazza Nabona, el crucero más cutre que encontremos, tus camisas hawaianas, mis pareos y mi cardado color violín, y un montón de margaritas mezclados con las pastillas para la tensión. Yo me acuerdo. Lo sigo queriendo. Era una de las cláusulas de nuestro contrato.

Así que, cuando termines de leer esto, por favor, pide cita por teléfono, y vete a que un médico mire ese 35% mío de tu páncreas o de tu hígado. Porque si le pasase algo, a mí se me moriría como un 85% del alma. Fíjate que cuentas más raras tiene la economía doméstica.


lunes, 24 de septiembre de 2012

Los rituales

Le pregunta el hombre al perro: “Bueno, ¿quieres tu cena?”. Y el perro responde: “La verdad es que no tengo hambre. Pero pasaré por el ritual”.

Y esta frase cargada de resignación y lealtad me obliga a cerrar el libro, el querido “Viajes con Charley”, como si temiera que algo tan valioso fuera a escapárseme si las tapas del libro se quedasen de par en par. A veces un pasaje literario crea material de sabiduría en bruto, y una idea, una metáfora, una combinación insólita de elementos se incorporan intactos a tu experiencia y a tu manera de entender el mundo. Otras, el libro arranca una veta de tu vida escondida bajo una tonelada de días y de voluntad. Desentierra, ilumina, pesca. La frase se convierte entonces en un anzuelo para emociones de fondo. 
 
Leo esa frase perruna, y me acuerdo de una ocasión en que me sentí como un perro. V. lleva tres o cuatro días en mi casa, y parece como si a cada hora que pasase se le fuera olvidando el mecanismo de la risa. Ya lo he llevado a conocer la ciudad por sus cuatro puntos cardinales, hemos tomado té en las teterías, hemos comido en restaurantes que a mí me parecían bastante presentables. Ahora son las ocho de la tarde de un día casi agotado. Quizás debería haber ideado algún plan ocurrente. Prepararle una cena cañí, o dejarlo solo toda la noche. Pero hemos desembocado en mi casa, en ese piso interior que no parece conocer el horario de verano. Un malestar subterráneo, de bajo tono, recrudece mi ansiedad de anfitriona y de enamorada. Él ya no me busca en el pasillo ni me abraza por la espalda. No me pregunta chismes sobre mi familia o mi infancia. Ni por asomo vuelve a insinuar si sería posible encontrar en Granada un trabajo relacionado con el diseño gráfico. Yo no sé lo que pasa, pero pasa algo. Las horas hay que llenarlas. 
 
Y eso hacemos, a la espera de que la preparación de la cena nos alivie de la necesidad de encontrar qué decirnos. Las fotos que hice esta mañana en el Albayzín están pasando a mi ordenador, y V. me sugiere hacer una panorámica. Como yo hago una mueca, él arrima una silla junto a la mía y me enseña cómo hacerlo. Así ganamos media hora preciosa, entre píxeles y balances de blancos y versiones piratas de Photoshop. El clic del ratón repiquetea en el silencio de mi salón-cocina americana. Cada tanto él explica un nuevo paso de la receta, y yo asiento. Conocemos ya, íntimamente, cada ciprés, cada guijarro de la Cuesta del Chapiz. Entonces él aparta la mirada de la pantalla, por primera vez en yo no sé cuántos minutos, y con unos modos de Humphrey Bogart que no me suenan de nada, dispara “A ti esto no te interesa en absoluto, ¿verdad?”. Antes de que yo pueda responderle que sí, que me interesa, porque en realidad a mí me interesa todo, los ojos de V. vuelven a perderse en el Photoshop. Y con una media sonrisa lobuna por la que debería responder ante la Justicia, añade “Las parejitas y sus rituales...”.

Si yo no hubiera sido tan inexperta, habría tenido recursos para identificar ya ese algo que pasaba. Pero como no los tenía, me fui a tirar la basura, y en los diez minutos que empleé en llegar a un contenedor que estaba a dos pasos de mi portal, lo dejé pasar. Y por eso, tres meses después, me quedé sin corazón en Lisboa. Transcurridos ahora seis años de aquello, puedo decir con orgullo que conozco y acato cada uno de los rituales insignificantes y fastidiosos que estructuran una relación de pareja. Jose y yo, como cualquier otro par, hacemos cientos de cosas cada uno por el otro que, de seguir solos, no haríamos ni borrachos. Él es capaz de arrastrarme por todas las zapaterías de Granada para que yo encuentre las sandalias verdes perfectas para el vestido que me pondré en la boda de mi prima Laura. Yo pongo una cara superconcentrada cada vez que me suelta una perorata sobre baloncesto (aunque en realidad esté pensando en el próximo post). Él quiso acompañarme a visitar a la hermana de mi padre, a quien yo no veía desde hacía un buen montón de meses. Yo respondo con un siiií, nooo, verdaaad, cada vez que él hace una de sus típicas preguntas empáticas y dirigidas (“El día está precioso, ¿a que sí? Qué sueño, ¿verdad?, ¿Me quieres?”). Él recibe cada plato de tofu o quinoa con alharacas. Yo busco una emisora en la radio del coche para escuchar los boletines horarios en los viajes. Él, adicto al salchichón y al trozo de queso de calibre sanchopancesco, me prepara la ensalada para la cena, cuando yo trabajo en el turno de tarde. Yo entro con él a saludar a la Virgen de las Angustias. Él se ha comprado un bañador y una crema solar +150 , y se acurruca a mi lado en la playa, bajo la sombrilla. Yo dejo que mi corazón se sobrecoja con documentales sobre guerrillas y favelas. Él aguanta mis sermones sobre los siete pecados capitales de la industria alimentaria.

Y pasa que los dos comprendemos estas modestas rendiciones y estos latazos como una torpe traducción de lo que nos une. Pasa que el intercambio de gestos esforzados nos contamina con la esencia del otro. Que yo hago palmitas cada vez que Sergio Ramírez mete un triple, y él le hace la ola a mis hamburguesas de tofu ahumado y champiñones. Y si un brote de escepticismo acabase con estos pequeños rituales de la convivencia, no tardaríamos mucho en sentirnos huérfanos y vacíos. Benditas sean las ceremonias de la lealtad.

Ahora, jamás, digo, JAMÁS dejaré de odiar la Formula 1.


domingo, 23 de septiembre de 2012

Cachivaches


El viento se está ensañando con mis postigos, y por eso la oscuridad se recrudece en mi habitación a cada rato, y por eso tengo que levantarme para volver a abrirlos, y por eso no me concentro en nada de lo que intento hacer, y por eso me he puesto a escribir. Hace unos días estuve a punto de comenzar un post diciendo que septiembre es una reconciliación: en esta ciudad de clima maníaco-depresivo, esos puntos raros del año en que el aire ni te aplasta ni te acuchilla los recibe cada célula del cuerpo como a hostias consagradas. De repente la temperatura exterior no te odia profundamente, y tú no puedes responder de otra manera que no sea haciendo planes. Estás activa, sí, gracias a esa trampita psicológica del comienzo de curso de la que hablaba el otro día, pero también porque la meteorología no te ofrece excusas para quedarte vegetando en la gloria.

