viernes, 7 de diciembre de 2012

El acuario


Llueve. El salón de mi padre tiene ventanas en tres de sus cuatro paredes, y afuera la hierba es tan verde, que los ojos duelen al mirarla. He montado el portátil sobre una mesa que parece sacada de una cabaña alpina. También en esta casa suelo encerrarme en mi habitación para escribir, arrodillada en el suelo y con los codos apoyados sobre la cama. Pero hoy no, porque llueve, y escribir frente a la boca fría de la chimenea, rodeada de verde salvo por la espalda, me provoca una sensación de artesanía sobria a la que no puedo resistirme. Mientras el ordenador arranca y se despereza, yo tomo posesión de las vistas. El cielo blanco. Los cipreses, despeluchados. La delicadeza fugaz de las gorgoritas en el canalillo del porche. Llueve. Es como si estuviera nadando en una pecera invertida. Mi padre se asoma a las puertas acristaladas que miran al huerto, nostálgico de sus tareas de campesino aficionado. Ha construido una rutina tan pautada que le cuesta leer si todavía hay luz del día. Jose sí lee, cuando los comentarios de mi padre lo permiten. Aquí estamos, enclaustrados, tres peces dentro de un acuario. Mirando las ventanas, como niños pobres pegados a los escaparates del Corte Inglés. Uno, loco por repasar las naranjas de los árboles. El otro, añorando sus paseítos de abuelo, las manos a la espalda. Yo, con un exceso de energía en las piernas. Pero llueve, y tenemos que conformarnos con el premio de consolación de las palabras.

Aunque la poca luz y el arrullo de la lluvia y del cacharro calefactor conspiren a favor del silencio. Hoy me he levantado con el ánimo austero, quizás porque ayer fue una continua flaqueza. Me siento frágil y dulce, como después de una fiebre. Y preferiría expresar este brote de calidez mediante imágenes. Pero mi cámara de fotos, lo sabe todo el mundo, me odia, y esta rutina mía de cazar la luz de las cosas mediante el lenguaje también está demasiado pautada como para que pueda obviarla fácilmente. Escribiré, pues, porque me obligo a ello. Porque me importa. Porque ayer mi entereza cayó tan en picado, que la escritura, y todo lo demás, dejó de importarme.

Me da igual por qué pasó. En otro momento me habría sacado de la manga del pijama esa excusa oportunista de las hormonas, y quizás hubiera acertado, teniendo en cuenta que mi equilibrio químico está tan revolucionado, que lo próximo que me cabe esperar es que me crezca un hermoso mostacho. Pero centrar la atención en explicaciones puede que no sirva para nada. Las soluciones sirven. Asomar la nariz por encima de la manta bajo la que te has ovillado sirve. Cambiarte el pijama por unos vaqueros no demasiado viejos, aunque la lluvia te impida salir, sirve. Escribir sin ganas sirve. Y he tenido que dejar pasar un día no en blanco, sino en denso y amorfo gris, para darme cuenta físicamente de ello.

Te diré lo que pasó ayer. Que me dejé arrastrar por esa corriente fecal que es la falta de vitalidad. Fue como no presentarme a un examen para el que me llevaba preparando un montón de tiempo. En el momento crucial de echar mano de todos los conocimientos adquiridos, me dije “a tomar por saco. No me alcanza la energía”. Y yo, que he hecho una apuesta vitalicia por la alegría y el empeño, me vi sin una sola moneda en los bolsillos. Impotente para contrarrestar la falta de alegría de los demás. Jose y yo veníamos en coche a Estepona, en silencio. Tenía bastante claro que este viaje era para él un fastidio. Pasaban las dos de la tarde, y había que ir decidiendo dónde íbamos a comer. Pero yo estaba tan fundida con el desaliento, que podría haberme conformado con uno de los caramelos sin azúcar que llevamos para cuando nos da un ataque de sed. Sabía cuál era el antídoto para ello, porque tengo un búnker de alegría dentro. Soy pragmática, y tengo una fe absoluta en la autonomía. Podría haber utilizado mejor mis dotes de comprensión. Podría haber hecho algún absurdo juego de palabras. Podría haber mirado por la ventanilla del coche como si fuera la primera vez que hacíamos ese viaje. Como si ninguno de los dos tuviera parásitos en el cerebro. Podría haberle hecho entender a Jose, igual que a un niño enfurruñado, que no pasaba nada si un día él prefería quedarse en Granada.

