Acaba la entrevista, y un calor tenue y
dulce empieza a propagarse por el coche. Viene bien, porque todavía
llevamos metida en el cuerpo la niebla que nos dio la bienvenida en
lo alto de la sierra de Parapanda. Arriba era todo blanco y piedras,
blanco y piedras parecidas a huesos, y los cristales de las gafas
cuajados de gotitas. Parecía una obviedad, recordar los páramos
irlandeses, sentirme, dentro del impermeable que casi me esconde, un
personaje de Cumbres Borrascosas. De tanto en tanto la niebla
se rasgaba, y medio despuntaban las monumentales antenas que erizan
esta otra cumbre. Qué alucinación lunar, entonces. Las antenas eran
como torres olvidadas de una civilización muy antigua y muy sabia, o
muy antigua y muy sorda. Hacían un ruuuum, un zumbido raro que
volvía superfluos los ruidos humanos. Y la imaginación saltó
de la literatura fantasmal al cine de los sábados por la tarde. Casi
esperábamos, con las manos metidas en los bolsillos y una
expectación con olor a palomitas, que Charlton Heston apareciera por
detrás de uno de los telones de piedra, y volviera a caer de
rodillas, confundiendo aquellos monstruos de nuestro tiempo con su
Estatua de la Libertad mutilada. En la radio, antes de que saliéramos
del coche, seguían con la dichosa cantinela del fin del mundo
pronosticado por los mayas. Pero si hubieran estado donde nosotros,
el locutor y sus invitados a lo mejor no hubieran tenido cuerpo para ingenios. Era una imagen de acabamiento tan apropiada, el suelo
sembrado de calaveras fósiles, las antenas que emitían señales
desde o para otro tiempo.
Pero en el coche se está bien. Bajamos
cuidadosamente, porque la pista está llena de baches. Somos dos
cuerpos en el coche, y un montón de espectros preciosos. La
entrevista ha terminado, y el recuerdo de tantos momentos de radio viene ahora a
cobijarnos, como una madre. A veces
también Jose lo hace: yo me voy antes a la cama, con mi botella de
agua y mi libro, y cuando él se da cuenta de que he apagado la luz,
viene y me sube el edredón hasta la nariz, y entonces yo siento que,
sea lo que sea que haya pasado o dejado de pasar a lo largo del día,
las cosas están perfectamente bien como están. Pues la radio arropa
igual, consuela igual. La radio ha amortiguado los ecos de cada uno
de los hogares donde he vivido. Su chisporroteo, mucho más que la
tele, le ha proporcionado una banda sonora a mi vida en familia. Y
hay un buen puñado de polaroids sonoras que tararean nuestra
historia. Están los desayunos en la minúscula barra de la cocina,
mi madre, yo, la voz de Iñaki Gabilondo convocando las rutinas de
trabajo. Los personajes de Gomaespuma, que mi hermana y yo chicas, y
mi padre más chico todavía, imitamos con la boca llena de chopped,
a la hora de la cena. Mis padres echándose un pulso en el coche: él
buscando en el dial el Carrusel Deportivo, ella cortando de golpe la
jarana de goles, él resoplando y dejando pasar un tiempo prudencial
antes de empezar de nuevo el ciclo. Y Manolito Gafotas, sentado con
nosotros a la mesa del salón, mirando con los ojos redondos cómo mi
padre moja pellizcos de pan en un platillo lleno de aceite, en vez de
echarse un chorro encima de las tostadas, como el resto de los
mortales.
Su mamá Elvira Lindo recién ha
terminado de hablar en esta otra radio de coche. También he escuchado,
con ternura, el blando acento de profesor rural de su marido Muñoz
Molina. Las familias son más extensas de lo que da por bueno el
Registro Civil, ¿verdad? Yo los escucho a ellos, y siento como un
olor a tortas del pueblo, y a dulce de membrillo casero y a meriendas
eternas alrededor de la mesa camilla. Los oigo, y me parecen sólo
un poco menos próximos que mis tías. Y, cómo no, ellas vienen
también de la mano de sus voces. Entonces evoco de nuevo a mi tía
Juani, refugiándose de la jaqueca y de la apatía en el búnker de
su habitación oscura, sin más compañía que el runrún de la
radio. Y vuelvo a acordarme del consejo de mi tía Esperanza para
cuando el despertar vuelva a pillarme desprevenida, como un invitado
demasiado tempranero: los ojos duelen todavía de sueño, y es
tan bueno, en ese momento, tener la radio sonando bajita junto al
oído.
Acordarme de su consejo es un broche que cierra el
día. Porque así fue, esta mañana. Desperté otra
vez antes de las siete, y como si una de aquellas antenas me lo
dictara, me levanté zombi a por los auriculares del móvil. Antes de que
una reacción en cadena de pensamientos empezara a asolar mi mente,
sintonicé la radio. Y fue raro, una especie de gesto de arqueología privada,
porque es una costumbre que perdí hace mucho tiempo. En esta
casa en la que la radio tampoco para, ahora es Jose el que duerme con
el transistor debajo de la almohada. Dentro de un momento, me meteré
en la cama. Él tal vez volverá a arroparme, y yo sonreiré por
última vez, en este día en el que me he sentido varias veces
cobijada. Y me dormiré pensando en las antenas de la cumbre de
Parapanda, entendiendo por fin que su zumbido no hablaba del fin del
mundo, sino de mi familia.
Yo también la estuve escuchando!, Además me ocurrió un extraño episodio emocional: cuando la niña dijo la escena del libro que más le gustó (la de Manolito y su abuelo), empecé a convulsionar con una sonrisa en la cara...¿reir y llorar a la vez?, ya puedo decir que sí se puede. Qué ratos más buenos y tiernos con Manolito..como con tus posts!.
ResponderEliminarBesitos!
Laura
Es que la niña era un amor. Como tú.
EliminarBesos
Hija mía,cuantos recuerdos estoy volviendo a disfrutar a través de los tuyos.
ResponderEliminarTe quiero.
Se me olvidó el momento lotería de Navidad, camino del pueblo.
EliminarYo también te quiero, y retrospectivamente te apoyo, arpía anti-carrusel.
Leo esta palabra, radio, y me ocurre igual que cuando oigo o leo "lluvia": sobran imágenes, recuerdos, sonidos, películas ("Historias de la radio", "Días de radio"...a ver, que tu santo busque algunas más). También historias de vidas que cambiaron con la radio (nuestro niño Poveda cuenta que empezó a cantar oyendo la radio de su madre).
ResponderEliminarMe gusta que el eco de las cumbres de Parapanda te haya hablado de tu familia y que la sientas más extensa que la que da por buena el Registro Civil y que el consejo de tu tía fuera "un broche para cerrar el día". Seguro que a ella le llega al corazón...
Seguro, porque ella tiene un corazón tan grande que es fácil hacer diana en él
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