Pero, vaya, en estos momentos, 20 horas de un 23 de septiembre, todavía sufro las consecuencias de un empacho de ensaladilla rusa y croquetas de choco (parte del cáliz que hace una semana prometí apartar de mí), y yo sólo tengo ganas de que las arrugas de las sábanas se me queden marcadas en la espalda. Mi balcón presenta un aspecto lamentable. Las margaritas tienen menos armonía estructural que un Quasimodo, y en la jardinera de los claveles, una flor fucsia y perfecta trata de hacerse un hueco entre andrajos de tallos secos. Intoxicada como estoy de mayonesa y fritanga, esa imagen me recuerda al escritorio que adorna mi habitación en la casa de mi padre. Tengo en mi haber dos escritorios donde nadie ha escrito nunca, y no sé qué conclusión sacar de ello.

Aquel malagueño es un regalo para cualquier candidato a sufrir síndrome de Diogénes. Tiene cinco cajones, y ninguno de ellos se deja abrir sin necesidad de recurrir a la violencia, así de llenos de cachivaches completamente inservibles están desde hace más años de los que me gustaría admitir delante de mi madre. Cada vez que voy a Estepona me digo que voy a arrasar con ellos, y con los metros de carpetas de apuntes universitarios que no quieren ni las polillas, y con los desechos de cada mudanza que he ido acumulando en esa cueva de Alí Babá mugrienta que es el garaje de mi padre. Y cada una de esas veces reconozco, con ojos de cachorrito, que nunca he tenido la menor intención real de hacerlo, y que ese escritorio es mi particular contribución a la arqueología venidera.

En este último viaje estuve revisando lo que los cajones, después de que los zurrara y pateara, me permitieron. Y vi: una agenda laboral del año 2005, que nunca he sido capaz de tirar, porque le da contenido a jornadas de trabajo en Jimena que en mi memoria han quedado reducidas a una colección de bucólicas postales de campiña, y porque en ella apunté el correo de un tío que, en abstracto, nunca ha dejado de gustarme. Vi, y me escandalicé, un juego de sobres y cartas que hace veinte años estuvieron perfumados, y que ahora sólo huelen a recreo de niñas cursis, que es como éramos las niñas hace veinte años. Vi un estuche de ceras pringosas que ya no pintan. Una foto que hice, en el viaje de estudios del instituto, del Callejón de Oro de Praga, con los casitas de colores igual de gastadas que mis ceras, y Kafka reptando por la capa de nieve sucia de la calzada, y empapando la mirada aterrorizada con que mi profesor de Biología controlaba que ese alumno X no resbalase y se abriese la cabeza. Vi, en otra foto, mi cabeza despeluchada y romántica en un contraluz del Foro romano. Apenas si me reconocí. Es posible que esa foto fuera tomada una hora antes de perder el pasaporte que me hacía falta para entrar en la República Checa. Vi cuatro calculadoras Casio y una caja de disquetes, y me sentí exactamente como alguien que nació en un siglo y morirá en el siguiente.

Vi una libreta que usé en Física o Matemáticas, y en la que apunté como un cabestro un montón de signos esotéricos, tales como las inecuaciones de Clausius para procesos reversibles, irreversibles y cuasiestáticos. Me quedé de piedra pómez, claro. A punto estuve de escribirle una carta airada (en mi juego de hojas ex-perfumadas) al Defensor del Pueblo. Vi un paquete de diapositivas del Kremlim que mi tía Juani se trajo de uno de esos viajes que hicieron de ella un personaje de novela. Vi una libretita en la que mi padre apuntó los gastos del viaje que hicimos a Marruecos. Comprobé que el trayecto en taxi de la frontera a Chaouen, que casi le cuesta la salud psicológica a mi padre, tan rectas hacía las curvas nuestro conductor, costó 43 dirhams menos que un puñado de anillos de latón comprados en la medina de Fez.

Vi más diapositivas sueltas, de cuando mi madre hizo un curso de fotografía y nos usaba a mi hermana y a mí como sufridas modelos. Tardaba tanto en encuadrar y en darle al disparador, que en el transcurso nos crecían el pelo y las tetas, como fácilmente se observa en ellas. De nuevo, esas imágenes hacen que me pregunte quién es esa vacaburra melenuda que me llevaba dentro de sí, como la ballena a Jonás. Vi también un sobre de fotos que llevé a revelar la mañana siguiente de haber estado investigando las causas de un incendio en Arcos de la Frontera, hace ¡ocho! años. Vi un acebuche ardiendo por dentro, como si tuviera un corazón. Una mancha de pasto quemado perfectamente circular, que parecía la huella de un aterrizaje marciano. Varios cascos amarillos de los trabajadores de un retén, flotando como luciérnagas en la oscuridad. El plano de detalle de la valla metálica cuya soldadura provocó el incendio. Y más cosas que no estaban en ninguna foto: un viaje en Land-rover por media provincia gaditana, en las primeras horas de la madrugada, a mi compañero y a mí cenando chocolatinas y cocacolas en el patio desierto de un Cedefo, mi susto por tener que conducir a esas horas hasta Jimena, muerta de sueño y de peligrosas sensaciones románticas.

Y todo esa cantidad de historia insignificante es lo que irá al cubo de la basura, la siguiente vez que vaya a Estepona. Como si nunca hubiera sido una niña cursi y patológicamente tímida, una adolescente desorientada y tetona, una aprendiz de mujer trabajadora en Jimena. Me preguntaré, entonces, si la construcción, un poco aleatoria, del carácter es un proceso irreversible o reversible y si, a lo largo de su vida, una persona es una reacción cuasiestática o, al contrario, es capaz de renovarse cada vez que tira los cachivaches acumulados.

sábado, 22 de septiembre de 2012

Nostalgia de ojos de animales


El manso para arriba (“yo me acuerdo de cuando era pequeño, y todos los niños del pueblo seguíamos al rebaño para ver al manso”), el manso para abajo (“y mira que daban miedo, tan grandes, con esas barbas”), mansos fantasmas nos acompañan mientras vagamos por el monte, con mochilas a la espalda. No han dado las nueve de la mañana. Las encinas se ven globosas e íntegras, no apisonadas aún por la luz de cemento del mediodía, y el roce de las aulagas, bueno, todavía se tolera, como los besos bigotudos de una tía abuela vieja. Mis compañeros llevan un buen rato hablando de cosas pastoriles, compartiendo un idioma que a mis oídos les suena a masonería, y aunque puedo deducir qué narices es un manso, he dejado de ser tan orgullosa como para tragarme las preguntas.

- Y ahora es cuando yo hago la pregunta tonta del día. ¿Qué es un manso? ¿Un macho de cabra?
- Sí, pero capado –tiene este Pepe una voz de la que a mí me dan ganas de abusar, pedagógica y un poco paternal, con una solemnidad suave que me llegaría a creer si este no fuera uno de esos tíos que me caen bien desde el primer momento, porque parecen no tomarse las cosas demasiado en serio.
- ¿Y qué hace?
- Pues poca cosa. El manso le echaba un ojo al rebaño, cerraba el grupo o se ponía delante.
- Y entonces, ¿no hacía falta perro pastor? ¿O no tiene nada que ver?
- No tiene nada que ver.

