jueves, 8 de noviembre de 2012

Últimos ratos en la Huerta


(Un post que hubiera publicado ayer, si no me hubiera pasado la tarde enfrascada en negociaciones vitales)


A veces se amontona tanto por decir, que uno sólo encuentra la manera de expresarlo a través del silencio. Por eso, el cerebro pequeñito que habita en los pies guía mis pasos hasta la Huerta de San Vicente, sin que el cerebro de arriba participe gran cosa en la maniobra. Lo único que sé es que necesito salir de la oficina. Demasiado ruido. Los ánimos andan excitados, en estos pocos días que nos quedan para la mudanza al Megaedificio, y esa administrativa, que de natural habla como si se hubiera tragado un megáfono, ha decidido hoy también que la intimidad debe ser abolida, y grita, y manda a la mierda a la gente por teléfono, y se desquicia con la futura ubicación de los puestos de cada uno. Los compañeros que no han salido al campo tienen tan poco que hacer como yo, y todos lo disimulan como pueden. Uno merodea entre las varias secciones de la planta; otro trata de involucrar a los demás en disquisiciones tipo hora solar versus hora oficial; el de allí estudia una petición de informe como si fuera el testamento de su abuelo. Yo quiero escribir, y sé sobre qué quiero hacerlo. Pero dentro de mi cabeza hay todavía más ruido que fuera.


Huerta de san Vicente.
No es mía, aunque lo parece. Es de aquí.


La casa blanca y dulce de los Lorca está igual de acosada por el barullo. Tiene a su izquierda el jaleo, continuo como uno de esos acúfenos que pueden conducir a la locura, de los coches en la circunvalación. Y a su derecha, por entre las ramas de un gran almez, el jolgorio de los pájaros, que celebran como posesos que la lluvia se ha interrumpido un rato. Me encanta venir hasta aquí. Me encanta. Y esta será, probablemente, la última vez que lo haga, así, uniformada y en busca de alivio de toda la energía estática que se me acumula en la ropa sintética, en el pelo y en el alma, después de media mañana rodeada de ordenadores y conversaciones sobre políticos ladrones y recortes de la base de cotización.

Me encanta porque la casa es sencilla y porque está en medio. Y porque es bonita sin adornos ni estridencias. Me gustan las tejas, las maderas verdes entre el blanco de la cal, el jazmín que rodea la puerta principal como la peluca de un magistrado inglés. Los árboles que restan de la huerta original, granados, membrillos, la palmera adorable, que, igual que la casa, resisten contra la fealdad de las calles vecinas y el carácter burocrático del parque García Lorca. Yo procuro no engañarme: este lugar no es una isla perfecta en medio de la basura de la ciudad. No es impermeable. No genera una fotografía instantánea de lo que fue la vega antes de que la arrasaran a golpe de cemento enfermizo y huellas de neumáticos. Al menos a mí no me la genera. Pero sobrevive. Algo sereno y hermoso que se rebela contra su propia condición anacrónica. Su estructura y su apariencia siguen siendo funcionales, al menos para los que aspiramos al espacio, y a entablar una relación más directa, de causa-efecto, entre el propio cuerpo y la naturaleza. Paredes blancas contra la insolación de julio. Buenas ventanas para que en enero entre luz, y una posición como acurrucada, para que el chorro de aire que baja de la sierra cargado de nieve asesina no la golpee demasiado.

Busco cosas así cuando vengo, la simpleza que se sabe adaptar a las simplezas incuestionables de la vida, calor-frío, luz-sombra, árboles que dan cosas ricas. No persigo el silencio, porque no existe, ni la supuesta fuente de la que mana una poesía que de tan repetida, exprimida y bendecida por poderes locales, a mí me suena a éxito fabricado expresamente para los Cuarenta Principales. Vengo; imagino que un día construyo un lugar así, sólo que con las maderas en turquesa de una isla griega; y no me dejo atrapar por el ensimismamiento. Piso el albero encharcado. Me como dos o tres almecinas maduras. Juego con los gatos sentados, acercándome lenta, muy lentamente a ellos, para estudiar hasta qué punto son capaces de tolerar la amenaza de mi presencia. Doy un pasito. Se enervan. Me quedo quieta. Ellos vuelven a achinar los ojos. Y así hasta que me acuerdo de que, aunque este miércoles sea mi viernes, porque este fin de semana pasado he trabajado, todavía me encuentro en horario de trabajo.

Y entonces, sí, ya puedo volver a la oficina, cargada de ejemplos, como si en vez de a tomar un respiro, hubiera venido a cosechar membrillos. Vuelvo a dejar que los pies me lleven por cruces de calles impíos, y edificios por los que algunos arquitectos/ promotores/ concejales tendrán que responder en el día del Juicio. Voy resuelta a archivar esas imágenes en algún rincón despejado y accesible de mi conciencia: los gatos que me entrenan para aproximarme sutilmente y con paciencia a las cosas, empezando, parando, suspendiendo, tolerando. El espacio manso y soleado que rodea a la casa y que acepta los ruidos de una actividad cotidiana que es la que es. Ese es el espacio que quiero yo que se abra en mis estados de ánimo, entre y junto a la energía vibrante y la fragilidad.

4 comentarios:

  1. Que me gusta el último punto del últino párrafo.
    No sé si yo te habré enseñado algo,pero tú si me enseñas mucho con tus post.

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    1. Cosas tienes, madrede. Pues claro que me has enseñado cosas. A hacer croquetas cuadradas. A quejarme a los camareros cuando algo no está fresco. A decir "tienes menos seso que un mosquito"

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  2. Anónimo entre comillas11 noviembre, 2012 23:01

    Podría coger -casi al azar- frases de tus post y cambiándoles el orden o sin hacerlo siquiera, apropiármelas.
    Del que leo ahora, por ejemplo, pensando ya en mañana lunes, cogería: "Demasiado ruido", "y esa administrativa, que de natural habla como si se hubiera tragado un megáfono (qué bueno) ha decidido hoy también que la intimidad debe ser abolida", "A veces se amontona tanto por decir, que uno sólo encuentra la manera de expresarlo a través del silencio."
    Y ésta, que me la apunto para hoy, para mañana y espero que para siempre: "los gatos que me entrenan para aproximarme sutilmente y con paciencia a las cosas, empezando, parando, suspendiendo, tolerando."
    Gracias, gurusa.

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    1. Gracias a ti por muchas más cosas tuyas de las que me he apropiado, sin que lo sepas.

      (Gurusa, me encanta)

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