martes, 11 de diciembre de 2012

Atlas de historia de un ratito al sol

Mediodía. Me gusta esa hora que no pertenece exactamente ni a la mañana ni a la tarde. Igual que el reloj, también yo me he metido en un paréntesis entre las discutibles tareas de las vacaciones. Ya he desayunado. Ya he hecho las camas. Ya he leído en pijama, sobre el tranco de la puerta. Me acabo de duchar, de embadurnar de crema, de vestir como un ser humano socializado. Y ahora hago tiempo, mientras nos vamos a Estepona a unos mandados.

Me he sentado a leer en la silla que mi madre llama de costura, porque es baja y culona como una abuelita, pero, dios, este sol es puro virtuosismo, y el libro se ha quedado repantigado en mi regazo. Cierro los ojos, y giro en pos del calor. Casi siento un cosquilleo de pétalos de girasol brotándome en el cuello. Lo que mi mejilla, mi pantorrilla izquierda, experimentan ahora se llama amor, con sus cuatro letras flagrantes. Así que no me cuesta imaginar que estoy posando para un pintor. No porque me vea componiendo una bonita imagen trucada, yo, tan limpia, oliendo tan bien como una panadería, con mis gafas de sol que nunca pasan de moda, mi vestidito de flores y mis botines, mi perfil agradecido, tan mona. No, no es eso. Es que, saliendo de mí misma, he hecho un minúsculo viaje astral. Mi conciencia se ha plantado allí, a unos seis metros en horizontal, y estudia la figura que ofrezco, el halo de gozo que me envuelve. Me veo desde fuera, y veo algo bueno y completo.



Pasado mi lapsus budista, abro los ojos. En las baldosas de barro que enlosan el porche está creciendo una pelusa de sal. Me levanto, paso un dedo por ella, y la siego un poquito. La lente que antes me capturaba en panorámica hace ahora un zoom a supermacro. Es suave como plumón, la pelusa, tierna como un peluche. No puedo evitar ponérmela sobre la lengua. Y menos mal que nadie me está mirando. Menos mal que el pintor que imaginaba antes no es ni de lejos tan aprensivo o maternal como Jose. Que, si me pillara, diría “¿estás loca, o es que quieres intoxicarte, Madame Bovary?”. Mi padre diría: “no, si tú vas a terminar comiendo hierba y lamiendo piedras, como las cabras”. Yo diría, si estuviera en modo cursi: necesito este acercamiento íntimo a las cosas. Saborearlas, como una gourmet de mi propia vida.

Pero la pelusa apenas roza mis papilas gustativas. Se desintegra con la misma rapidez con que la pesada de mi razón se ha recompuesto. No he llegado a captar físicamente su sabor salado, y sin embargo, ya me estoy montando historias sobre la composición del barro de las losetas, o del cemento que hay entre ellas. ¿Por qué cristaliza esta sal? ¿De dónde fueron arrancados la arcilla y la arena que se usaron para moldear estos materiales? ¿Estaban cerca del mar esos paisajes? ¿Se fue haciendo cada vez más fea la vista en ellos, con cada camión de material que salía de las canteras? Me he quedado un instante varada en medio de mi porche radiante, y me doy cuenta, de pronto, de lo completamente cargado de historia que está una escena tan escueta como esta.

Este vestido que compré el año pasado, una vez que salí con mi madre, y al que ella le estrechó la cintura. Este vestido significa un tiempo benigno entre los últimos días del verano y las primeras heladas; o un paseo marítimo, con jubilados que se hacen demostraciones de flexibilidad, y con moritos que intentan ligarse a alguna guiri talluda; o la hora del vermú en un domingo de noviembre granadino no demasiado cruel. Estos botines. La de horas, la de tiendas, hasta que los encontré. La rozadura en el dedo meñique que tuve que ofrecerles en sacrificio. Este porche, que no aparecía en el plano mental que mi madre seguía cuando se levantó la casa, porque fue construido después de que mi familia se descompusiera. Este porche que, a pesar de ello, nos ha cobijado a sus cuatro miembros, que se ha admirado de la simplicidad ideal de las cenas de verano, que nos ha visto echar la siesta en una hamaca, tapados con una toalla de playa, que está borracho de jazmines la mitad de noches del año.

Este olor a crema hidratante que se activa con el calorcito, y que me recuerda todo lo que brego para que mi piel y yo sigamos siendo una pareja medianamente bien avenida. Esos almendros, esas higueras de ahí enfrente que plantó mi padre, como quien come cacahuetes delante de la tele, y que han seguido ahí día tras día, haciendo la fotosíntesis, perdiendo la hoja a regañadientes a cada arremetida de los inviernos suaves de Estepona, rebrotando en cada primavera. Los miro, y los siento casi hermanastros, y envidio ese poder de la mano de mi padre, y deseo poder heredarlo para aplicarlo a lo que escribo. Este libro de Andrés Neuman que, sin él saberlo, toma el sol conmigo. Todos los borradores mentales que fueron desechados antes de que este montoncito concreto de hojas llegara hasta mí. Todas las horas que el escritor pasó con la mano sobre la frente iluminada por la pantalla de su ordenador. Todo lo que dejó de hacer para que sus personajes se colaran aquí también, en el porche de una casa de campo. Su dedicatoria manuscrita en la tercera página de este libro que saqué de la biblioteca.

Podría quedarme horas sentada en esta sillita que también tiene su historia, atendiendo a lo que cada mínima cosa tiene para contarle al mundo. Y, luego, horas trenzando esas minúsculas historias de tiempo y trabajos. Aunque sólo yo las leyese, valdría la pena el esfuerzo, porque la escritura, así entendida, es un arma de dignidad.

8 comentarios:

  1. Tu madre diría "qué fantasiosa es esta criatura,a quién habrá salido"?.

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    1. Al tío Restituto, que murió de esa fantasiosa hartazón de tocino

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  2. Si todo el mundo pensara así, otra calma habría, otro gallo...
    ¿Qué tal el libro de Neuman?. No me he leído nada de él pero lo he oído en entrevistas.
    Kisses.
    Laura

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    1. Neuman siempre es un seguro de precisión emocional y sabiduría, aunque a veces, no sé, se pasa quizás de aforístico. Pero mola.
      Un beso, boniquilla.

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  3. Anónimo entre comillas12 diciembre, 2012 22:56

    Pocos momentos hay más gozosos que ese sentirse aprendiz de girasol, que los ojos alcancen vide verde, vegetal, si se entreabren y alguna criatura gatuna disfrutando como tú misma.

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  4. Mi gata también es fanática del reloj de sol del invierno. Algo de felina debes de tener tú. Un beso

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