En realidad, me explica Pepe con su acento viejísimo, el manso tenía poca ciencia. Sólo servía para que los pastores se midiesen unos a otros. Quién lo criaba más grande, quién conseguía tenerlo a su lado en los bares, como un chihuahua, quién era tan astuto como para sentarlo en un dos caballos y pasearlo por ahí, sin que el animalito se pusiera nervioso. Habla en pasado, logrando que yo eche de menos una de esas mañanas de hierba escarchada y dedos a punto de congelación, y un fuego de chimenea junto al que escuchar fotografías de cosas que ya no existen, historias de cuando Pepe fue niño pastor. Hay días en los que mis horas de ordenador y ciudad desentonan tanto con estas del trabajo, cuando piso por caminos gastados a fuerza de uso, que me dan ganas, al quitarme el uniforme, de buscarme fracturas ocultas en el cuerpo. Hay días en los que amo esto, no sólo porque me permite entrenar piernas y pulmones, recrearme con los árboles, o ponerme la boca azul de zarzamoras, sino porque me ofrece la oportunidad de rozar un modo de vida que, al borde de la extinción, parece algo mítico. La soledad radical de los pastores, y aquellas barras de bar como de western, salpicadas de hombres ávidos de palabra humana, y por debajo de su bravuconería, sólo un poco menos tímidos que sus mansos.

Pepe cuenta ahora historias sobre algunos perros que tuvo su padre. Aquel que era tan bueno, tan buen trabajador, pero que sólo servía para cuidar ovejas, porque había sido amamantado por una cabra, y claro, era incapaz de darles mordiscos y empujones a las amigas de su mamá adoptiva, y de ganarse así su respeto. Uno que era muy sentido, y que se daba la vuelta, ofendido, cuando su dueño le levantaba la voz. Otro que entendía las órdenes no pronunciadas del padre, con una mirada o una señal del brazo, y a veces ni siquiera con eso, como si estuvieran mentalmente conectados. Y otro con el que, en cambio, dialogaba como si fuera una persona. Mi compañero, que se parece horrores a Anthony Quinn y que tiene una piedra negra y brillante en cada ojo, estaría a punto de emocionarse, si no fuera porque es un hombre de monte, pragmático. “Los bichos, cómo son”, dice, con una admiración que está más cerca de la justicia laboral que del sentimentalismo.

Entonces es cuando me acuerdo de que en casa me espera todavía Charley. Hace un par de meses, mientras desbrozaba un poco mi inútil escritorio lleno de libretitas y notas, encontré una de ellas, vetusta, en la que había copiado no sé de dónde el título “Viajes con Charley”, de John Steinbeck. Poco después volví a encontrarme con ese mismo título en el blog de Marina. Y como me fío con moderación de las casualidades, me fui directamente a la biblioteca a por él, a pesar de que Steinbeck era una de esas pobres víctimas de mis prejuicios literarios, uno de esos autores que me llamaban tanto como las patatas fritas del McDonald´s o los muebles de estilo provenzal. Y qué puedo decir. Pues que, desde que empecé estas últimas vacaciones, y ahora, de vuelta en Granada, no consigo que se me borre la sonrisa de la cara, cada vez que abro esta crónica del viaje que hizo Steinbeck en caravana por los Estados Unidos, acompañado por su perro Charley. Ya sabéis: casas rodantes, paisajes grandes, hospitalidad del camino, oídos abiertos. Ingredientes de un plato cuyas sabor me habéis escuchado ensalzar. Y todo ello sazonado con un humor cálido, y una ternura casi salada, y un elegante lirismo, y una tolerancia que...a mí me ha robado el corazón.

Mira Steinbeck a su Charley con los mismos ojos cargados de deferencia con que Pepe recordaba el perro de su padre, ese que entendía discursos y tareas humanos sin por ello perder ni un átomo de su perrunidad. Con los mismos ojos con que me miran a mí las de mi padre, a las que ahora tanto echo de menos, yo, que nunca fui la mejor amiga de los perros. Con la mirada humana que a lo mejor buscaban los pastores de entonces, cuando bajaban a los bares, y que sólo encontraban en los ojos de los perros y de los mansos.

jueves, 20 de septiembre de 2012

La letra hache


El golpe del móvil contra la mesa resuena en el espacio de la cafetería. Jaime mira a su alrededor, como si desconfiara de la soledad de esta hora de siesta. Dejar el teléfono de ese modo es un gesto un poco teatral. Buscar espías es un gesto entre maníaco y teatral. Así que se recuesta un poco más en los cojines, que alguien ha colocado con ciencia para que él se sienta cómodo, esboza una sonrisa, y se empeña en cumplir sus quince minutos sin móvil. El café tiene toda la espuma que a él le gusta, y los cuadros de la pared son lo bastante abstractos como para reclamar su atención durante un rato. Hay un periódico doblado y aceitoso sobre la barra, y una chica con ojeras y alguna historia detrás de ella. Por la calle deslumbrante de cal está pasando un viejo con un cubo y una caña de pescar. Como la playa más próxima queda a unos ciento cincuenta kilómetros, también ahí encuentra una historia en la que emplear otros buenos cuatro minutos. Pero parece como si el móvil, ofendido, quizás un poco lastimado por el golpe, estuviera soltando suaves gemidos. Será teatral. Antes de que se cumpla el segundo minuto de abstinencia, Jaime está acariciándolo otra vez.

Al fin y al cabo, qué tiene de malo. Todo el mundo anda pegado al móvil hoy en día. En el váter, en la consulta del médico, en la cola del Alcampo. Y él ni siquiera tiene whatsapp. Por tanto, puede considerarse que está más conectado a la realidad física que el resto de los mortales. Jaime se limita a cruzar la yema de su dedo índice por la pantalla, distraídamente, como si fuera el brazo de una persona, a pasear por su lista de contactos, y vaya, de repente ya está su dedo sobre el nombre de Helena. Si esa agenda fuera de papel, se abriría automáticamente por la hache.

Las palabras de un mensaje vuelven a acoplarse por su cuenta. “T traigo algo d Cordoba, ermano?”. Sencillísimo de interpretar. Ella verá su nombre en la bandeja de entrada, con sorpresa, seguro que con una de esas sonrisas vandálicas de hace cinco años, y tras la perplejidad inicial, se dará cuenta enseguida de que a) Jaime se ha equivocado de destinatario y b) él está ahora mismo en su ciudad. Luego pasarán seis minutos de ansiedad controlada, los cuadros de la pared se harán todavía más incomprensibles, y todas las historias del mundo quedarán en suspenso y, entonces, el teléfono sonará. La voz de Helena, accesible y simpática, como si se hubieran despedido hace nada más que dos días. O todavía mejor, más controlable, menos peligroso, un mensaje suyo: “Desastre de hombre, me has mandado a mi el mensaje para tu hermano. Estas por aquí y no piensas en llamarme para tomar un cafe? ” Así, sin comerse una sola e ni una sola hache.

Jaime deja ahora el móvil junto a su muslo, sobre la discreta superficie acolchada del sofá. Otro gesto teatral como el de antes llevaría su sensación de ridículo a límites intolerables. Con lo fácil que sería llamarla, preguntar por su salud e invitarla a tomar algo. Entra en lo correcto, ¿no?, pasar un día por la ciudad donde ahora vive una antigua compañera, y tomarse un café con ella. Los dos frente a frente, él preguntándole si el café le sigue gustando americano, Helena encogiendo ligeramente los hombros y confesando, como si fuera una vergüenza, que ahora sí toma azúcar. Él rebuscando por detrás y por delante de cada palabra suya para hacer una gracia y recuperar el viejo clima. Ella mirándole a los ojos, no por nada en particular, sino porque siempre fue así. Él dándose cuenta de que estos cinco años se resumen en tres o cuatro frases de rápida caducidad, los niños cada vez más ingobernables, el instituto cayéndose a pedazos, el director y sus tics, el perpetuo goteo de interinos. Él tratando de encontrar un tema mínimamente humano o interesante. Él dudando de si reconoce esa sombra de bigote sobre su labio. Él registrando, horrorizado, que Helena vuelve a mirar la hora. Él, que de nuevo no se atreve a preguntar. Él, aliviado cuando ella pide la cuenta.

