(Un
post que hubiera publicado ayer, si no me hubiera pasado la tarde
enfrascada en negociaciones vitales)
A
veces se amontona tanto por decir, que uno sólo encuentra la manera
de expresarlo a través del silencio. Por eso, el cerebro pequeñito
que habita en los pies guía mis pasos hasta la Huerta de San
Vicente, sin que el cerebro de arriba participe gran cosa en la
maniobra. Lo único que sé es que necesito salir de la oficina.
Demasiado ruido. Los ánimos andan excitados, en estos pocos días
que nos quedan para la mudanza al Megaedificio, y esa administrativa,
que de natural habla como si se hubiera tragado un megáfono, ha
decidido hoy también que la intimidad debe ser abolida, y grita, y
manda a la mierda a la gente por teléfono, y se desquicia con la
futura ubicación de los puestos de cada uno. Los compañeros que no
han salido al campo tienen tan poco que hacer como yo, y todos lo
disimulan como pueden. Uno merodea entre las varias secciones de la
planta; otro trata de involucrar a los demás en disquisiciones tipo
hora solar versus hora oficial; el de allí estudia una petición de
informe como si fuera el testamento de su abuelo. Yo quiero escribir,
y sé sobre qué quiero hacerlo. Pero dentro de mi cabeza hay todavía
más ruido que fuera.
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No es mía, aunque lo parece. Es de aquí. |
La
casa blanca y dulce de los Lorca está igual de acosada por el
barullo. Tiene a su izquierda el jaleo, continuo como uno de esos
acúfenos que pueden conducir a la locura, de los coches en la
circunvalación. Y a su derecha, por entre las ramas de un gran
almez, el jolgorio de los pájaros, que celebran como posesos que la
lluvia se ha interrumpido un rato. Me encanta venir hasta aquí. Me
encanta. Y esta será, probablemente, la última vez que lo haga,
así, uniformada y en busca de alivio de toda la energía estática
que se me acumula en la ropa sintética, en el pelo y en el alma,
después de media mañana rodeada de ordenadores y conversaciones
sobre políticos ladrones y recortes de la base de cotización.
Me
encanta porque la casa es sencilla y porque está en medio. Y porque
es bonita sin adornos ni estridencias. Me gustan las tejas, las
maderas verdes entre el blanco de la cal, el jazmín que rodea la
puerta principal como la peluca de un magistrado inglés. Los árboles
que restan de la huerta original, granados, membrillos, la palmera
adorable, que, igual que la casa, resisten contra la fealdad de las
calles vecinas y el carácter burocrático del parque García Lorca.
Yo procuro no engañarme: este lugar no es una isla perfecta en medio
de la basura de la ciudad. No es impermeable. No genera una
fotografía instantánea de lo que fue la vega antes de que la
arrasaran a golpe de cemento enfermizo y huellas de neumáticos. Al
menos a mí no me la genera. Pero sobrevive. Algo sereno y hermoso
que se rebela contra su propia condición anacrónica. Su estructura
y su apariencia siguen siendo funcionales, al menos para los que
aspiramos al espacio, y a entablar una relación más directa, de
causa-efecto, entre el propio cuerpo y la naturaleza. Paredes blancas
contra la insolación de julio. Buenas ventanas para que en enero
entre luz, y una posición como acurrucada, para que el chorro de
aire que baja de la sierra cargado de nieve asesina no la golpee
demasiado.
Busco
cosas así cuando vengo, la simpleza que se sabe adaptar a las
simplezas incuestionables de la vida, calor-frío, luz-sombra,
árboles que dan cosas ricas. No persigo el silencio, porque no
existe, ni la supuesta fuente de la que mana una poesía que de tan
repetida, exprimida y bendecida por poderes locales, a mí me suena a
éxito fabricado expresamente para los Cuarenta Principales. Vengo;
imagino que un día construyo un lugar así, sólo que con las
maderas en turquesa de una isla griega; y no me dejo atrapar por el
ensimismamiento. Piso el albero encharcado. Me como dos o tres
almecinas maduras. Juego con los gatos sentados, acercándome lenta,
muy lentamente a ellos, para estudiar hasta qué punto son capaces de
tolerar la amenaza de mi presencia. Doy un pasito. Se enervan. Me
quedo quieta. Ellos vuelven a achinar los ojos. Y así hasta que me
acuerdo de que, aunque este miércoles sea mi viernes, porque este
fin de semana pasado he trabajado, todavía me encuentro en horario
de trabajo.
Y
entonces, sí, ya puedo volver a la oficina, cargada de ejemplos,
como si en vez de a tomar un respiro, hubiera venido a cosechar
membrillos. Vuelvo a dejar que los pies me lleven por cruces de
calles impíos, y edificios por los que algunos arquitectos/
promotores/ concejales tendrán que responder en el día del Juicio.
Voy resuelta a archivar esas imágenes en algún rincón despejado y
accesible de mi conciencia: los gatos que me entrenan para
aproximarme sutilmente y con paciencia a las cosas, empezando,
parando, suspendiendo, tolerando. El espacio manso y soleado que
rodea a la casa y que acepta los ruidos de una actividad cotidiana
que es la que es. Ese es el espacio que quiero yo que se abra en mis
estados de ánimo, entre y junto a la energía vibrante y la
fragilidad.
Que me gusta el último punto del últino párrafo.
ResponderEliminarNo sé si yo te habré enseñado algo,pero tú si me enseñas mucho con tus post.
Cosas tienes, madrede. Pues claro que me has enseñado cosas. A hacer croquetas cuadradas. A quejarme a los camareros cuando algo no está fresco. A decir "tienes menos seso que un mosquito"
EliminarPodría coger -casi al azar- frases de tus post y cambiándoles el orden o sin hacerlo siquiera, apropiármelas.
ResponderEliminarDel que leo ahora, por ejemplo, pensando ya en mañana lunes, cogería: "Demasiado ruido", "y esa administrativa, que de natural habla como si se hubiera tragado un megáfono (qué bueno) ha decidido hoy también que la intimidad debe ser abolida", "A veces se amontona tanto por decir, que uno sólo encuentra la manera de expresarlo a través del silencio."
Y ésta, que me la apunto para hoy, para mañana y espero que para siempre: "los gatos que me entrenan para aproximarme sutilmente y con paciencia a las cosas, empezando, parando, suspendiendo, tolerando."
Gracias, gurusa.
Gracias a ti por muchas más cosas tuyas de las que me he apropiado, sin que lo sepas.
Eliminar(Gurusa, me encanta)