Y no lo hice. Preferí trazar planes vagos de libertad. Volví a imaginarme a solas con el volante de mi coche, cantando a voz en grito, que es como a mí me gusta conducir. Entrando y saliendo de las casas familiares, como si estuviera siempre de viaje, y fuera encadenando hoteles, que es como a veces pienso que a mí me gustaría vivir. Y en vez de tapar los huecos en el contento de los demás, dejé que esos huecos me tragaran. Por la tarde mi mente decidió que escribir sin ganas ni temas era una chorrada exhibicionista, y yo y mi voluntad seguimos los dictados de mi mente. Luego cenamos, rápido y con pocas palabras, y nos quedamos fritos mientras en la Primera daban el parte del tiempo. Y cada uno se fue para su cama, y Jose y yo discutimos un poco por quién de los dos se quedaba con la última manta que quedaba. Ninguno de los dos la quería para sí, como si estuviéramos haciendo una competición de martirios. Al final la manta se quedó colgando de la mecedora.

Cuando esta mañana desperté, ya llovía. Eran cerca de las nueve. Muy tarde, para lo que solemos. Me levanté la primera, y me quedé escuchando la lluvia en medio de la escalera. Los otros dos seguían acostados, y parecía como si la casa fuera víctima de un encantamiento. Me tomé la temperatura, y no encontré ni una décima de desaliento. Hubiera estado bien permanecer todo el día callada, pero soy de ese tipo de personas que no saben guardar reposo cuando se lo ordena un médico. Esto de escribir de veras que me importa, aunque a veces no tenga ni materia ni ganas. Mantener un pulso vivo y templado me importa. Mirar bien a mi alrededor me importa. Nadar sin crear turbulencias, y mantenerme a flote a pesar de las de los demás, me importa más que nada. Ahora pondré un punto y aparte, y uniré mi silencio al de los otros dos peces de la pecera. Me dejaré guiar toda la tarde por ondas de alegría subacuática.

7 comentarios:

  1. Cuando caes tan en picado,si que hacen esas soluciones que acabas de dar.Alguien,que ha sido un apoyo muy grande para mí,me dijo un día:Aunque te quede una sola gota de gasolina,arranca ese motor.Y funciona,aunque a veces te cueste la misma vida.Un beso para tí y para la Espe.

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  2. Anónimo entre comillas12 diciembre, 2012 23:34

    Cada vez me resulta más sorprendente ver cómo el desaliento o la alegría o la serenidad van y vienen con esa ligereza, a veces sin obedecer a nadie ni a nada, ni a nosotros.
    Un beso, Ana.

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  3. Qué va, Comillas: cada vez es menos sorprendente ese ir y venir de las emociones. Cuanto más se estudian, más percibe uno que son tan impermanentes como el resto de fenómenos reales. Lo dice el budismo.

    (Pero no cai tan en picado, Artes-Ana. Un poquito al bies, sólo)

    Un beso a dos de mis queriditas favoritas

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  4. Te diría que casi me gustan más tus posts melancólicos que los humorísticos. Pero no te lo diré, por si no es política ni humanamente correcto.

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    1. Mmmm, política y humanamente correcto declarar empatía hacia lo melancólico.

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    2. Vosotras tenéis la excusa perfecta en vuestras socorridas hormonas para justificar ese vaivén de los estados anímicos. Pero.. ¿y nosotros, dónde nos refugiamos? ¿a qué le echamos la culpa de ser montañas rusas descontroladas?

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    3. Amiguete, lo dicho, a la impermanencia. De aquí a cien años, todos budistas.

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