Y a estas alturas ¿qué le va a preguntar a esta mujer? Se lo pasaba tan bien con ella, en los recreos, en los ratos muertos de la sala de profesores, en las cenas de Navidad, cuando sólo ellos compartían un idioma secreto hecho de jugo e ironías. Y a pesar de todos los rayos como de cómic que él creía que se intercambiaban al hablar, no sabía nada más. A Helena le gustaban las novelas americanas. Helena hacía yoga y viajaba al extranjero dos veces al año. Helena respondía con monosílabos cuando él le preguntaba si lo hacía sola o acompañada. Helena le rozaba de vez en cuando la rodilla. Al final de una de aquellas cenas, con su segundo gin tonic en la mano, Helena le hizo comentarios sobre la fidelidad que a él le parecieron mensajes cifrados. Helena consiguió el traslado a su Córdoba natal, y se fue antes de que él pudiera llegar a preguntarle.

Ahora, más de cinco años después de que las preguntas perdieran hora y sentido, Jaime vuelve a obligarse a entender cuadros abstractos y a encontrar en la calle historias que no tengan nada que ver con Helena ni con él. Sabe por experiencia que no va a respetar el plazo de media hora que se ha puesto para llamarla. Y desde luego que no va a hacer el chanchullo idiota de los mensajes. De ella sólo quedan su nombre en la agenda, y las ganas viejas de tocarla. Como libros aún plastificados que crían polvo en el trastienda de una papelería. Mientras espera a que la chica de las ojeras le ponga otro café, Jaime recupera suteléfono, y acaricia la pantalla con un dedo.

martes, 18 de septiembre de 2012

Volver

Olía entonces, todos los años, como esta mañana. Un olor a mata húmeda y a campo, por muy al centro de la ciudad que estuviera el piso en el que nos tocara estar viviendo ese septiembre. Yo me despertaba siempre cuando todavía era de noche, y abría la ventana, emocionada, tranquila, como si me diera cuenta de que ya era un curso mayor, y de que tenía que estar a la altura de esa nueva responsabilidad. Mi hermana dormía en la cama de al lado y, con la sábana hasta el cuello, aquella sábana de corazoncitos multicolores que hizo mi madre, yo olía el día de la vuelta al colegio. Era un momento bueno, tan bueno como esperar sentado en tu asiento a que el tren eche a rodar hacia un sitio en el que nunca has estado. Yo no lo podía saber, pero era tan bueno porque estaba oliendo el futuro. Después de todo el verano, llovería. Después de las siestas interminables en las que se me obligaba a dormir o a callar para siempre, no fuera a despertar a los mayores, podría volver al escándalo mudo de los libros.

Y era también la incertidumbre, en años alternos. Hasta que cumplí los dieciséis, un año sí, al siguiente no, estuve estrenando colegio o instituto. El año en que sí todo era nuevo, y me despertaba todavía más temprano. ¿Cómo sería el lugar? ¿Sería un edificio decrépito, casi anónimo, acorralado por bloques de pisos, como aquel de Málaga en el que hice tercero y cuarto de EGB? ¿O tan arbolado y bajito como el de Estepona, como una urbanización en cualquier extrarradio californiano? ¿Parecería el aula una anacrónica sala de costura, con suelos de cemento y luz de siete de la tarde? ¿O se verían higueras, o el quiosco de chucherías, desde sus ventanas? Todo nuevo. El camino desde casa, nuevas fachadas, nuevos escaparates. Los profesores. Otra vez nuevos compañeros. Yo nunca pude volver al colegio con la ilusión de reencontrar a mis amigos después de todo un verano, porque, entre salto y salto domiciliario, y mi lentitud social característica, nunca me dio tiempo a hacer amigos. (Snif).

Pero me ilusionaba. La novedad, tantas veces repetida que ya ni siquiera era nueva, no era algo a lo que yo le tuviera miedo. Quizás debería hablar ahora mi madre, para desmentirme, pero yo no recuerdo haber atravesado nunca las puertas metálicas de un colegio con mi pequeña alma a la altura de los pies. Aunque, en realidad, son tan pocas las cosas que recuerdo. Sí, el calor en la cara cuando la maestra me daba la bienvenida y me preguntaba de dónde venía. No, la manera en la que encontraba la clase que me correspondía, dentro del laberinto de pasillos y puertas. Sí, cómo se daban la vuelta los demás niños en sus pupitres. No, cómo escogía dónde sentarme. Sí, algunos que me miraban como si hubiese llegado de África. No, si llevaba o no mochila ese primer día. Sí, no saber qué hacer cuando sonaba el timbre del recreo.

Y luego venía la fiesta de la papelería. Desdoblaba la lista fotocopiada que la maestra había escrito con una letra sólo un poco menos infantil que la mía, y empezaban a caer, como confeti, lápices de colores y ceras virginales, tan afilados, tan desafiantes. Escuadras y cartabones, que siempre me sonaban a barcos. Libretas de hojas suaves. Gomas que parecían caramelos. Papeles de nombres exóticos. El pegamento que a los pocos días de uso se pondría gris y peludo. El modesto rito iniciático de empezar a usar bolígrafos. Y, por encima de todo, los libros repletos de fragmentos de otros libros, de cascadas, ciudades con rascacielos, sonetos, fracciones, desiertos, nombres desconocidos con la inicial mayúscula que, en unos meses, me sabría de carrerilla. Me volví una adicta al olor resinoso de los libros de texto en aquellas papelerías, en cada cola que me tocó formar junto a mis padres, cada vez que la preciosa carga salía de sus bolsas de plástico, o luego, durante la tarde larga que mi padre gastaba entre tijeras y forro adhesivo, cuando de repente ya era la hora del telediario y la cena, y yo seguía hojeando y acariciando páginas. Miraba con detenimiento la última, y me maravillaba de que al final de curso fuera a ser capaz de completar los ejercicios que había en ella.

Esta mañana he vuelto a despertarme cuando los árboles todavía no se distinguían del cielo. He abierto la ventana, y olía a mata húmeda. Ahora, ya a media tarde, suenan los ventiladores de la fábrica junto a la que me he apostado, y yo escribo este post a mano. Hace un rato, recién salida de una circunvalación hirviente, le he cedido el paso a un rebaño de ovejas y de cabras, y he meado dentro de un maizal. En Granada hay promesas muy poco serias de lluvia, pero qué más da: he vuelto al trabajo y, a pesar de todos los otoños que ya se me empiezan a acumular, todavía puedo recuperar la vieja sensación de que algo se está preparando. Mis vacaciones se han dispersado por julio, por agosto, por septiembre. Parece como si sólo anteayer hubiera hecho el cambio de armarios y, sin embargo, este goteo de días libres me han devuelto a los veranos largos y perezosos de antaño. Por eso ahora mis dedos hormiguean, y por mi mente destellan chispazos diminutos de proyectos que aún no tienen nombre. Será cosa de la estación, esta electricidad latente en el aire que te activa o te crispa, o desahoga en lluvia. No lo sé. Lo más probable es que el próximo junio sepa más o menos lo mismo que hoy, y sienta que he he dejado para septiembre un montón de asignaturas. Pero por ahora sigo haciendo mis listas, preparándome para el nuevo curso, acariciando hojas en blanco. Como si no tuviera entre manos más que un montón de futuro intacto.

domingo, 16 de septiembre de 2012

Milagro


Podríamos haber sido nosotros. Esa zapatilla de franjas rojas que, puesta ahí, dice tanto como las montañas de pelo humano en Auschwitz, podrías haberla comprado tú. Alguien me dijo una vez que siempre que se ve un zapato desparejado junto a la carretera es que ha habido un accidente con muertos. Entonces me pareció una idea supersticiosa, y es posible que me lo siga pareciendo. Pero, fíjate, si nos dejaran alzar una punta de la manta térmica que cubre a ese bulto cruzado sobre la mediana, encontraríamos la pareja de la zapatilla. Y, además, ¿qué historia rocambolesca ha de producirse para que una persona pierda una zapato en un sitio semejante, y luego siga su camino? La manta arrugada como el envoltorio de un caramelo antiguo, que parece protegernos más a nosotros que al muerto. El esfuerzo del guardia civil para componer un gesto impasible y profesional. Su compañero que apunta quién sabe qué números implacables en una libretita sin tapas, quizás conteniendo las ganas de vomitar. Y el bombero para el que esta intervención, como le han enseñado a llamarla en la academia, es su primera vez, al que le tiembla la radial en las manos. Las caras de curiosidad y espanto de la gente que hasta hace un momento se aburría en la playa, y que ahora se tapa la boca. Todo este nudo de sangre, trabajos y emociones básicas podríamos estar protagonizándolo nosotros. Sin que entonces pudiera hablarse ya de un “nosotros”. Quién iba a decirnos, mientras negociábamos la comida de mañana, o buscábamos una emisora para escuchar las noticias de las seis de la tarde, o mirábamos el mar sonriente con el primer ataque de auténtica nostalgia, que la caja de ese camión de ahí enfrente iba a saltar la mediana y a machacarnos.

Podría estar pasándome a mí. El ring del teléfono podría haberme pillado por fin con las defensas bajas. De una vez por todas, podría haberme enterado de que ese número desconocido, que no dejaba de aparecer en la pantalla de mi móvil, no era el de cualquier fastidiosa compañía de telecomunicaciones, sino de la clínica ginecológica a la que confié unas cuantas de mis células. Ahora mismo podría estar mirando sin ver la manera en que el cristal de esa ventana se iba convirtiendo en una lámina de acetato dorado. Podría estar pareciéndome todo tan cruelmente hermoso que sólo sabría cubrirme la cabeza con una almohada que seguiría oliendo a lavandería. Podría estar, más que asustada, indignada. Podría estar buscando en mi cuerpo rastros de un dolor diferente al de la operación de hace tres días, pistas que llevase pasando por alto desde hace meses, una evidencia de que, por debajo de mi bienestar indiscutible, la muerte estaba a punto de firmar su trabajo. Podrían haberme expresado ya sus condolencias, su sensación de impotencia, tres o cuatro buenos médicos que, al salir del hospital, no querrían recordar mi nombre o mi cara.

Podríamos haber sido nosotros, que tanto tiempo pasamos en el monte. Podríamos haber llevado ignorando un par de horas ese olor a quemado que tan bien conocemos. Habríamos seguido andando, andando, abriendo la boca cada vez que la sombra de un buitre nos oscureciese la cara, enamorados del brillo de los lentiscos y de la tropicalidad de los palmitos, queriendo a cada paso desviarnos de la senda y bañarnos desnudos en el río. Hasta que ya no pudiéramos seguir ignorando el olor, ni confundiendo voluntariamente ese telón de humo amarillo con una repentina niebla. Hasta que de repente estuviéramos en el menú de una lengua de fuego de quinientos metros de ancho, a punto de ser devorados. Ciegos ya, casi desmayados, incapaces de encontrar ni un sólo metro cuadrado limpio de vegetación en el que refugiarnos.

Podríamos morir de mil muertes cada día. Al volver de tomarnos una cerveza, podrían abordarnos un par de chavales para robarnos los i-phone que no tenemos. Podríamos recibir una paliza como pago por su frustración y su aburrimiento. Podrían grabarte mientras te pateaban la cabeza, y colgar después el vídeo en Youtube. Podríamos ponernos en el camino de una bala disparada por cualquier cazador de doscientos kilos de peso y ninguna experiencia. Podría arrastrarte un brazo de marea en la Playa de los Lances, y yo podría no ser capaz de practicar en el mar los movimientos aprendidos en la piscina. Podrían ponerse a copular las placas tectónicas, podría salir a recibirnos el Terremoto a nuestra llegada a Granada.

O, de manera mucho más anodina y definitiva, podríamos no habernos encontrado nunca. No haber contestado al teléfono cuando nos llamaron para ir al cine. No habernos caído bien. No haberte tú atrevido a pedirle mi número a nuestro amigo común, ni a llamarme con la excusa que llevabas preparando una semana. Yo podría haberme ido a vivir a Lisboa un par de años antes. Podrías haberme pillado en medio de uno de mis enamoramientos estériles. Podría, por qué no, tener un novio. Podría haberme largado ya de Granada, podría no haber llegado nunca a Granada, no haber conseguido esa plaza en el concurso de traslado, no haber aprobado jamás la oposición. Podría ser profesora de biología en Aracena, o hacer análisis sin cuento en una depuradora de Aragón. Nuestros padres podrían haber concebido dos seres completamente distintos, o decidido usar condón aquel día, podrían haberse puesto a ver la tele, podrían no haberse conocido nunca. Ni nuestros abuelos, o sus padres,o sus abuelos. Cualquier mínimo tropezón en nuestros linajes podría haber dado al traste con nuestras posibilidades ridículas de existencia.

Y esta siesta que echamos abrazados hace un rato, como cachorros de una misma camada. Este despertar confundido. Esta merienda en familia protocolaria y un poco tirante. Estos restos del bizcocho que hicimos mi madre y yo hace unos días. Estas horas que no sabemos retener entre las manos. Esta sensación repentina y fugaz de no saber a veces cómo hacer bien las cosas. La intuición de que nunca recordaremos la luz brillante de esta tarde, los diálogos que no pasarán a la historia, nuestras sonrisas cada vez que nos cruzamos por la casa. Todo esto podría no haber sucedido nunca. Y, a pesar de nuestro escaso margen de control, seguimos viviendo, y podemos hacerlo juntos. Se merecen un respeto, todos nuestros tiempos muertos.


viernes, 14 de septiembre de 2012

I jaf no palabras


Llegas cargado con dos o tres ideas preconcebidas. Del lugar sabes, como se saben las cosas obvias que no merecen ser pronunciadas siquiera, que: en él se habla de manera extravagante. Se compran artículos de lujo cutre. Se enarbolan banderas igual que, en otros sitios, tatuajes o coches tuneados. Sabes que es una especie de parque temático de las Repúblicas Bananeras. Y, sin embargo, nada te ha preparado para el hecho de que todo sea exactamente tan...Tan.

Entras, y todo cambia, con una previsibilidad que resulta casi enternecedora. Para empezar, cambia la meteorología. Sí, sí. Creedme, por favor. Ahí afuera no es que hiciera un sol radiante. Pero estas nubes, de repente, que vuelven superfluas las gafas oscuras. Y esta humedad, por el amor de dios, este bochorno panameño que tan buena rima hace con el prejuicio de las bananas, ¿qué son, efectos especiales subvencionados? Y luego está la cuestión de la aduana. Atravesar una frontera, en estos tiempos de homogeneidad digital, es un extra que te hace dudar por un momento de que la entrada a este lugar sea gratuita. ¿Clima distinto, moneda distinta, idioma, ejem, distinto y, encima, aduana? No, en serio, ¿me puede decir cuánto me va a costar esto, caballero, digo, gentleman? ¿Es posible que quede otro rincón tan exótico como este en la plana Europa? Porque esto es Europa, ¿no?

Y es que la famosa suspensión de la incredulidad que hace buena una historia de ficción está a punto de llevársela este suave aunque tropical Levante. Un momento, te dices. Esto a mí me recuerda a... Marruecos. Esta gente de piel castaña, ropa de mercadillo y tintes de rubio radical, que merodea a quince metros de la aduana, que se agrupa, que apenas sabe disfrazar de simpática tertulia su aire de zoco y trapiche. Estos policías recién salidos de la academia y, sin embargo, tan indiferentes ya como gatos. Y esta repentina falta de seguridad mía. Como si en los pocos metros que separan el cochambroso parking público donde hemos abandonado el coche, y este puesto fronterizo de juguete, se hubieran soltado todos nuestros anclajes. Una aduana, por muy artificial que sea, y por poco o nada de lo que tú vayas huyendo, te hace sentir culpable. De repente se te aturullan los dedos, y el carnet de identidad no aparece por ninguna parte, y te toca buscar también una sonrisa displicente, mientras te vienen a la cabeza cinematográficas ideas sobre interrogatorios y una larga estancia en tierra de nadie.

Pero el carnet aparece, y el policía nuevo/viejo, para complacerte, hace esfuerzos titánicos y le echa un fugaz vistazo, y ya estás dentro. Venga, a caminar. Pero, otro momento, por favor. A ver. Que estoy atravesando a pie la pista de un aeropuerto. Vale, parece de Playmobil, pero yo no veo el logotipo por ningún sitio, y la gente que camina a mi lado no tiene el pelazo en forma de casquete ni el vientre plano de los muñequitos de esa marca. Así que esto es un aeropuerto. ¿Y qué pasa cuando un avión está a punto de aterrizar? ¿Turistas, residentes y traficantes se echan al suelo, con las manos sobre la cabeza? Y mira, si hay hasta un monstruoso hangar de la RAF (la mítica Royal Air Force, despistados amiguitos), mimetizado con el gris sucio del cielo. Y mira esas montañas de chatarra en forma de barco. Ahora es cuando yo busco infructuosamente bicicletas, sombreros cónicos de paja, barcazas llenas de fruta rara. Algo que confirme mis sospechas de que esto, Europa, no es. Esto es Birmania. Pero, otro momento, el último, de verdad. ¿Y aquellas pantallas salvajes de cemento con ventanas, por las que asoman coladas de ropa comprada hace veinte años, y la nube de gasoil, y el rugir de los motores, es que sólo a mí me recuerdan a Albania?

Y un castillito moro. Un baluarte. Un foso. Qué bien ha montado esta gente el escenario. Tras un túnel entre iniciático y meado aparece Main Street, el corazón del lugar. ¡La apoteosis! La arquitectura híbrida, con elementos que recuerdan a Portugal, a Malta, a Bombay, a Tánger, al querido, querido London, podría llegar a resultar interesante, si uno pudiera llegar a mirarla. El paisaje, al menos a nivel del mar, también queda anulado. El Peñón mismo, tan salvaje, tan sobrecogedor, tan pidiendo a gritos un tsunami que barra sus alrededores de excrecencias humanas, desaparece del campo de visión. Porque la atención se desvía a la calle, poblada de fenómenos. No son las tiendas. Que, por cierto, ¿qué ha sido de las cuevas de Alí Babá que yo recordaba de cuando era pequeña, repletas de bourbon y ginebra, de quesos de bola, de ladrillos de chocolate con pasas? Ahora predominan las perfumerías ¿Acaso la prosperidad mitológica de este territorio ha pasado a medirse en frascos de colonia pija per capita? Curioso, que en los escaparates se haya sustituido vicio por esencias artificiales. Pero digo que lo que encandila es la manada. Imposible clasificarla. Imposible individualizar. Miras y te ríes. ¿Qué es esto, una reserva zoológica? Lo más feo de la raza ibérica cruzado con lo más feo de la raza anglosajona cruzado con lo más feo del Medio y el Lejano Oriente, y todo ello sazonado con genes de los inevitables macacos. Barrigas rubicundas, barrigas renegridas, raíces del pelo oscuras, raíces del pelo canosas. Pies que tuercen hacia dentro, pies que tuercen hacia fuera. Si alguna vez te sientes feo, pasea por aquí. Te creerás un Gary Cooper, una Ava Gardner. 

Cuando consigues dejar de mirar a los monitos.
 

Y escuchas y te ríes. Un matrimonio que debe andar por la octava década de vida nos bloquea el camino. Parecen mis abuelos y, sin embargo, tienen que ser lugareños, no hay más remedio. Andan tan lentito, apoyados el uno en el otro, y cada uno en su bastón, que de visita, está claro, no pueden estar. Eh que no tieneh que arrahtrá loh pieh, Meri, le dice mi abuelo a mi abuela. Hijo, qué hago, si loh tengo mu malamente, responde ella. Yo los amo de inmediato. “Mu malamente”. Quintaesencia del habla de mi calle. Y te ríes, bajito, claro, y sin comentarios, que esta jodida pintoresca gente te entiende mejor que si fueras de la familia, y vaya, la sensación de vivir dentro de un chiste ya no te abandona. Gibraltar es un rincón feliz del mundo. ¿Así que eres británico? Of course, pichita. God save the queen.

Llega la hora de comer. Huele a fritanga y a accidente cerebrovascular. La comida es tan andrajosa como las banderas de aspas cruzadas de los balcones. Suenan sirenas de barcos. Ha llegado la hora de ir en pos de potajes con aceite de oliva. ¿Algo que declarar? Nada, señor policía. De verdad que no me llevo conclusiones rápidas ni teorías sociopolíticas generalistas. Sólo mis dos o tres ideas preconcebidas. Confirmadas. Gibraltar no decepciona. Es un mito libre de impuestos.

miércoles, 12 de septiembre de 2012

Efectos secundarios de las vacaciones



(Vacaciones por aquí, vacaciones por allá. Empiezo a resultar cargante, ¿verdad?)


Como toda medicina, también las vacaciones pueden tener efectos secundarios. En mi caso, a partir del quinto día de tratamiento empiezo a:

a) Confundir los conceptos de reposo y actividad. El reposo se convierte en una cosa muy seria, para cuya ejecución hay que presentarse debidamente uniformado (bikini y gafas de sol, si se realiza en jornada de mañana; pijama, y sábana envolvente por encima, si toca turno nocturno y puesto al aire libre). Yo me tumbo en la toalla o en la hamaca, estiro todos los músculos, de la misma manera en que cualquier Manolo hace crujir sus dedos antes de coger la taladradora, y me quedo muy quieta, muy atenta, escuchando cómo la sangre corretea vena arriba, arteria abajo, apuntando los ruiditos de dentro de mis oídos, ajustando el clac con que los tendones vuelven a colocarse en su sitio, computando el crepitante ruido de fondo de mi cabeza, mientras sintonizo algún canal en mi radio mental. Y la actividad, bueno, a veces una tiene ensoñaciones dinámicas mientras descansa. Ah, mañana, cuando haga el curry de boniato... Y qué bonito sería bajar al huerto a doblar el lomo frente a la mata de judías. Entonces, cuando ya no puedes más de tanto reposar, tu madre empieza a sacar cacerolas del armario, y a ti se te ilumina la cara ante la perspectiva de pasarte media hora pelando zanahorias y llorando con el vapores de la cebolla.

b) Mirarme morbosamente los pies. Bajo el agua esmerilada del mar, como si fueran los de una estatua griega sin brazos ni cabeza. Recortados contra el cielo azul, terso como una sábana de hospital, tan morenos que casi parecen de madera. Mientras como, mientras leo, mientras vuelvo a reposar, suaves a fuerza de uso, mis deditos como cantos rodados, las uñas fucsias, el tobillo retozón. Mis pies vacacionales recuerdan a potros que no han conocido todavía bocado o brida.

c) Admirar profundamente la manera en que han aprendido a organizarse tradicionalmente las manadas humanas. Delicada y eficiente en el uso de los recursos, la unidad básica denominada familia: dos individuos de sexo contrario se juntan, arman un nido, se reparten con mayor o menor fortuna las tareas de mantenimiento de su hábitat, se aparean, sacan adelante a su prole y, finalmente, permiten que esta salga del nido y se disperse en busca de nuevos territorios, hasta que le llegue su hora de reproducir el ciclo. Sólo al segundo día de que mi improbable núcleo familiar de cuatro miembros vuelva a reunirse en el viejo nido, me pregunto cómo narices se las apañan los gitanos para aguantar todos juntos, en generaciones superpuestas unas sobre otras, día tras día bajo el mismo techo invariable.

d) Perder la noción del tiempo. Decir ayer suena raro. Decir mañana, pecado.

e) Estos días, además, amenazan con una contraindicación particular: estoy empezando a perder mi inocencia lectora. Yo ya llevaba una temporada levantándome de mi silla y declarando a voz en cuello que leo como una toxicómana, hecho que me procura placeres sin cuento, pero que también me vuelve ciega y sorda ante las triquiñuelas y efectos especiales que los autores utilizan para embaucar a lectores facilones como yo. Rectifico: ciega y sordomuda, porque, además, mi capacidad para analizar objetivamente un texto, y exponer mi opinión sobre él, hace sospechar que en mi genoma la parte neanderthalensis es mucho más robusta que la sapiens sapiens. Si tengo un día especialmente brillante, a lo mejor soy capaz, como mucho, de desgranarte una por una las emociones que esta historia o esta feliz combinación de palabras me han despertado. Pero, luego, tienes que saberlo, voy a sentirme un poco lerda, y a preguntarme por qué en la escuela no me enseñaron a a reflexionar, antes que a hacer análisis sintácticos y derivadas.

Sé de sobra que para aprender a escribir es fundamental aprender a leer. A leer bien. Dejando a un lado el ansia de tragar papel, las ganas de morir por o de matar a los personajes, deletreando frase a frase, párrafo a párrafo, sin proponerle matrimonio al primer novelista o cuentista seductor que te chasquee los dedos delante del rostro. Todo eso lo sé desde hace mucho, porque desde hace mucho sólo sé responder con un aturdido o, con suerte, travieso levantar de hombros a preguntas como “qué libros te han marcado”, “por qué te entusiasma este tío”, o “qué te parece la última novela de..” Hasta ahora no me he preocupado especialmente por aprender a diseccionar tramas, puntos de vistas, usos de adjetivos y diálogos, subordinación de frases, paradas para respirar en los puntos y aparte de los párrafos. Porque, de alguna forma, siempre he esperado que la lectura actuase como una especie de transfusión de conocimientos técnicos sobre la química literaria. 
 
Repito, hasta ahora. Porque uno de esos cuatro libros que metí en la maleta es Cómo lee un buen escritor, de Francine Prose. Entre reposo y reposo, entre zanahoria y cebolla, voy haciendo mis deberes. Me lo llevo a la playa, lo untó de aceite solar, dejo que conozca la arena y la brisa marina. ¿Y qué recibo, a cambio de tanta atención? Orejas de burro. La premonición de que leer puede llegar a convertirse en un desierto de signos. La sospecha de que, quizás, el que busca con tanto ahínco en el derecho y el revés de las palabras a lo mejor sólo termina encontrándose a sí mismo y a sus propios prejuicios, en lugar de al mundo reluciente que levantan esas palabras. Para alguien que lee apasionadamente desde los seis años, intentar hacerlo de esa manera forense es como darle cuchillo y tenedor a un caníbal.

Ahora las portadas de los otros tres libros me miran con espanto.

martes, 11 de septiembre de 2012

Inventario apresurado

 
Reconozco que he estado a punto de preparar un plato combinado de sobras escritas el verano pasado, y de servirlo recalentado. Porque es verano, de esa clase de verano equiparable al jubilado que decide volver a matricularse en la carrera que no debió abandonar a los veinte años, cuando le tocó suceder a su padre en el mostrador de la ferretería familiar: estos días de septiembre se ilusionan más por el temario completo de las vacaciones que aquellos de julio o agosto, cuando el verano todavía era joven y narcisista. Sigue siendo verano para mí, aunque en el telediario desfile un bucle sin fin de vueltas al cole y al gimnasio, y por eso no tengo ganas de escribir.

Pero tengo otras cosas:

  • Tengo dos dedos de la mano derecha empeñados en recibir de huésped a la dermatitis, dos Pepitos Grillos a los que les repele un poco mi complacencia vacacional, y que consideran necesario advertirme de que en una semana estaré trabajando, igual que todos los mortales que tienen trabajo, y que, por tanto, va siendo hora de empezar a sacarle punta a la resistencia y a la voluntad.

  • Tengo granos rebeldes de arena en las orejas, porque Jose y yo nos hemos duchado juntos a la vuelta de la playa, y eso une mucho, pero no te deja inmaculado.

  • Tengo la pesadez inútil de todos los meses en todo lo queda al sur de mi ombligo. 
     
  • Para compensar, tengo los ojos ligeros, los brazos ligeros, la risa ligera.

  • Tengo todavía el frío de noviembre de cuando ayer, a las diez de la mañana, llegué a la playa de Los Lances de Tarifa. El agua estaba al fondo, al fondo, casi en la orilla africana, y la franja enorme de arena húmeda y dura que había dejado tras de sí la marea estaba llena de algas, dunas microscópicas y charquitos con espuma vieja. Parecía la tierra quemada de una campaña militar. O el momento justo anterior al maremoto. Yo tenía las gafas de sol puestas, un poco supersticiosa. No quería reconocer que no me hacían ninguna falta. Poco a poco, y a fuerza de jugar a las paletas y de dejar de mirarlo, el cielo se abrió. Seguí pasando un poco de frío, porque yo siempre paso frío en Tarifa, pero por lo menos tuve el coraje de remojarme el cuerpo en aguas verdes y de aguantar hasta las dos en bañador.

  • Tengo, a ratos, una vocación un poco paleta por someterme a los ciclos sociales y empezar a hacer planes para el nuevo curso, como si asimilara maquinalmente que algo más, aparte de la vieja rutina, empieza siempre después de vacaciones. Tengo el propósito de sentarme en una silla decente, y en una mesa decente, de las que tienen tablero horizontal y cuatro patas, con un folio en blanco y un boli, para anotar la lista de asignaturas que debería ponerme a estudiar en apenas siete días.

  • Tengo una hamaca colgante, dos hamacas inmóviles pero acolchadas, escalones al sol si el viento viene fresquito, y toda la arena que circunda el Estrecho de Gibraltar para curarme de semejante vocación.

  • Pero sigo teniendo alguna idea suelta, como ladrillos que no hacen tabique: tengo el propósito de escribir todos los días. De escribir al menos un relato a la semana. De hacer ejercicios de lectura atenta y “profesional”. De seguir nadando por mi cuenta. De apuntarme a un taller de huertos urbanos. De empezar con el yoga.

  • Tengo ganas. De leerme los cuatro libros que, con más fe que todos los adeptos a la Cienciología, he echado a la maleta para estas vacaciones. De jugar a las paletas. De declarar a voces que soy la peor tenista de la humanidad. De ver al menos la primera temporada de Los Soprano, para que cierta persona deje de dudar de mi estofa intelectual. De batirme en duelo mental con las chicharras. De hacerme un bocadillo de caballa y pasar el día espantando avispas en el río Genal. De comprobar cómo las ramas de un árbol bello y poderoso se van oscureciendo, poco a poco, hasta ser engullidas por la noche y, entonces, de volver a quedar sobrecogida por el aliento sobrenatural de la berrea en el monte de Jimena. De que caigan chaparrones, y de que después todo huela a papelería. De irme a dormir en este instante.

  • Tengo muchas ganas y poco tiempo, que es sólo un poco menos preocupante que tener mucho tiempo y pocas ganas.


domingo, 9 de septiembre de 2012

Di que sí

Leí hace un tiempo en no sé qué blog el siguiente consejo: comprométete cada día a hacer algo ligeramente incómodo. Esa llamada de teléfono que siempre pospones, limpiar las esquinas verdes y peludas del cubo de la basura, el relato para cuya escritura sabes inventar miles de pegas. Yo, que me paso la vida buscando ejercicios para entrenar mi voluntad, porque tiendo patológicamente a la holgazanería, apunté esa frase en uno de mis cientos de cuadernos. Esta mañana, por ejemplo, lo cómodo hubiera sido seguir retozando entre las sábanas, antes de rendirme a la evidencia de que, otra vez a las siete y media, no iba a poder dormirme de nuevo. Pero entonces entró Jose en mi habitación, y me propuso bajar a la playa. Por las rendijas de la persiana no entraba más que un simulacro de luz y, como todos los días, mi estómago pedía comida como si me hubiera pasado la noche encofrando el Empire State. Qué demonios, pensé, con esa lucidez que da liberarse de cerca de un litro de peso líquido, si empiezo la mañana subiendo el puerto de montaña, entonces el resto del día será un agradable dejarse ir cuesta abajo. 
 
Así que antes de las ocho, con un par de higos blancos apretados en la mano izquierda, y una cuerda atada al cuello de una perra desbocada en la derecha, el amanecer me encuentra camino de la playa. Esos dos lamentables ejemplos de ser humano sometido al dictado de una mascota somos Jose y yo, arrastrados cual walkirias en cabalgata. Cuando tocamos por fin arena, y conseguimos que ese par de demonios cuadrúpedos nos dejen sueltos, mi ración de incomodidad diaria hace ya tiempo que se ha visto colmada. Miro entonces el mar, y se me pone la misma cara que si me hubiera fumado toda la marihuana de Jamaica. Cuesta acostumbrarse al espectáculo de ver las cosas cotidianas bajo un tipo de luz totalmente distinta. Hace una hora era de noche. Dentro de una hora será de día. Y ahora ¿qué nombre tiene este trozo de vida? 
 
En las cinco autocaravanas que hay aparcadas junto a las cañas no se observa todavía ninguna señal de actividad. Si me quedase un rato mirándolas fijamente, casi podría verlas subir y bajar sutilmente, al compás de la respiración dormida de sus ocupantes. Y, sin embargo, ya hay unos cuantos pescadores en la orilla. Qué misterio de gente. Se levantan sin despertador de la cama, cuando ni siquiera la policía local ha hecho la ronda de cierre por los pubes. Una noche más vuelven a hacer como que no se enteran de que sus mujeres se hacen las dormidas. Meten sus trastos en los coches, absortos, como si fueran a matar al Presidente del Gobierno y, absortos, se quedan petrificados delante del mar hasta que los primeros pelmazos del día vienen a arrancarlos con sombrillas y toallas de su estado de hipnosis. ¿Desean realmente que algún pez pique? ¿No parecen por completo despojados de expectativas? Ahí están, parados, como notarios de la salida del sol.

Eso, el sol, que aquí sale por el mar, y se mete por la montaña. Primero es una ceja roja. Luego un cuenco de cereales puesto boca abajo. Luego una joroba. Y, entonces, antes de que pueda encontrar la siguiente comparación, ya está redondo del todo, sentado en su trono fisgón. Con frecuencia me pregunto cómo es posible que a lo largo de nuestras vidas consigamos olvidar el impacto de tantas primeras veces: la primera vez que vimos caer agua del cielo. La primera vez que estornudamos. El primer paso. La primera palabra. El acto de ver salir el sol recupera parte del sabor de esas primeras veces. Todo es pregunta y pasmo. Cómo va el Universo tan deprisa. Cómo sucede tan callando. Cómo no nos caemos por el camino. Cómo a pesar de ello, podemos llegar a sentirnos estancados. Pero el pasmo pasa rápido, tanto como la franja de agua que hay bajo el sol va cambiando de tono, ahora coral, ahora naranja, ahora ámbar, ahora amarillo limón, ahora completamente blanca. Dan ganas de sacar una bandera del mismo color. Un poco más despacio, por favor, para que pueda vivir más intensamente, un poco más despacio.

Un par de horas después – y entre medias, la alegría salvaje con la que la perra Bola se zambulle en ese edén particular suyo que es la desembocadura del río Castor, y la aprensión de la perra Zara, que recula como un cangrejo al mínimo roce del agua, y la llegada de mi padre a la playa, y la vuelta a casa y el desayuno – volvemos a estar junto a la orilla. Y ahora, un paso más allá, y otro, y otro, y ya nos llega el agua a las corvas, a la cintura, a los pezones. Porque hoy es el día del sí, y esta es la forma en que Jose ha decidido pronunciarlo. Podría haber optado por quedarse tranquilamente bajo la sombrilla, libro en mano, mirando mientras yo entraba y salía del agua. Pero hoy se ha cansado de ser Zara, y de tener un miedo mucho más antiguo que nuestra relación. De repente ha descubierto que el mar, espantosamente grande y raro, también sostiene y abraza. Que es divertido y sexy y estimulante. Al final, he salido yo primera y me he quedado mirándolo, feliz con el agua al cuello, como uno de esos macacos que se dan baños termales en Japón.

Y ahora que me he plegado a la incomodidad de escribir este post durante la siesta, ahora que él conoce ya el ritual incómodo de enjuagar el bañador después de llegar de la playa, fortalecidos, vivificados después de tanto sí, tenemos toda la tarde por delante. Como si esta vez le tocase al sol decir que sí y pararse.